Pensé que la aventura de los Diez Mil, de los héroes que había visto combatir y vencer contra todos, hasta contra las fuerzas de la naturaleza, acabaría en un enfrentamiento total.
Estábamos de nuevo juntos al mando de Jeno y nadie había derrotado jamás al ejército unido. Únicamente cuando grupos aislados se habían aventurado en iniciativas alocadas habían perdido. Y esto no se produciría ya. El mismo Agasias de Estinfalia, con el apoyo de Jantias de Acaia, había hecho aprobar la condena a muerte para todo aquel que intentase dividir de nuevo al ejército.
Tal vez nos rodeasen en campo abierto con tropas superiores y lloviesen sobre nosotros miles de dardos, quizás hordas bárbaras se uniesen para aniquilarnos con un ataque nocturno, quizá nos hundiesen en el mar al intentar atravesarlo. Pero no ocurrió nada de ello. Una vez alcanzado Bizancio, el ejército, o lo que había quedado de él, dejó el espacio heroico de los interminables campos de batalla, las montañas altas como el cielo, las corrientes turbulentas de ríos desconocidos, los territorios de tribus salvajes, ferozmente celosas de su libertad, para volver al espacio de los comunes mortales.
La gran guerra entre espartanos y atenienses había consumido las mejores energías y trastornado a los hombres más inteligentes y valerosos, dejando paso a unas figuras mediocres, a pequeños intrigantes revestidos con los títulos altisonantes de almirante y gobernador. ¿Qué había sido de los mantos rojos que habían combatido en las Puertas Ardientes contra las fuerzas inmensas del Gran Rey? No quedaba de ellos ni siquiera el recuerdo. Sus descendientes no habían hecho otra cosa que urdir intrigas, negociar a escondidas acuerdos inconfesables con el enemigo de otro tiempo. No les interesaba más que el poder, el control de su pequeño mundo. Los ideales se habían perdido.
Lo que sucedió después fue tan confuso, tan farragoso, incierto y contradictorio que me resulta difícil hasta recordarlo. Cleandro y su almirante Anaxibios llevaron a cabo un juego sucio y vil: prometieron sin mantener luego la palabra, confundieron y engañaron. Acaso pensaban que sería más fácil dejar que el ejército perdiera cohesión y se dispersara sin dejar rastro de sí. No tuvieron siquiera el valor de aniquilarlo enfrentándose a él en el campo de batalla. Seis mil guerreros que habían marchado durante treinta mil estadios arrollando todo lo que se les opusiera infundían aún un respeto reverencial. Mejor no arriesgarse.
Los dejaron extramuros sin dinero, sin víveres, esperando; los heridos y los enfermos fueron, al menos, alojados en la ciudad.
Quien me había desilusionado era Jeno, y esto aún me dolía. Ya no le reconocía. Me dijo que las cosas habían cambiado y ahora el ejército no representaba ya un peligro, y por tanto no estaba expuesto a riesgo de muerte.
—Mi misión ha terminado —me dijo un atardecer que estábamos acampados extramuros—. Dejo el ejército.
—¿Que dejas el ejército? ¿Y por qué?
—El gobernador me ha dicho que, si el ejército no se marcha, el gobierno de Esparta me considerará responsable.
—¿Y esto es suficiente para abandonar a los hombres con los que has compartido todo, la vida y la muerte, durante tanto tiempo? ¿A los hombres que Sofo te confió antes de morir?
—No tengo elección. No puedo luchar solo contra la potencia que domina Grecia entera.
—No estás solo. Tienes un ejército.
—No sabes lo que dices. ¿Sabes qué significan las palabras del gobernador? Que debemos irnos de aquí o llegará un ejército o una flota y nos expulsarán por la fuerza. Esta ciudad es un nudo estratégico de formidable importancia, el punto de enlace entre Asia y Europa, entre el mar Egeo y el Ponto, el control de los estrechos por el que pasa el tráfico del grano, vital para todos los griegos. La presencia de un fuerte contingente de mercenarios que no están bajo su control directo no puede ser tolerada. Esta historia se acaba aquí. Al menos para mí.
Me sentí morir. Había llegado el momento de pagar por la elección que había hecho por amor, una noche en el pozo de Beth Qada. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Un año? ¿Diez años? Me parecía en aquel momento que había pasado toda una vida. Pero no me arrepentía. Había aprendido de los Diez Mil que cada obstáculo puede ser superado, cada batalla ganada. Había aprendido a no rendirme jamás.
—¿Y adónde irás? —le pregunté—. ¿Y yo adónde iré?
—Todavía no lo sé. A alguna parte donde se hable griego, y tú vendrás conmigo. He acumulado gran experiencia en esta expedición, podría convertirme en un buen consejero político o militar en Italia o en Sicilia, donde hay ciudades riquísimas y donde un hombre con mis conocimientos sería bien aceptado y pagado.
No supe qué responder. Estaba demasiado atormentada. Por una parte, sus palabras me resultaban consoladoras: no me dejaría y vería nuevos países, ciudades lejanas y espléndidas, quizá tendría casas y criados. Por otra, abandonar a su suerte al ejército me parecía una acción vergonzosa y sufría por ello.
—No están solos —dijo Jeno—. Tienen a sus comandantes: Timas, Agasias, Jantias, Cleanor, Neón. Saldrán de ésta. Yo he hecho todo lo que podía, nadie puede censurarme. ¿Cuántas veces he arriesgado la vida? ¿A cuántos de ellos se la he salvado?
Tenía razón, pero esto no cambiaba nada para mí. No me resignaba.
Vivíamos en una casa de la ciudad bastante cómoda, con una cocina y un dormitorio, y seguíamos teniendo a nuestro criado que se ocupaba de nosotros. Jeno se veía a menudo con altos personajes, pero ya no me contaba nada.
Un día llegó uno de nombre impronunciable que era oriundo de Tebas y dijo que quería tomar al ejército a sus expensas, que pagaría el estipendio y proporcionaría víveres. Quería llevarles a sus órdenes a saquear las zonas habitadas por las tribus indígenas, pero cuando se presentó con algún carro de harina, de ajos y de cebollas la emprendieron a patadas en el trasero con él y le tiraron encima las cebollas hasta que desapareció. Era la gota que colmaba el vaso. Ya habían tenido bastante.
Pero sucedió algo que pareció dar un vuelco al triste declinar de aquella hazaña: el gobernador envió a Jeno a su más estrecho colaborador y consejero político, un individuo cuyo nombre no recuerdo, pero cuya cara y mirada no olvidaré jamás.
—Las autoridades de esta ciudad son conscientes de todo lo que habéis pasado —comenzó diciendo— y de las terribles pruebas que habéis afrontado. Quisiéramos poder hacer más por vosotros, pero también él está maniatado. El gobernador desea, sin embargo, daros una prueba de su buena disposición hacia vosotros. Ha conseguido encontrar provisiones y dinero. Quiere dar una gran fiesta de despedida en vuestro honor. Seréis recibidos en la ciudad, habrá comida y vino para todos y luego tus hombres serán alojados en las casas de nuestros ciudadanos y, cuando no haya ya sitio, podrán dormir bajo los soportales. Todos los oficiales y sus guardias personales se alojarán en casa del gobernador. Al día siguiente recibiréis víveres y dinero para seguir adelante por espacio al menos de un mes, un tiempo más que suficiente, creo, para disolver el ejército y para que todos vuelvan a sus hogares. Hay distintos puertos en la costa. No será difícil encontrar sitio en las naves que zarpan hacia todos los destinos.
Jeno pensó que era algo más que una prueba de buena voluntad, y le proporcionaba alegría y seguridad sentirse en paz con los espartanos. Pero no quería correr ningún riesgo de todos modos y antes de aceptar dijo:
—Mis hombres no se separan nunca de sus armas. ¿Es un problema?
—Obviamente no —respondió el enviado—. Somos amigos y de la misma sangre.
Ante aquellas palabras Jeno se sintió tranquilizado y aceptó. Respondió que irían, y el enviado se despidió de buen humor. Tras lo cual hizo correr la noticia de que por fin las cosas empezaban a arreglarse. Convocados los hombres, Jeno impartió una serie de disposiciones:
—No quiero desórdenes, ni peleas, ni violencia de ninguna clase. No haréis uso de las armas más que para defenderos en caso de que alguien os agreda, pero no toméis ninguna iniciativa. Cuando llegue el momento de ir a dormir encontraréis en las puertas de las casas de Bizancio un número que indicará cuántos de vosotros pueden ser acogidos. Los otros dormirán debajo de los soportales o de las columnatas de los templos. Al día siguiente os quiero a todos fuera y listos para partir. Si todo va bien, dentro de pocos días podremos irnos con víveres y dinero suficiente para que volváis a vuestras casas.
Un grito de entusiasmo acogió sus palabras. Todos comenzaron a preparar sus mejores galas y a abrillantar sus armas para presentarse dignamente en la fiesta. Se había corrido también la voz de que habría una parada militar.
Dos días después entraron en la ciudad y dio comienzo la fiesta. Jeno y la mayoría de los oficiales, un centenar de hombres, tomaron parte en el banquete ofrecido por el gobernador. Yo acompañaba a Jeno.
Llegaban del exterior el alboroto y los gritos de los nuestros, que se divertían. Entraron en nuestra sala unas bellísimas danzarinas y unas muchachas muy elegantes, que fueron a sentarse al lado de los oficiales. También vi a Melisa al lado de Cleanor y ella me vio a mí, pero noté también que estaba extraña, como si quisiera comunicarme algo. En un momento dado me hizo una seña y me reuní con ella.
—¿Qué ocurre? —le pregunté.
Melisa me habló con desenfado; y alternaba sus palabras con risitas tontas, como si estuviera contándome alguna anécdota picante, pero el contenido de lo que me decía era de muy distinto tipo:
—Escucha, me he encontrado aquí a una amiga mía de Lampsaco, que es la compañera de uno de los oficiales del gobernador. Ha oído conversaciones muy interesantes: esta fiesta es una farsa.
Era lo que yo me sospechaba, pero no me había atrevido a decírselo a Jeno. Él estaba tan tranquilo que no me había visto con ánimos de aguarle la fiesta o, quizá, también yo estaba cansada de presentir nuevas amenazas, y quería creer que no pasaba nada.
—Una vez que haya terminado la fiesta y se hayan alojado todos dispersos por la ciudad, el contingente espartano de guarnición llevará a cabo un peinado masivo. Los nuestros serán aplastados, porque estarán dispersos por todas partes en pequeños grupos y serán asesinados o hechos prisioneros.
Sentí que me flaqueaban las piernas y tuve que apoyarme en la pared.
—Sonríe —dijo Melisa—, finge que te he contado una anécdota divertida, no debemos despertar sospechas.
—¿Se lo has dicho a Cleanor?
—No. Pero si Jeno está de acuerdo en comunicar el mensaje de boca a boca aquí entre los oficiales, hazme una seña y hablaré con él enseguida.
—Bien —respondí—, ahora separémonos.
Mientras Melisa llegaba a su sitio, yo se lo conté todo a Jeno, que palideció al momento. Luego hizo ademán de levantarse.
—No —dije—. No te muevas. Me he puesto de acuerdo ya con Melisa. A una seña mía se lo dirá a Cleanor y él hará correr la noticia. Así todos estarán alertados.
—Bien. Pero en cuanto puedas, dile a Melisa que pase otro mensaje: que me sigan todos cuando yo me levante de la mesa y salgan conmigo de la manera más natural posible.
—De acuerdo.
—Alguien debe avisar a los hombres antes de que se dispersen.
—Ya me encargo yo de ello, a la primera oportunidad me iré sin llamar la atención.
Hice enseguida una seña a Melisa y vi que le susurraba algo a Cleanor, que miró hacia Jeno con una mirada de inteligencia.
—Escúchame —proseguí—, diles que cuando vean una flecha incendiaria alzarse en el cielo vayan todos corriendo a la plaza principal. Todos, ¿entendido?
Salí.
No fue fácil hacerme entender y que me creyeran, pero vi a un par de oficiales que se habían quedado fuera con los hombres y transmití la orden. Antes de que la fiesta llegara a su punto álgido todo el ejército se había reagrupado en la plaza principal ante los ojos de asombro y de preocupación de los presentes.
Poco después la llama de una flecha incendiaria ascendió en el cielo y el ejército lanzó el grito de guerra. Jeno y los suyos llegaron corriendo con las armas empuñadas. Los hombres estaban furibundos. La ciudad oiría el rugido de los Diez Mil.
A una orden se dirigieron hacia la ciudadela, echaron abajo las puertas, arrollaron las defensas y la ocuparon. El gobernador y su almirante huyeron y se hicieron a la mar en una nave, pero antes hicieron saber a Jeno que debía resolver aquel desastre si no quería que hubiese un baño de sangre.
Los soldados llevaron a Jeno a hombros hasta el cuartel general, que encontraron desierto. Se unieron a él los comandantes cubiertos con sus más bellas armaduras. ¡Tenía la ciudad a sus pies!
—¡Bizancio es nuestra! —gritaron—. ¡Tomémosla!
—Sí, podemos imponer aranceles y peajes a las mercancías en tránsito por los estrechos; nos haremos ricos. Con ese dinero enrolaremos a otros guerreros; sabemos dónde encontrarlos, y nadie nos echará ya.
—¡Podemos aliarnos con las naciones tribales del interior! ¡Nos convertiremos en una gran potencia, todos tendrán que arreglar cuentas con nosotros!
Tenían razón. Era esto lo que había que hacer. Pero para llevar a buen puerto un proyecto semejante haría falta un caudillo, un hombre capaz de soñar lo imposible y de hacerlo realidad. Aquel hombre no era Jeno. Tenía coraje, y lo había demostrado, sabía poner en práctica estratagemas astutas, pero no sueños. Sólo era capaz de concebir lo que era posible de realizar y después de haber consultado a los dioses para saber si estaban de acuerdo. Pasaron la noche en la plaza y al día siguiente se reunieron en asamblea. Jeno los convenció de que era necesario dejar la ciudad. Tenían que confiar en él. Negociaría unas condiciones aceptables.
Al día siguiente un enviado del gobernador les refirió que lo ocurrido representaba una declaración de guerra. Si querían evitar lo peor, tenían que irse y quizá recibirían alguna ayuda del gobernador. Desilusionados y frustrados, los Diez Mil, o lo que quedaba de ellos, abandonaron Bizancio.
Los fugitivos volvieron, furiosos por haber demostrado ser tan bellacos, pero siguieron contemporizando y proporcionando víveres sólo en el límite de la pura subsistencia.
Los soldados perdieron todo ánimo; al no ver ya un futuro, muchos vendieron su armadura y se dispersaron. Lo mismo hicieron muchos oficiales. Algunos de los más valerosos, como Aristónimo de Metidrio y Licio de Siracusa, se esfumaron sin despedirse de nadie. También Glus, al que había visto alguna vez de pasada, desapareció.
Probablemente no soportaban la idea de la amargura de una despedida semejante y lo miserable de la situación. Había llegado a la ciudad un nuevo gobernador, que hizo arrestar a todos nuestros soldados heridos y enfermos que se habían quedado intramuros y los vendió como esclavos a bajo precio. Jeno se enteró de ello, pero no hizo nada; seguía pensando en el mal menor.
Al final, tras nuevas y extenuantes dilaciones y negociaciones, la conclusión fue que nadie estaba dispuesto a que una banda de mercenarios incontrolables y peligrosos los molestase. La solución llegó quizá por casualidad, quizá preparada. Y Jeno asumió, en cualquier caso, sus responsabilidades. Un príncipe bárbaro de Tracia llamado Seutes se ofreció a enrolar a todo el ejército y a pagar en metálico a soldados, oficiales y comandantes de las grandes unidades de acuerdo con su graduación. Jeno sometió a votación la propuesta y fue aceptada.
Un signo de los tiempos: poco más de un año antes habían partido a las órdenes del príncipe Ciro, ahora se ponían a las órdenes de un hombre vestido con pieles de zorro y tocado con un gorro de piel en vez de una tiara.
Por fortuna vinieron con nosotros Timas y Neón, Agasias y Jantias, y también Cleanor, de modo que pude verme con Melisa.
El plan de Seutes era reconquistar en Tracia su reino perdido combatiendo en invierno, cuando nadie se lo esperase.
Un invierno riguroso, muy duro, quizá más frío aún que el que habían soportado en las montañas de Asia. A muchos de los nuestros se les congelarían las articulaciones, otros perderían las orejas y la nariz, quedando desfigurados para siempre. Muchachos bellísimos que no podrían, mirar más a la cara a una mujer sin sentir vergüenza.
Yo, cuando estaba sola, lloraba a menudo por la infinita tristeza que me embargaba el corazón, lloraba por no saberme ya adaptar a una vida miserable, a un horizonte estrecho, a hombres parecidos a ratones. Pero no había elección.
Y lloré cuando Jeno aceptó casarse con una de las hijas de Seutes, por conveniencia política, dijo él. Afortunadamente el matrimonio no se produjo: había otras cosas que hacer. Había que sobrevivir.
Jeno se había puesto de nuevo a escribir. Escribía más que nunca. Y también esto me irritaba. ¿Qué había tan interesante como para fijarlo en la hoja blanca en aquella tierra bárbara y helada, entre aquellos pueblos agrestes, en aquella política de aldea?
Una tarde que él estaba cenando con todos los oficiales superiores en la cabaña de Seutes invité a Melisa a mi casa. Me hacía bien hablar con ella.
—No te comprendo —decía—. Jeno ha hecho lo mejor que podía hacer. ¿Qué esperabas, que mandase al ejército contra Bizancio y lo arrasase? Lo sé, esta vida es dura, pero al menos tenemos comida y refugio. Una vez que hayamos pasado el invierno se buscará alguna solución. No te dejes llevar por el desaliento.
Yo no sabía qué responder. Me encontraba al amor del fuego preparando un poco de leche caliente con algunas gotas de miel, lo único que podía darme un poco de satisfacción, un pequeño lujo que me permitía con mi amiga. Y Melisa tenía historias muy bonitas que contarme, historias que al final conseguían hacerme sonreír. Cómo había seducido a grandes personajes: jefes del ejército, gobernadores, filósofos, artistas, los había tenido a todos a sus pies. Ella los había utilizado. Dándoles la única cosa que querían, había obtenido muchas otras: casas, joyas, vestidos, perfumes, comidas refinadas, fiestas y recepciones.
—¿Sabes? —decía—, para ser sincera no me ha quedado nada de todo ello, porque siempre tienes que estar elegante, bien peinada, acicalada, perfumada, en resumen, cosas que son caras. Es cierto que si Ciro hubiera vencido… ¿Qué te crees? Habría sido su amante durante un tiempo y me habría cubierto de oro… Pero así es la vida. Paciencia. En el fondo Cleanor es un verdadero hombre, es más, un toro. Y me trata bien. Me da lo que puede. Pero cuando se haya terminado este asco de guerra, yo me iré a una bonita ciudad de la costa donde se nade en dinero, me buscaré un lugarcito bonito donde recibir a huéspedes de respeto y en poco tiempo empezaré de nuevo. No es difícil, ¿sabes? Te vistes con alguna bonita tela transparente, te calzas un buen par de sandalias y te haces admirar cuando te diriges al templo a ofrecer dos palomas a Afrodita. Luego haces correr la voz del baño que frecuentas y la cosa está hecha. Una vez que te han visto desnuda están dispuestos a pagar cualquier cantidad. Evidentemente, si tienes un buen físico. ¿Sabes?, tampoco tú estás nada mal. Si Jeno fuera a dejarte, siempre tendrías un porvenir conmigo, y estaríamos bien juntas.
—Oh, sí —decía yo—. Vendría con mucho gusto, pero yo no soy capaz de seducir a los hombres. Te ayudaría como doncella. Quién sabe la de carcajadas que soltaríamos a costa de esos necios, ¿no crees?
Y reíamos para luchar contra la melancolía de las largas noches.
Una vez cedí a la tentación y le pedí algo que no hubiera tenido que pedir nunca: que me leyera las páginas de Jeno.
—¿Por qué quieres que haga de nuevo una cosa así? Lo hicimos ya una vez y no nos deparó nada bueno. Jeno te quiere, te ha mantenido siempre consigo. Éstas son cosas suyas que no ha mostrado nunca a nadie, ¿no es así?
—Sí, así es. Pero yo tengo que saber lo que ha escrito en esas páginas.
—Tal vez no hay nada de lo que te esperas. Tal vez no son más que pensamientos sobre la vida, sobre los principios, las virtudes, los vicios. ¿Sabes?, él fue alumno de Sócrates.
—¿… de Acaia? No sabía que se conocieran de antes.
—No. Otro Sócrates, su maestro. El más grande sabio de nuestro tiempo.
—No creo. Jeno ha escrito la historia de esta empresa. Léeme las últimas páginas.
—Pero ¿por qué?
—Porque busco una respuesta a una pregunta que me hago desde hace un tiempo.
—No es una buena idea. ¿Sabes? Lo que uno piensa y escribe cuando está solo no puede decirse que sea la verdad. La verdad es lo que uno hace en realidad, la manera en que se comporta. Las obras, no las palabras, son lo que cuenta.
—Te lo ruego, siempre te he querido, incluso cuando…
—… ¿te traicioné?
Por un momento dudé en decir «no, no era mi intención decir esto». Pero era demasiado tarde y Melisa había comprendido.
—Está bien —dijo—, como quieras. Estoy en deuda contigo y haré lo que me pides, pero es un error que podría arruinarte la vida.
—Lo sé —contesté.
Y abrí la cajita.
—¿A partir de qué momento? —preguntó Melisa—. Aquí cada etapa que hemos recorrido lleva un número.
—A partir de nuestra llegada a la ciudad que estaba a orillas del mar.
—Trapezunte.
—Ésa.
Melisa se puso a leer y yo escuchaba desde la entrada de la cabaña con la puerta entornada para estar preparada por si veía llegar a Jeno o a cualquier otro. Estaba, pues, de espaldas a ella, y Melisa no podía captar lo que pasaba por mis ojos y la expresión de mi rostro a medida que avanzaba.
El relato narraba lo que había sucedido, desde el punto de vista de Jeno, y los acontecimientos desfilaban raudos por mi mente, a veces como vívidas imágenes de hechos a los que había asistido personalmente, de diálogos que había oído contar. Hablaba de él como si lo hiciera de otra persona. No decía «yo» sino «Jenofonte». Tal vez quería evitar la incomodidad de hablar bien de sí mismo.
El relato concluía con lo ocurrido cinco días antes. Había estado muy ocupado últimamente y tal vez no había tenido ocasión de poner al día su crónica.
Melisa guardó el rollo en la cajita diciendo: «Termina aquí». Y yo, sin querer, me di la vuelta para darle las gracias y ella me miró fijamente.
—Tienes lágrimas en los ojos. Te lo dije.
—Lo siento —respondí—. No quería…
—Sabías que las cosas habían sido así. Pero no entiendo… No había nada de particular. Quizá yo…
—No, tienes razón. No había nada de particular. Es que el recuerdo de muchos otros que han muerto después de nuestra llegada a orillas del mar me ha entristecido profundamente. Perdóname. No ocurrirá más. La próxima vez hablaremos de otras cosas. Te lo prometo.
Le di un beso y ella volvió a su alojamiento mientras comenzaba a neviscar.
El ejército combatió desde mediados del otoño hasta casi finales del invierno: asaltos nocturnos, correrías, marchas extenuantes, batallas en campo abierto. Nada les fue ahorrado y sin embargo continuaron batiéndose, como habían hecho siempre, sobreviviendo tal como les había ordenado el comandante Clearco al arengarlos por primera vez. Pero no había futuro, nadie sabía qué sucedería al final de aquella pequeña guerra sangrienta. Un destino de lenta y paulatina aniquilación parecía materializarse día tras día.
A veces me atormentaban las preocupaciones, me parecían fruto de mi imaginación, y repasaba las muchas coincidencias, los muchos acontecimientos luctuosos, las emboscadas, las traiciones, tratando de encontrar una lógica distinta. En el fondo no había sido la carnicería final que me esperaba y que tal vez se esperaba también Jeno, aun sin decírmelo. Cuando ya en Heraclea había pensado en irse y en dejarlo todo, me había venido a la mente un pensamiento terrible: que quisiera abandonar el ejército a su suerte por miedo, por no querer seguir el destino cuando llegara el momento de la matanza.
Y de nuevo en Bizancio… Sin embargo, había cambiado de idea, había asumido la responsabilidad con coraje y prudencia. Sí, prudencia era la palabra adecuada. Tenía siempre ante los ojos al joven héroe que había conocido una tarde de primavera en el pozo de Beth Qada y ahora me parecía que no podía aceptar al hombre cuerdo, capaz de cálculos realistas, que había atesorado sus experiencias. El hombre religioso que, salvado tantas veces por el azar, quería ahora pedir a los dioses que le asegurasen la supervivencia. Pero sobre todo no podía aceptar lo que había oído leer a Melisa y me era difícil separar al hombre de lo que escribía. Continuaba esperando que el hombre que amaba me reconquistase y disipase cada una de mis dudas con un gesto generoso.
Un día de finales de invierno la situación estaba ya a punto de precipitarse. El ejército no había recibido su paga desde hacía mucho tiempo y Seutes, el príncipe tracio que lo había enrolado, evitaba hasta encontrarse con Jeno cada vez que éste trataba de hacerse recibir. En una tempestuosa reunión Jeno fue acusado por algunos de los suyos de haberse embolsado las retribuciones destinadas al ejército.
Nunca había ocurrido una cosa semejante, nunca había recibido una ofensa tan sangrienta. Me esperaba que desenvainase la espada para hacerle tragar la ofensa a quien la había proferido, pero Jeno pronunció un apasionado discurso recordando lo que había hecho por ellos, una triste defensa de su labor y de sus decisiones.
Habíamos tocado fondo. La acción de quién quería el final de un ejército extraordinario, de guerreros invencibles, se revelaba ahora de manera clara.
Y todo se explicaba, todo tenía su lógica evidente. Visto que el ejército había vuelto finalmente al mundo del que partiera, visto que la fama de lo que había hecho se estaba extendiendo, un final violento habría multiplicado en desmesura su gloria y atraído peligrosamente la atención del mundo entero. Mejor confinarlo en una región angosta, mísera, sin vías de escape y dejar que la exasperación, la desilusión, las frustraciones desmenuzasen aquel monolito de bronce, que había hecho doblar la rodilla a los soldados del Gran Rey, y que al final el deshielo y el fango se llevasen los últimos restos de un cuerpo descompuesto.
Esto era lo que estaba pasando.
Miraba a Agasias, a Timas, a Jantias, a Cleanor. Ninguno de ellos tomó la palabra para defenderlo, y miré a Jeno. Tenía los ojos brillantes de lágrimas, de dolor más que de indignación. Durante muchos meses él, hombre rechazado y a la deriva, ya sin esperanza de lograr honorabilidad en su patria, había hecho del ejército su tierra y su ciudad y, cada vez que se había decidido a abandonarlo, no lo había conseguido y había tenido que hacer lo que sugerían el honor y los afectos.
Jeno solicitó el testimonio de sus oficiales; algunos se levantaron para insultarlo, otros para defenderlo. Estallaron disputas, alguno echó mano a las armas.
Sí, aquél era un final lamentable, el final indigno que empañaría la gloria de los Diez Mil. Matarse unos a otros en una oscura localidad de Tracia, injuriarse y matarse por una oveja o una moneda.
Pero justo cuando todo parecía perdido…
¡El ruido de un galope!
Un pelotón de soldados a caballo.
¡Mantos rojos!
De improviso la reyerta se apaciguó, los hombres se recompusieron, los oficiales, uno por uno, gritaron e imprecaron dando órdenes y formaron a sus soldados. Jeno fue a ocupar su sitio en la silla de Halys.
Yo temblaba como una hoja. ¿Qué estaba pasando?
Los dos oficiales se detuvieron frente a Jeno e hicieron el saludo militar. Era un gesto formal y fundamental. Lo reconocían como jefe del ejército.
—Sed bienvenidos —dijo Jeno—. ¿Quiénes sois y qué os trae por aquí?
Eran oficiales espartanos.
—Nos envían la ciudad y el rey para una misión importante y solicitamos dirigirnos al ejército en nombre de Esparta.
—Estáis autorizados a hacerlo —respondió Jeno, y ordenó a los hombres presentar armas.
Los escudos subieron hasta el pecho, las lanzas se inclinaron hacia delante con un seco ruido metálico.
Habló el primero de los dos oficiales:
—¡Soldados! La noticia de vuestras gestas ha corrido por toda Grecia y ha llenado de orgullo a todos los helenos. El valor que habéis demostrado excede lo imaginable. Habéis llegado donde ningún ejército griego había llegado nunca, habéis tenido en jaque al ejército del Gran Rey, habéis superado obstáculos invencibles y, al precio de enormes sacrificios, estáis aquí. Queremos rendir honores a vuestro comandante Jenofonte, que ha demostrado una dedicación y un sentido del deber difícilmente igualables.
Muchos de los oficiales y de los soldados se miraron entre sí estupefactos: ¿qué estaba pasando? ¿Acaso no eran los espartanos los que habían vendido como esclavos a sus compañeros enfermos y heridos que se habían quedado intramuros de Bizancio? ¿No era el almirante espartano el que había amenazado con aniquilarlos si no abandonaban su territorio?
—¡Guerreros! —siguió tronando la voz del oficial—. ¡Esparta y toda Grecia os necesitan! El Gran Rey quiere apoderarse de las ciudades griegas de Asia, del mismo modo que las deseaban Darío y Jerjes hace ochenta años. Entonces dijimos que no y formamos la tropa en las Puertas Ardientes. Ahora decimos que no y hemos desembarcado en Asia. Tenemos en contra a Tisafernes, el hombre que combatió contra vosotros y os persiguió de todos los modos posibles, vuestro enemigo jurado. En nombre de Esparta, yo os pido que os unáis a nosotros, para dirigiros allí donde comenzó vuestra aventura a las órdenes del comandante Clearco. Tendréis comida y paga de acuerdo con vuestra graduación y podréis vengaros de quien os infligió tantos sufrimientos. ¿Qué me respondéis, soldados?
Los guerreros dudaron unos instantes, pero luego estallaron en un estruendo alzando las lanzas al cielo.
Los mantos rojos volvieron al lugar de donde habían partido.
Jeno consiguió que Seutes les pagara, en parte en metálico y en parte en ganado, y emprendimos de nuevo viaje a principios de primavera. Tras llegar a Asia, Jeno se vio en tales estrecheces que tuvo que vender su caballo. No era persona de conmoverse fácilmente, pero esta vez lo vi angustiado. Lo acariciaba, pegaba la mejilla a la cabeza del magnífico animal, no conseguía separarse de él. Vendía a un amigo fiel y generoso. Sufría y sentía vergüenza por ello.
El caballo parecía comprender que era un adiós. Bufaba y relinchaba, piafaba con una pata y cuando Jeno pasó las riendas a las manos del mercader el caballo se encabritó y martilleó el aire con sus cascos delanteros.
Jeno se mordió el labio y se giró hacia el otro lado para disimular sus lágrimas.
Yo sentía compasión por él: por cómo había terminado la apasionada aventura, los delirios de grandeza y de gloria, las noches tórridas de amor. Todo se hacía añicos, todo se resquebrajaba día a día.
Jeno parecía cada vez más obsesionado por la religión; su mayor preocupación era encontrar animales que sacrificar para interpretar la voluntad de los dioses que él mismo trataba de comprender hurgando entre las entrañas humeantes de las víctimas, haciéndose a veces asistir por adivinos y videntes.
El sueño moría lentamente en una realidad gris e informe.
Pero el ejército tenía hambre.
No tendría una paga asegurada hasta llegar al lugar de reunión y, para sobrevivir, se puso a hacer de nuevo lo que había hecho siempre: correrías y saqueos en detrimento de la propiedad de los señores persas que vivían en ciudades y fortalezas de tierra adentro.
Durante uno de aquellos ataques, Agasias de Estinfalia, el guerrero temerario, el héroe de las mil batallas, el compañero inseparable, fue herido de muerte. Jeno no pudo auxiliarle, pues se encontraba en otra parte y en cualquier caso no había ya nada que hacer: una flecha le había perforado el hígado. Cleanor corrió a su lado bajo una lluvia de dardos y lo cubrió con el escudo. Yo lo vi y traté de llevarle unas vendas, pero tuve que agazaparme detrás de una roca a pocos pasos de ellos para que no me mataran a mi vez. Oía los dardos crepitar como granizadas contra la piedra que me protegía y contra el bronce de Cleanor.
—Vete —le dijo Agasias—. Ponte a salvo. Tenía que ocurrir más pronto o más tarde.
—No así —respondió Cleanor sollozando—. No así…, no así…
—Qué más da una flecha que otra, amigo. No existe diferencia. Las nuestras son vidas vendidas al mejor postor, pero al final…, al final quien sale vencedor es siempre la muerte.
Cleanor le cerró los ojos y corrió aullando para agrupar a los hombres para el contraataque.
Jeno trataba de poner a buen recaudo el botín. Sabía que cada vez que salía el sol, como un padre, tenía que saciar el hambre de sus muchachos y también la de los dioses con la carne de sus sacrificios.
Algunos días después, dos conocidos suyos, tras enterarse de que había tenido que vender el caballo y conscientes del gran afecto que le tenía, consiguieron recomprarlo y llevárselo. Ésta fue una escena que no olvidaré. Él lo reconoció de lejos y se puso a llamarlo: «¡Halys! ¡Halys!». Y el caballo, tras arrancar las bridas de manos del palafrenero, con un estirón de su fiera cabeza, se lanzó al galope relinchando y azotando el aire con la cola.
Creo que lloraban los dos cuando estuvieron uno junto al otro, cuando el amo le acarició con la mano el morro aterciopelado y las ternillas ardientes.
Al final, avanzada la primavera, llegamos a destino y Jeno puso a los sobrevivientes de los Diez Mil en manos del comandante espartano Tibrón, que dirigía la guerra. Al cabo de dos años de increíbles aventuras estaban de nuevo formados contra el antiguo enemigo.
Yo me despedí de Melisa y ella me abrazó llorando a lágrima viva. Jeno saludó uno por uno a los amigos que habían sobrevivido: Timas, el de los ojos negros como la noche; Cleanor, el toro; Jantias, el de las largas guedejas; Neón, enigmático heredero del comandante Sofo, y a todos los demás.
Y se quedó solo.
Sí, solo. Porque yo no era ya la misma persona que había sido para él hasta aquel momento; solo, porque había perdido al ejército, su única patria, y yo no podía en absoluto llenar el enorme vacío, la vorágine de desolación que se había abierto en su corazón. Dentro de poco le aburriría.
Mi historia con Jeno terminaba allí, lo presentía, la historia de mi encuentro con el guerrero en el pozo en un atardecer dorado de primavera tanto, tanto tiempo antes.
A pesar de ello, viajamos juntos, nosotros dos y el criado, casi sin cruzar palabra hasta una ciudad de la costa donde pensaba que podría recibir noticias de casa.
Y las encontró.
En una carta que habían dejado al sacerdote del templo de Artemisa. Se sentó en un poyo de mármol debajo de la columnata y leyó absorto. Yo esperaba de pie y en silencio mi veredicto.
Al final, sin poder aguantar más la tensión que me oprimía el corazón, hablé.
—Espero que no sean malas noticias —dije.
—No. Mi familia está bien.
—Son buenas.
Pareció dudar durante unos momentos.
—¿Algo más?
—Sí —respondió bajando la mirada—, tengo también una mujer.
Sentí que el corazón se me paraba, pero cobré valor:
—Disculpa… ¿qué significa «tengo una mujer»?
—Significa que mis padres han elegido una esposa para mí, que tendré que tomar mujer.
Las lágrimas corrían ahora incontenibles por mis mejillas e inútilmente trataba de secarlas con la manga de la túnica. No iría a Italia, Sicilia y sus bellísimas ciudades que había soñado ver junto con él; no habría ya nada para mí, ninguna aventura, ningún viaje, nada.
Él me miró con ojos bondadosos.
—No llores. No te despediré. Podré tenerte a mi lado…, entre el personal de servicio, y también podremos vernos alguna vez.
—No importa —respondí sin vacilación—. Esa vida no sería llevadera para mí. Pero no te preocupes. Cuando te seguí sabía que no sería para siempre. Me he preparado cada día para este momento.
—No sabes lo que dices —dijo—, ¿adónde podrías ir sola?
—A casa. No tengo otro sitio adonde ir.
—¿A casa? Pero si no sabes siquiera cómo encontrar el camino.
—Lo encontraré. Adiós, Jeno.
Me miró profundamente turbado y por un instante esperé con todo mi corazón que me retuviera; también cuando bajaba ya las escalinatas del templo esperé que me llamara y que nos embarcáramos en una nave que partiera para Italia…
Finalmente oí su voz:
—¡Espera!
Venía corriendo tras de mí y me volví para abrazarlo.
—Al menos coge esto —me dijo—, podrás comprar comida, pagarte algún pasaje…, por favor, cógelo.
Me dio una bolsa de dinero.
—Gracias —dije.
Y me fui corriendo entre lágrimas.