XXII

Mientras Sofo se hallaba en una misión de reconocimiento con los suyos, Jeno, dándose cuenta de que los soldados no podían más, los formó en medio de la nieve. Los comandantes dieron la voz de firmes y los hombres se irguieron como guerreros, a pesar del cansancio, con valor, con dignidad, apretando las manos lívidas de frío sobre la empuñadura de las lanzas. Los nudillos blancos, las uñas oscuras.

Les pasó revista y en su rostro demacrado, en su barba hirsuta y en los ojos enrojecidos, se podía leer todo el sufrimiento que veía en las caras de los muchachos que sufrían sus mismos dolores.

Los escrutaba uno por uno, les ajustaba el manto en torno a los hombros, bajaba la mirada ante las llagas y los miembros congelados, ante los calzados y ropas que no protegían ya nada. Luego habló.

—¡Soldados, escuchad! Hemos superado muchos peligros, puesto en fuga al ejército más poderoso del mundo, hemos derrotado a un pueblo bárbaro y salvaje que quería aniquilarnos, desafiado la corriente de los ríos, franqueado puertos de montaña, hemos escapado al cerco simultáneo de dos ejércitos, pero ahora tenemos que hacer frente a un enemigo sin rostro ni piedad, un enemigo contra el cual las armas de nada sirven. No pocos de nosotros están ya muertos y hemos tenido que dejarlos atrás sin exequias y sin los honores que merecían. Estamos en una tierra hostil en condiciones terribles, pero tenemos que sobrevivir. ¿Os acordáis de lo que decía Clearco? «¡Sobrevivid, soldados! ¡Sobrevivid!» Ésta es la orden que os doy. La misma que os daba él.

»Nos atormentan dos cosas por encima de todo: el frío y la luz. El frío es el más peligroso; de la luz puede uno defenderse.

»No os quedéis nunca parados de noche. Patead contra el suelo cuando estéis de guardia, palmeaos el cuerpo. Buscad siempre un lugar al abrigo del viento. Cuando durmáis quitaos el calzado. He visto a muchos de vosotros con los pies hinchados. Es una mala señal. Los cirujanos dicen que inmediatamente después viene la congelación y luego la muerte. En otras condiciones se podría intentar amputar. Aquí no sería más que una tortura inútil.

»Muchos de nosotros se han perdido porque se han quedado deslumbrados por la luz, que aquí es muy fuerte. Cuando se despeja el cielo y resplandece el sol, el reflejo os ciega. Muchos de vosotros tenéis los ojos enrojecidos. Si no os protegéis, perderéis la vista e inmediatamente después la vida. Cubríos los ojos con una venda oscura y dejad sólo una pequeña ranura, no hay otra manera.

»Quien encuentra un abrigo y un fuego encendido vive, quien llega tarde y duerme expuesto al frío y a la oscuridad muere. No es justo que los que os protegen las espaldas paguen con la vida. Cada día la sección de vanguardia cambiará su puesto con la unidad de retaguardia, hasta lograr una perfecta alternancia. De este modo las probabilidades de sobrevivir serán las mismas para todos. Una última cosa: recordad que mientras estemos unidos las posibilidades de salvarnos serán mayores, mientras observemos las reglas y nuestro código de honor podremos superar las dificultades más duras. Quien salva la vida de sus compañeros salva la suya propia, quien sólo busca salvarse a sí mismo morirá, y morirán también los demás. Y ahora ¡en marcha!

Desplazó la retaguardia a la sección de cabeza, pero se quedó con ellos. Para él la regla no valía.

¿Cuánto tiempo más continuaría la tortura? ¿Volvería alguna vez la primavera? ¿En qué mes estábamos y en qué día? Había pasado una vida entera desde que había partido de mis cinco aldeas, y a veces echaba de menos el polvo del desierto que asfixiaba y quemaba las bocas. En marcha no volvía nunca la vista atrás, porque no quería ver a los hombres caer uno tras otro, a las bestias doblar las rodillas y no levantarse, a las filas adelgazarse.

Jeno ya no encontraba tiempo para escribir, pero estaba segura de que ni un acontecimiento, ni un instante de una aventura tan tremenda escaparía a su memoria, igual que no escapaba a la mía. Tampoco sabía dónde estaba Melisa y dónde Lystra, la muchacha que estaba a punto de dar a luz. Faltaba poco.

Aquella noche debíamos alcanzar a Sofo, que había ido en una misión de reconocimiento con un grupo de infantería ligera y de tracios, los más resistentes, acostumbrados como estaban al frío intenso que en invierno castigaba sus tierras. Al caer las tinieblas se habían acuartelado en unas aldeas y habían hecho entrar cuatro batallones: algunos habían encontrado alojamiento, otros se habían quedado al aire libre, pero con grandes fuegos encendidos. Los últimos, entre ellos yo misma y Jeno con sus hombres, estaban todavía tan distantes que fueron sorprendidos por la oscuridad en medio de la meseta.

Una noche ventosa, despejada, larga y gélida. Millones de estrellas, también ellas de hielo, brillaban en el negro firmamento; el camino blanco que lo atravesaba de un extremo a otro parecía una estela de nieve levantada por el viento.

La zona era yerma y desnuda, no había árboles ni arbustos y no se veía un lugar protegido en parte alguna. Jeno reunió a hombres y animales, hizo buscar palas en las albardas y en las cargas y comenzaron a liberar una extensión suficiente de terreno alrededor creando un parapeto que pudiera proteger del viento cortante. Encendió alguna linterna, repartió lo poco que había de comer y algún trago de vino. En el centro mandó reunir primero a los animales y luego a los hombres, apiñándolos para que no se perdiera el calor. Los últimos, de centinela en el exterior, fueron protegidos con los mantos.

Pasamos así la noche, pero por la mañana encontramos a una docena de los nuestros tiesos en la nieve, rígidos, con los ojos reducidos a perlas de hielo.

Emprendimos viaje a lo largo de una cordillera de bajas colinas y en un determinado punto un grupo que caminaba por la cima vio algo: una zona oscura en medio del blanco, un terreno libre de nieve. Comenzaron a gritar: «¡Venid! ¡Venid de este lado!», y el ejército se acercó hasta la cima. Desde allí se divisaba la gran mancha oscura de la que se alzaba una columna de vapor; detrás de nosotros se distinguían bandas armadas de indígenas que nos seguían para matar y despojar a quien se quedaba atrás. Eran grupos de unos cincuenta hombres cada uno, cubiertos de pieles, armados de picas y de cuchillos. En la zona libre de nieve descubrimos una fuente de agua caliente en mitad de un páramo cubierto de hielo que llenaba una piscina natural de un par de codos de profundidad. También el terreno de alrededor estaba caliente y los hombres se arrojaron al suelo: ¡una tierra seca!

No querían moverse de allí; Jeno trató de ponerlos en pie:

—Os dejaré descansar, pero luego habrá que partir de nuevo.

—No nos moveremos de aquí —dijo uno.

—Ya puedes matarnos, que no nos moveremos de aquí —añadió otro.

—Estáis locos. ¿Qué pensáis hacer aquí? No hay nada, nada más que un poco de calor. Si no os morís de frío, lo haréis de hambre o seréis masacrados por ésos. ¿Qué diferencia hay?

Los dejó descansar convencido de que después se sentirían mejor y reanudarían el camino. Pero se equivocaba. Muchos de ellos habían realizado el último esfuerzo para llegar a la fuente caliente, se habían desnudado y estaban sumergidos en el agua, en un baño maravilloso que los consolaba de los sufrimientos padecidos, de las incomodidades, del frío intenso. Jeno sabía qué estaban pensando y también lo sabía yo. Mejor morir de extenuación en la cavidad de la fuente milagrosa, como en un útero caliente, que afrontar de nuevo sufrimientos, frío, dolor sin tregua.

Jeno consiguió volver a poner en pie por las buenas y por las malas a la mayoría, pero una treintena se quedaron atrás porque no conseguían caminar siquiera, ni mucho menos sostener el peso de la armadura.

Se resignó.

—Está bien —exclamó—, pero se os dijo que ninguno sería dejado atrás y es mi intención mantener mi palabra. Seguiremos adelante hasta un sitio en que encontremos un refugio y luego enviaré a algunos compañeros capaces de llevaros con nosotros.

Nunca olvidaré la vista de aquellos muchachos desnudos como niños bañándose en el agua transparente, que nos miraban partir con los ojos llenos de una melancolía Jeno murmuró que le parecían los compañeros de Odiseo entre los comedores de loto, pero no sé qué trataba de decir.

Creo que nuestro cansancio también era consecuencia del aire. No había estado nunca tan arriba y tampoco los demás, pero me daba cuenta de que teníamos que respirar mucho más deprisa de lo normal y que cada movimiento me costaba un esfuerzo mayor.

Alcanzamos al fin la vanguardia del ejército y Sofo vino a nuestro encuentro:

—Venid adentro; aquí hay comida y bebida, se duerme caliente en las casas y hay sitio para todos. La gente no es hostil. Jeno se alegró:

—Finalmente una buena noticia. Dame unos caballos o unos mulos, comida, ropas secas y una unidad fresca: lo necesito enseguida.

Continuaba pensando en los muchachos que estaban en su baño humeante. El sol comenzaba a declinar. La noche avanzaba desde septentrión como un velo oscuro que cubría una parte del cielo. Todavía les quedaba una hora de vida, tal vez dos. No más.

Jeno recibió los mulos y los caballos. Dejó las consignas a Euríloco de Lusio y a Licio, luego se puso a la cabeza de un grupo de infantería ligera y de asalto formado por tracios y volvió atrás.

Los jóvenes estaban inmersos en su baño, jugaban, se echaban agua encima, pero fuera hacía más frío a cada instante. La luz se debilitaba, el vapor se adensaba cada vez más y permanecía en torno a algunos arbustos y a dos árboles secos que se erguían como imágenes desesperadas, creando formas admirables en las que los rayos del sol del ocaso proyectaban infinitos matices de color. La luna, aún muy pálida, asomaba del perfil montañoso impasible para observar la escena. Las voces perforaban el vapor, las imágenes se confundían, el eco repercutía sonidos indistintos.

Faltaba poco para la noche.

Faltaba poco para la muerte.

La negra divinidad descendía de los picos helados sin dejar rastro en la nieve inmaculada, hendiendo el viento con el perfil afilado de su desnuda calavera. Enviaba, invisible, filas de saqueadores que caían de las pendientes empuñando las armas de la matanza.

Los jóvenes los veían llegar, pero no reaccionaban: ¿para qué? El final sería rápido y tibio: la tibieza de la sangre se mezclaría con la tibieza del agua, y luego oscuridad y silencio.

Jeno asomó en lo alto de una colina, puso de manos al caballo, que relinchó expulsando vapor por los ollares como un dragón, desenvainó la espada y gritó:

—¡Alalalai!

Y enseguida, detrás de él, aparecieron quinientos guerreros, incursores y soldados de asalto, bien comidos y equipados. Se dispusieron en abanico en todo el arco de la pendiente para cerrar toda vía de escape a los saqueadores. Su carrera levantaba nubes de blanco polvo de nieve. Los guerreros irisados se lanzaron contra los enemigos, contra los que atacaban la retaguardia, los que hostigaban a los dispersos que se habían quedado atrás solos y perdidos, los que se peleaban gritando en la noche para disputarse el botín y las bestias de carga que no conseguían ya levantarse.

Los tracios y la infantería de asalto se abatieron con gran ardor contra los adversarios y les dieron muerte sin posibilidad de salvación, uno tras otro: los ensartaron con las jabalinas, los traspasaron con los puñales, los hicieron pedazos con las largas espadas afiladas.

La blanca extensión se manchó de negro y de rojo, y se hizo un silencio total.

Jeno no tomó parte en el combate, no era necesario. Lo observó inmóvil en la silla de su Halys y sólo cuando hubo terminado incitó al animal con los talones hacia el centro del valle libre de nieve. Desmontó y se acercó a la fuente caliente de la que ahora no llegaba sonido alguno. Atravesó la nube de vapor y apareció ante sus compañeros, que se habían detenido atónitos a observar y a escuchar lo que estaba sucediendo.

Jeno les miró y los contó. No faltaba nadie.

—Salid de ahí, vestíos y revestíos con las armas. A cuatro estadios de aquí hay de todo: alojamientos, comida y bebida y fuego para que os calentéis. ¡Estáis salvados, soldados!

Los jóvenes lo miraron como si fuera una aparición milagrosa; luego salieron del agua sin decir palabra, se pusieron las ropas secas, volvieron a tomar las armas y montaron en las bestias de carga que Jeno había traído consigo.

La muerte tendría que esperar.

Antes de que se hiciera de noche franquearon las puertas de la aldea.

Nadie había visto nunca lugares como aquéllos. Había al menos una decena de grandes aldeas hechas de casas con los muros de piedra y la techumbre de paja, pero debajo de cada casa había otra excavada bajo tierra. En los sótanos se encontraban provisiones de todo tipo, y grandes orzas de cerveza, ligera y espumeante, muy agradable. También había gallinas y ocas, asnos y mulos, grandes depósitos llenos de heno y los habitáculos de los hombres.

Por fin se estaba caliente, allí abajo. Después de muchos sufrimientos, nuestros hombres podían refocilarse y dormir sin alarmas ni gritos salvajes de salteadores. Jeno se puso de nuevo a escribir, anotó con la máxima precisión los acontecimientos de los últimos días y visitó una por una las aldeas tomando apuntes. Los comandantes de las grandes unidades, Cleanor, Timas, Agasias y Jantias, se instalaron en las mejores casas con sus mujeres; yo fui a buscar a Melisa, que se había salvado y estaba de nuevo con Cleanor.

—Ahora eres una verdadera mujer, una persona que puede afrontar cualquier prueba en la vida. Has mostrado valor y pasión.

—Por fuerza —respondió entre risas—; me obligaste a ello.

—Tienes razón, pero creía que era lo justo. Y lo sigo creyendo.

—Me llamaste ramera.

—Lo siento. Estaba fuera de mí.

—No me ha sido posible elegir mi destino, pero tengo sentimientos y siempre los tuve, soy una mujer, igual que tú.

—También eso lo sé.

—No me ofendas nunca más o te sacaré los ojos.

—De acuerdo.

—¿Cuánto falta para la meta?

—Me temo que nadie lo sabe.

—¿Me estás diciendo que nadie sabe adónde nos dirigimos? Jeno debería saberlo, y tú eres su compañera.

—El ejército se orienta con el sol y trata de dirigirse siempre hacia septentrión. Jeno prevé que tendremos que atravesar otra gran cadena montañosa antes de llegar al mar.

—¿Y cuánto nos llevará?

—Dos décadas deberían bastar. Ninguno de nuestros hombres ha atravesado nunca esta región. Y además…

—¿Qué?

—Tengo dudas, temores, sospechas…

—¿De qué tipo?

—Tal vez no son más que sensaciones, pero han sido muchas, demasiadas coincidencias: el engaño a nuestros comandantes, ejércitos que aparecen como por arte de magia para impedirnos el paso, trampas que se desvelan de improviso, como en el río turbulento. La resistencia suicida de los carducos no tenía además ningún sentido… Hay enemigos invisibles de los que es difícil defenderse. Creo que cabe esperarse de todo.

Melisa suspiró e inclinó la cabeza, desanimada.

—No me hagas caso —continué—, como he dicho tal vez veo lo que no existe.

Melisa levantó la cabeza.

—Si fuera a ocurrir algo, permanece cerca de mí, ayúdame, te lo ruego. Eres la única persona de la que me fío.

—Creo que Cleanor te defenderá a cualquier precio. Con él estás a buen recaudo.

—Permanece cerca de mí de todos modos.

La dejé para reunirme con Lystra, que podía dar a luz de un momento a otro, y le pedí ayuda a Jeno para que me consiguiera un cirujano porque no tenía la menor idea de qué hacer.

—Las mujeres paren solas —respondió—. Los cirujanos tienen otras cosas de qué ocuparse.

Me lo esperaba.

Nos quedamos allí durante un tiempo para recuperar las fuerzas y varias veces Sofo cenó con nosotros. Era un hombre fascinante, alto, atlético, de ojos guiñadores, siempre ocurrente: parecía que nada le preocupase. Sólo de vez en cuando tenía momentos casi imperceptibles de ensimismamiento: su mirada se veía ensombrecida por imprevistos pensamientos. Él era un verdadero espartano, un descendiente de aquellos trescientos que ochenta años antes habían parado los pies al Gran Rey en los pasos angostos de las Puertas Ardientes, como las llamaba Jeno.

Los oía discutir, valorar las posibilidades, los itinerarios, las direcciones que tomar.

—Cuando encontremos un lugar conocido por los griegos —dijo en un determinado momento Jeno—, nuestros sufrimientos se habrán terminado. Sabremos adónde dirigirnos y en poco tiempo llegaremos a un punto desde el cual volver a la patria. Siempre hemos ido hacia septentrión sin desviarnos nunca a no ser el mínimo necesario. Al menos eso espero.

Sofo sonrió.

—Conocía a un individuo que había salido borracho de una taberna para volver a casa. Caminó durante toda la noche y a la mañana se encontró en la misma taberna. O allí se servía el mejor vino o había dado vueltas en círculo sin darse cuenta.

Jeno y los otros oficiales presentes se rieron a gusto. Era ya muy intensa la sensación de que la meta no debía de estar lejos. La comida y la cerveza contribuían al optimismo, y los armenios que vivían en los pueblos donde se habían detenido parecían gente tranquila y dispuesta a prestarnos ayuda. Había motivos para pensar que lo peor ya había pasado. Fui de nuevo a ver a Lystra antes de acostarme:

—Ahora saca a este hijo, muchacha, sácalo aquí que hace calor y no nos falta de nada.

Lystra me respondió con una sonrisa cansina.

Volvimos a ponernos en marcha una mañana gris y sin viento. Sofo pidió al jefe de la aldea que nos hiciera de guía, y éste se vio obligado a aceptar. Tenía siete hijos varones: cogieron a uno de ellos para asegurarse de que no nos traicionaría y se lo dieron en custodia a un individuo de Atenas. Pero quizá lo habría hecho de todos modos: tenía en su casa a los Diez Mil, que comían tres veces al día, y había que quitárselos de encima como fuese.

Al cabo de unos días de durísima marcha por la nieve, que nos llegaba hasta la ingle, Sofo perdió la paciencia porque no había visto ni una cabaña ni una aldea y empezó a insultar al jefe, que se defendió con firmeza:

—No hay aldeas en esta región. No puedo daros lo que no hay.

—¡Bastardo! —exclamó Cleanor—. Nos has desviado del camino.

—¡Eso no es cierto!

—¡Confiesa que nos estás desviando del camino!

El hombre reaccionó vociferando más fuerte aún. Entonces Cleanor cogió un bastón y comenzó a darle una tunda. El jefe de la aldea gritaba, trataba de defenderse, pero estaba inerme y los golpes caían con una potencia devastadora. Jeno intervino.

—Déjale, ¿no ves que no sabe nada? Tenemos en nuestro poder a su hijo. Si supiera algo, hablaría.

Cleanor no le hizo ni caso y siguió atizándole hasta que el otro cayó al suelo escupiendo sangre.

—Le has roto las costillas, ¿estás contento ahora? —se encaró con él Jeno, fuera de sí.

—He hecho lo que había que hacer: ¡este bastardo nos toma por necios!

Jeno agachó la cabeza y se marchó. Le oí rezongar para su capote:

—No tiene sentido, no tiene sentido…

Nevó durante toda la noche. A la mañana siguiente el hombre se había ido.

—¿Cómo que se ha ido? —exclamó Jeno apenas le hubieron informado de ello.

Se vistió deprisa y corrió a ver a Sofo.

—¿Qué significa que se ha ido? ¿Dónde estaban los centinelas? ¿Por qué nadie lo ha visto?

—Habrán pensado que, disminuido como estaba, no podía moverse o que no abandonaría a su hijo.

—¿Habrán pensado? ¿Qué significa «habrán pensado»? ¿Dónde están los responsables? ¡Quiero interrogar a los hombres que estaban de guardia esta noche!

Sofo le respondió con cara de pocos amigos:

—Tú no interrogas a nadie, escritor, tú no tienes ninguna autoridad, ningún grado militar en este ejército.

Furibundo, Jeno le dio la espalda: nunca había sido tratado así por su amigo.

—¿Adónde vas?

—¡A donde me parece!

Sofo moderó el tono de voz:

—También yo estoy fuera de mí, pero no puedo castigar a unos hombres que han pasado la noche bajo la nieve y tienen a sus espaldas meses de cansancio inhumano. Saldremos de ésta igualmente.

—Si tú lo dices… —respondió a secas Jeno, y se fue.

No le había visto nunca discutir de aquel modo y también los oficiales se quedaron mal. Jantias lo llamó:

—Espera, ven aquí. Tenemos que hablar.

—Déjalo estar —dijo Timas—. No es el mejor momento. Hablaremos más tarde.

Jeno volvió a la retaguardia sin decir una palabra. Estaba furioso.

Nos pusimos de nuevo en marcha y caminamos todo el día y también el día siguiente bajo la nieve que caía cada vez más copiosamente hasta que, hacia el atardecer, llegamos a orillas de un río. A occidente los nubarrones se abrían dejando algún claro por el que se filtraban los últimos rayos del ocaso, que expandían un reflejo sanguinolento sobre el agua y la nieve.

Un espectáculo irreal, una atmósfera encantada que duró aún unos pocos instantes.

El río era ancho, corría lleno y rápido de izquierda a derecha y por tanto, pensé, hacia oriente. No había manera de cruzarlo, pero al menos no había otros peligros a la vista.

Sofo reunió al estado mayor y convocó también a Jeno, que no quería ir, pero Agasias y Cleanor lo convencieron y consiguieron llevárselo casi a la fuerza.

—¿Qué hacemos? —preguntó Sofo con cara sombría.

—Un puente —respondió Jantias—. En esas colinas hay árboles.

—¿Un puente? —repuso Timas—. Puede hacerse. Plantaremos dos palos juntos, los ataremos entre sí, prepararemos una pasarela y avanzaremos con otros palos hasta que hayamos llegado al otro lado.

—Movámonos —dijo Cleanor—. Yo creo que, si conseguimos pasar al otro lado, lo demás es cosa hecha: detrás de esa cadena montañosa que tenemos enfrente deberíamos ver el mar.

—U otra cadena montañosa —lo desengañó Agasias—. La montaña engaña, ¿acaso no te has dado cuenta?

—Yo te digo que está el mar —replicó Cleanor.

—Es inútil discutir si está o no el mar —comentó Agasias. Jeno callaba. Miraba fijamente la corriente y trataba de comprender.

—Deberíamos descubrir qué río es éste —dijo—. Y por desgracia nuestro guía se ha largado.

—¿Quieres acabar con esta historia del guía? —espetó Sofo—. ¡Ya se ha ido, basta ya!

—Tratemos de mantener la calma —medió Timas para poner paz.

Jeno prosiguió:

—Éste es un río grande, importante, seguramente tiene un nombre que quizá también nosotros conocemos. Si conseguimos descubrirlo, tal vez podría calcular con cierta precisión dónde estamos y establecer la dirección que nos conviene tomar. En nuestra situación, evitar largas desviaciones o emplear tiempo y energías en la construcción de un puente puede ser decisivo.

Agasias se cogió la cabeza entre las manos como si tratara de dar con una idea.

—Haría falta alguien de estos lugares que hablara también nuestra lengua. No me parece que se vea a nadie por ahí.

—Entonces haremos el puente —concluyó insistente Jantias.

—Un momento —lo interrumpió Sofo—. ¡Mirad allí! Justo en ese momento pasaba un hombre por la orilla del río con un perro y un cuévano de leña a la espalda.

—¡Corramos antes de que escape! —gritó Agasias y, tras dejar en el suelo la lanza y el escudo, echó a correr como una centella en dirección al hombre aparecido como por ensalmo.

Los otros fueron detrás de él y Jeno consiguió superar a Agasias corriendo por donde la nieve era menos alta.

El hombre con el cuévano se detuvo a mirar, más lleno de curiosidad que asustado, al grupo de extranjeros que se precipitaban hacia él saltando como locos en medio de los montones de nieve. El perro se puso a ladrar alarmado, pero no se movió.

Jeno fue el primero en llegar, jadeante.

—¿Qué río es éste? —preguntó con un suspiro.

El perro ladró de nuevo. El hombre meneó la cabeza. No comprendía.

—¡El nombre de este río! —gritó Timas apenas llegar. Agasias comenzó a hacer gestos para representar la corriente que pasaba por entre las orillas:

—El río, ¿entiendes? ¿Cómo se llama este condenado río?

—No comprende, ¿no ves que no entiende? —dijo Jantias. El hombre se sacudió, pareció entender lo que le preguntaban. Dijo:

Hirvan? Hirvan kistea? PasePase.

Pase… —repitió Jeno—. Pase… Éste es el nombre. Pase… ¡sí, claro! ¡Claro! ¡Es el Fasis! ¡Este río es el Fasis! ¡Sé dónde estamos! A partir de ahora ya no nos perderemos. Nada de puentes, sólo tenemos que seguirlo y nos llevará al mar y a una hermosísima ciudad. ¡Lo hemos conseguido, muchachos, lo hemos conseguido!

Todos se pusieron a gritar de entusiasmo, a tirarse puñados de nieve como niños.

Sólo yo no conseguía entender.

No entendía por qué el agua iba hacia oriente, hacia el corazón del Imperio persa, de la parte opuesta al mar.