XXI

Me sentía mal por ellos.

Habían sido unos inconscientes, unos estúpidos. Habían quemado las casas de una pobre gente que no les había hecho ningún mal, pero ¿acaso no es normal que entre diez mil hombres haya una veintena de necios?

En el fondo, no habían matado a nadie. Había sido una bravata que se exponían a pagar con su vida.

—Si se quedan al sereno, morirán —dijo Jeno.

—¿Por qué?

—Porque, aunque no mueran, los matarán los enemigos al advertir que han salido fuera de la línea de vigilancia de los centinelas.

—Pero ¿por qué habrían de morir al sereno?

—Porque el calor huye hacia arriba: si hay nubes, lo retienen. Es como tener un techo sobre la cabeza.

—¿La orden de Sofo vale para todos?

—También para ti.

—Pero yo no soy soldado.

—Eso no cambia nada. Las órdenes de Quirísofo valen para todos. Él es el comandante supremo, y además se lo merecen. Deben sentir en su propia carne lo que significa no tener un techo en una tierra como ésta, en esta estación y de noche.

Traté de pensar en la manera de llevar fuera unas mantas, pero Jeno me exhortó a no hacerlo. Entonces me instalé cerca de la ventana y de vez en cuando miraba el cielo: se veía avanzar unas nubes desde occidente, pero aún estaban lejos. Si no llegaban a tiempo para cubrir el cielo, aquellos muchachos morirían.

Jeno me contó una historia, una de esas que se representaban en sus teatros, la historia de una muchacha como yo que había desobedecido las órdenes del rey de su ciudad por piedad hacia dos muchachos: sus hermanos.

—Un rey de una antigua ciudad de mi tierra llamada Tebas, antes de partir, había dejado el reino a sus dos hijos con un pacto jurado por ambos: reinarían alternativamente un año cada uno. Pasado el primer año, el que ocupaba el cargo dejaría la ciudad y volvería el otro para reinar. Por desgracia la codicia de poder se impuso y cuando Polinices, que así se llamaba el segundo, se presentó para reinar, el otro, Eteocles, se negó a abandonar la ciudad. Entonces Polinices estrechó una alianza con siete reyes y puso cerco a Tebas.

»Los guerreros de ambos bandos combatieron furiosamente movidos por un odio cada vez más despiadado. Al final los dos hermanos decidieron enfrentarse entre sí a duelo, pero del enfrentamiento a muerte que siguió ninguno de los dos salió vencedor. Ambos murieron a causa de las heridas sufridas.

»El sucesor, llamado Creonte, dio orden de que los cuerpos fueran dejados insepultos como admonición para todo aquel que infringiera las leyes de los lazos de sangre y de la confianza en los juramentos prestados.

»Los dos jóvenes tenían una hermana llamada Antígona, comprometida con el hijo de Creonte. Indiferente a la voluntad del soberano, que había amenazado con la pena de muerte a quien infringiera su decreto, Antígona dio sepultura según los ritos a sus hermanos echando sobre sus cuerpos un puñado de polvo. Sorprendida por la guardia, fue detenida y sometida a juicio. Antígona proclamó su inocencia porque había una ley más elevada que la de los reyes y de las ciudades: la ley del corazón, el derecho natural que impone la piedad para los muertos, cualquiera que sea el crimen con el que se hayan manchado las manos; la obligación moral de conceder las exequias a los parientes, la ley del alma y de la conciencia, superior a cualquier otra establecida por el hombre.

Mientras Jeno me contaba la historia de Antígona se me había pasado el tiempo sin casi darme cuenta, y cuando volví los ojos hacia la ventana vi caer los copos de nieve, el cielo blanco, la tierra inmaculada de la que había sido borrada toda huella del paso del hombre. La visión mágica que hechizaba mi mirada, tan lejana del polvo de Beth Qada, las maravillosas laderas blancas, millones de mariposas de hielo que se perseguían como en una danza de amor antes de posarse en el suelo y desaparecer en el manto de espuma ligera, no me hicieron olvidar que la naturaleza es siempre cruel, y que lo que a mí me parecía maravilloso, mientras estaba rodeada por la tibieza del fuego, para otros era letal.

—¿Cómo acabó la historia? —pregunté como despertándome de un sueño.

—Mal —respondió Jeno—, con una serie de muertos. Por eso procura que no te vengan extraños pensamientos. Ahora duerme. Yo iré a dar una vuelta para inspeccionar los cuerpos de guardia.

Pero yo había tomado ya mi decisión y la historia de Jeno me había convencido más aún —¿por qué me la había contado?—: llevaría unas pieles de oveja y de cabra a los estúpidos jóvenes que yacían fuera en el frío y bajo la nieve protegidos únicamente por sus mantos. Pero cuando me disponía a salir la trompeta desgarró el aire detenido con un largo sonido de alarma. Dejé caer las pieles y salí. En los montes que teníamos a nuestro alrededor brillaban fuegos en la oscuridad, grandes hogueras, hojas de fuego que irradiaban una roja aureola trémula a través del remolinear de la nieve.

Los guerreros salieron de las viviendas en las que estaban alojados, armados y revestidos con sus mantos. Sofo y sus comandantes se dirigieron a los soldados:

—Es demasiado peligroso dormir separados en pequeños grupos. Podrían sorprendernos durmiendo al amparo de la noche y del silencio y masacramos. ¡Pasaremos la noche todos juntos, armados y listos para el combate, en el centro de la aldea principal! Cualquiera que sea encontrado oculto dentro de una casa será expulsado fuera del campamento con un manto y un puñal nada más.

Y así fue. Los hombres esparcieron la paja de los heniles por el suelo y se tumbaron unos cerca de otros. Sólo las muchachas permanecieron en las casas. También yo me quedé con Lystra, a la que había instalado en un establo donde el calor de los animales la protegería del helor.

Nevó durante toda la noche y, a la mañana siguiente, se había acumulado sobre la tierra una espesa capa blanca: también sobre nuestros hombres. Estaban entumecidos y ateridos, pero el heno, la paja y los mantos de burda lana los habían protegido suficientemente.

Los veinte compañeros que habían sido expulsados fuera del círculo de los centinelas habían desaparecido. Aquellos locos debían de haberse alejado para buscar un refugio y tal vez habían sido masacrados.

—Peor para ellos —dijo Jeno—, que se lo hubieran pensado antes.

Pero no había terminado de decirlo cuando el manto de nieve se alzó en varios puntos y aparecieron los veinte guerreros como espectros del Averno.

—¡Mira a esos bastardos! —exclamó Jeno al ver aquello.

Habían sobrevivido cubriendo los escudos con los mantos, apuntalando los escudos con ramas secas y obteniendo así unas minúsculas pero eficaces protecciones capaces de retener su calor. Acurrucados allí debajo, se habían protegido del frío durante toda la noche.

Jeno no pudo contener una carcajada y también los demás rompieron a reír al ver a sus compañeros regresar incólumes a sus secciones.

Pero ahora había que sacar a los soldados de su entumecimiento antes de un posible ataque.

Jeno dio ejemplo. Se levantó, cogió un hacha y se puso a cortar leña con el torso desnudo. Entretanto era ya pleno día: el aire era frío pero dejaba pasar los rayos del sol, que comenzaban a calentar. De las techumbres de las casas pendían puñales de hielo de los que comenzó a gotear agua a medida que el sol calentaba más. Al ver lo que hacía Jeno, también los otros se pusieron manos a la obra, y en poco rato el campamento se animó con una frenética actividad. Se encontró grasa animal y también un ungüento extraído de una planta que crece por aquellos parajes. La pusieron al fuego y la disolvieron, tras lo cual se llamó a las muchachas para que ungieran y masajearan el torso y la espalda de nuestros soldados ateridos para devolverles su energía. No fue demasiado difícil: tenían veinte años.

Se preparó la colación y los hombres recuperaron las fuerzas. Se envió a un grupo de exploradores a los montes en una misión de reconocimiento y éste volvió hacia mediodía con un prisionero que sabía muchas cosas. Tiríbazo preparaba una emboscada en un paso obligado.

Volvía a empezar todo de nuevo: una batalla en cada desfiladero, una emboscada en cada angostura. Había una maldición que pendía sobre nuestra cabeza, una suerte que nos golpearía inexorablemente. Pero los Diez Mil no parecían preocuparse por ello: apenas les fue comunicado, los soldados no vacilaron ni un instante. Terminada la colación, se armaron y se pusieron en marcha.

El cielo empezaba de nuevo a cubrirse, cosa que no me desagradaba: el reflejo del sol sobre la nieve era peor que el del desierto. Un fulgor insoportable que me hacía fruncir los párpados hasta reducirlos a unas hendiduras.

La visión del ejército moviéndose en el paisaje nevado era algo impresionante: una larga serpiente oscura que se desanudaba lentamente a través de la blancura inmaculada de la nieve. Me pregunté cómo era posible reconocer el camino cuando los senderos y los pasos eran indistinguibles, pero en este caso el itinerario era obligado y llevaba hacia una línea de montañas transversal a nuestro camino y coronada por una cima más imponente que las demás. Al cabo de unas horas de marcha un destacamento de infantería ligera se separó del resto del ejército y tomó directo hacia el desfiladero de las montañas por un atajo indicado por el prisionero. Quería ocuparlo antes de que Tiríbazo apostase allí a sus tropas.

Detrás de la infantería ligera Sofo envió también a un contingente de infantería pesada: los mantos rojos con sus pesadísimos escudos. Los primeros servían para llegar al desfiladero, los otros para defenderlo en caso de un contraataque del enemigo.

Antes del atardecer, los nuestros ocuparon el desfiladero y expulsaron a los armenios y a los demás mercenarios que habían sido enviados allí, y se apoderaron del campamento de Tiríbazo, lleno de todo tipo de riquezas. Si lo que quería el sátrapa de Armenia era causar buena impresión a los ojos de su rey con esa acción, mal le había ido. Ahora debía dejar de preocuparme. Los sombríos pensamientos que tenía por la mañana se habían disipado antes de la puesta del sol: no parecía existir obstáculo que los nuestros no consiguieran superar sin problemas.

Las bajas habían sido hasta aquel momento limitadas. Tres o cuatro hombres en total, incluidos los heridos que habían muerto a continuación. Comenzaba a razonar como un soldado y me sentí mal. Trescientos o cuatrocientos hombres caídos en combate eran en cambio muchos, pero aunque hubieran sido cien o cincuenta o incluso solamente uno, serían demasiados. Un joven de veinte años que muere es un desastre irremediable. Para él, para sus padres que lo han traído al mundo, para la mujer que lo quiere, si tiene una: a todos les ha sido arrebatado y no lo tendrán nunca más. Y por el hecho de que desde que el mundo es mundo no ha nacido nunca ni nacerá nunca alguien como él hasta la consumación de los tiempos.

También vi el Éufrates, pequeño igual que el Tigris, y me pareció algo sagrado porque era el padre y el dios de nuestra tierra. Sin él todo habría sido árido y dominio indiscutible del desierto. Lo atravesamos con el agua algo por debajo de la cintura y todavía recuerdo el intenso frío que durante un instante me hizo perder la sensibilidad de las piernas.

La nieve era cada vez más copiosa a medida que avanzábamos y los guerreros, cuando se paraban en las aldeas, se procuraban tela para fajarse las piernas, habitualmente desnudas, y los pies, pero aun así el frío era punzante. Mientras caminábamos, las cosas iban bastante bien, pero cuando se detenían se ponían lívidos a causa del frío.

Avanzamos así durante varios días, siempre subiendo, pasando por pendientes de montañas altísimas, de roca viva, blancas contra el cielo azul o gris contra el cielo nuboso. El aire cortaba la cara como un cuchillo.

Me di cuenta de que Lystra no podía más: caminar por la nieve alta le costaba un esfuerzo tremendo y su gravidez estaba cada vez más avanzada. Ya era sólo cuestión de tiempo que la perdiéramos. Un día, mientras trataba de ayudarla a levantarse, divisé a los dos mulos con la litera que había visto al afrontar las primeras montañas del país de los carducos. Dejé a la muchacha y, corriendo lo más deprisa posible, paré al mulo de cabeza.

El criado que conducía la reata alzó las bridas para golpearme, pero yo evité el azote.

—¡Quítate de en medio! —gritó—. ¿Acaso quieres hacer parar a toda la columna?

—No, no pienso quitarme de en medio. Tengo que hablar con la mujer que va ahí dentro.

—No hay nadie ahí dentro, sólo vituallas.

—¿Ah, sí? Pues, entonces, déjame hablar igualmente.

Se había producido una aglomeración. Con el rabillo del ojo observé a Cleanor que miraba atrás, hacia nosotros, con una expresión de inquietud que venía a confirmar mis sospechas. Grité:

—Melisa, sal de aquí. ¡Sé que estás ahí! ¡Sal, te he dicho! Al final Melisa se dejó ver desplazando el paño que la mantenía oculta.

—Abira…, hace mucho tiempo que no nos vemos.

Mientras tanto los soldados se habían desviado ligeramente de su camino para sortearnos, de modo que no había ya motivo para apresurarnos.

—Hace mucho tiempo que te escondes —respondí—. No he parado de buscarte.

—Bien, ahora me has encontrado. Nos vemos esta noche a la hora de la cena y hablamos, ¿te parece bien?

—No, tenemos que hacerlo ahora mismo. ¿Ves a esa muchacha, la de la tripa? Pues no puede más; dentro de poco se dejará caer en la nieve y morirá, y con ella su hijo. No la he traído hasta aquí, alimentado y socorrido para verla morir.

—¿Y entonces?

—Entonces tómala contigo.

—No hay sitio, lo siento.

—En ese caso, baja tú.

—¿Estás loca? Ni pensarlo.

—Yo fui hasta el campamento persa por ti, porque no podías quedarte sin noticias de Menón. Arriesgué mi vida, ¿y tú no eres capaz de hacer esto por mí? Estás bien, tienes quien cuida de ti. Sólo has de caminar a pie un poco, dejar que descanse y se caliente, luego caminará durante un buen trecho. Para ti es un sacrificio soportable, para ella supone salvar su vida, mejor dicho, dos vidas.

Melisa era inconmovible. Simplemente no podía concebir renunciar a sus comodidades, y su situación presente le parecía incluso demasiado incómoda para aceptar una peor.

—Te he dicho que te bajes.

Melisa meneó la cabeza.

Lystra se acercó:

—Por favor…, déjalo estar, ya me las arreglaré.

—Tú, ¡chitón!

Melisa corrió la cortinilla. La negociación se había terminado. Aquel gesto hizo que me subiera la sangre a la cabeza:

—¡Abre la cortinilla, melindrosa, ramera! ¡Bájate inmediatamente!

Arranqué con la mano la cortinilla, la cogí de un brazo y tiré de ella con todas mis fuerzas.

—¡Déjame! —gritaba—. ¡Déjame ya! ¡Cleanor! ¡Cleanor, auxilio!

Por suerte Cleanor tenía otras cosas que hacer: dos mulos cargados de víveres habían doblado las rodillas más adelante y estaba tratando con sus hombres de ponerlos de nuevo en pie.

La tironeé con violencia y la hice caer en la nieve. Ella se puso a chillar más fuerte aún, pero los soldados reían divertidos y nadie pensaba en entrometerse en una pelea de mujeres. Me agarró de un pie tratando de hacerme caer, pero yo le asesté un puñetazo en pleno rostro tan fuerte que la dejé tendida en el suelo. Y mientras ella chillaba y lloriqueaba, yo ayudé a la muchacha a subir. El mulero miraba desconcertado sin saber qué hacer.

—¡Y tú qué miras, imbécil! —grité decidida—. ¡Mueve el culo, maldita sea, vamos, muévete!

No sé cómo ni por qué me obedeció. Mi manera de imprecar como un soldado debió de ser tan colérica que no provocó la menor oposición. La caravana se puso en marcha y yo detrás de ellos. Melisa, viendo que nadie le prestaba atención, se puso en pie y empezó a caminar.

—Espérame —lloriqueaba—, espérame.

No le hice caso. Y tampoco me volví a continuación cuando gimió:

—Tengo frío, se me hielan las piernas, estoy mal, no me sostengo de pie… ¡auxilio, que alguien me ayude!

Al final se resignó, dejó de llorar y de quejarse y cuando nos detuvimos para hacer un alto me cuidé también de ella: puse nieve en una venda y se la apliqué en el ojo magullado e hinchado.

—Doy asco, ya no me querrá nadie.

—Tonterías, estás guapísima y con la nieve se te deshinchará enseguida. Se lo vi hacer a uno de los cirujanos. Además aprenderás a arreglártelas sola, y no te vendrá mal: no hemos salido aún de este lío.

—Me has hecho daño.

—También tú me lo has hecho. Estamos en paz.

Se secó los ojos con el dorso de la manga y me enternecí.

—Mira a esa pobre —dije señalando a Lystra—. Podría dar a luz de un momento a otro; imagínate que estuvieras tú en su lugar. Trata de resistir hasta la noche. Luego descansarás.

Y así seguimos adelante, sin descanso, sin reposo. Mientras el cielo se volvía cada vez más fosco comenzó a soplar un viento fuerte y frío que atería los miembros y hacía agrietarse los labios. Avanzamos así durante días: de vez en cuando Lystra pedía bajar para dejar subir a Melisa, pero a ésta le incomodaba aceptar y las más de las veces se negaba. Se estaba convirtiendo en una mujer fuerte y digna de respeto. Y también las otras muchachas se mostraban a la altura: no se quejaban, no pedían ayuda, y si alguna caía o se sentía mal las otras la socorrían. Por la noche, con aguja e hilo, tratábamos de confeccionar calzado para afrontar mejor la nieve, remendar los rotos de sus ropas y de las de sus compañeros. El frío seguía siendo punzante, la posibilidad de aprovisionarse, cada vez más escasa, las discusiones más frecuentes, sobre todo entre los hombres.

Ahora se combatía a un enemigo distinto y realmente implacable, un enemigo sin rostro pero con voz, la voz silbante del viento y de la ventisca: el invierno.

Continuamos subiendo: rebasamos el primero de los tres grandes picos que había visto relucir como diamantes desde la colina del otro lado del vado del río turbulento. Su aspecto era de lo más imponente que hubiera visto nunca en mi vida. Por sus laderas descendían anchas franjas de roca negra que parecían ríos petrificados.

Emergían de la nieve, parecidos a dorsos de monstruos dormidos, y llegaban hasta el sendero que recorríamos. Incrustadas en la roca había piedras negras, facetadas y esplendentes como gemas, más grandes que un puño, perfectas, magníficas.

—Es un volcán dormido —me dijo Jeno—. Cuando se despierta vomita ríos de roca incandescente que corren a lo largo de sus laderas y luego se agruman y solidifican convirtiéndose en lo que ves ahora.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo dijo un amigo que estuvo en Sicilia y vio la cólera espantosa del Etna.

—¿Qué es Sicilia?

—Una isla que está a occidente y que tiene un volcán gigantesco que vomita humo, llamas y roca fundida que se solidifica precisamente como ésta. Algún día iré; quiero verla personalmente.

—¿Y me llevarás también a mí?

—Sí —respondió—. Te llevaré también a ti. Ya no nos separaremos.

Me asomaron las lágrimas a los ojos al oír aquellas palabras y el viento casi las heló en mis mejillas. Jeno era un joven maravilloso y había hecho bien en fiarme de él, en seguirlo en esa aventura. Aunque estuviera muerta, aunque al final nuestro viaje terminara en la desolada extensión helada que estábamos atravesando, no lo lamentaría.

En cada parada las dificultades crecían. Ya no era cuestión de incomodidades que soportar, sino de vida o de muerte: quien encontraba un alojamiento o un fuego encendido vivía, quien no lo encontraba moría. Al cabo de algunos días de marcha se puso a nevar de nuevo y esta vez no fue nada bonito ni agradable: no se trataba de los grandes copos blancos que había visto danzar, al calor del hogar, en el cielo oscuro en las aldeas de las fogatas, eran las agujas de hielo que el viento nos estampaba en la cara con furia insoportable. Nada podía detener la tormenta: el aire helado penetraba cualquier defensa, traspasaba los miembros como un puñal, enrigidecía los movimientos, cegaba la vista, hacía chasquear las ropas y los mantos que en vano tratábamos de ceñirnos encima.

El silbido del viento se volvía ensordecedor, hería los oídos como un aullido continuo, inhumano; se movía uno en una atmósfera nebulosa en la que todo era incierto, donde cada figura era un fantasma, una larva apenas distinguible en el remolinear de la nevisca. El cansancio y el frío doblegaban a cada paso la voluntad de resistir, se transformaban en mortal postración contra la que era casi imposible reaccionar. Los animales estaban sometidos a las mismas pruebas durísimas. Algunos, exhaustos y cargados hasta lo increíble, acababan por ceder y se hundían de golpe en la nieve. Nadie trataba de liberar las cargas, de recuperarlas, porque nadie tenía una gota de energía más que la que le permitía dar un paso después de otro.

Llegaron los lobos y desgarraron a mulos y caballos aún vivos. Los relinchos de dolor y de terror de los animales resonaban en el valle de abajo y se apagaban enseguida en el torbellino lechoso.

Hacia el atardecer, la tormenta parecía aplacarse, pero las mismas presencias amenazaban, espantosas e inquietantes. Largo y lastimero, el aullido de los lobos resonaba desde las montañas y los bosques doblados bajo el peso de la nieve. A veces, en la noche, podíamos ver los ojos rojos brillar en la oscuridad con el reflejo de nuestros fuegos. Varias veces el gañido desesperado y enseguida apagado de los perros que nos seguían nos hacía comprender que habían caído víctimas de un hambre más poderosa y terrible que la suya.

El heroísmo de Melisa me dejaba estupefacta: ella, bellísima, irresistible, la muchacha ya mítica por haber corrido desnuda desde la tienda de Ciro hasta el campamento de Clearco, ella, a la que todos los soldados hubieran querido poseer al precio que fuese, incluso al de la propia vida, avanzaba con la nieve hasta las rodillas con increíble resistencia dejando a Lystra, una pequeña prostituta de ínfimo orden, el único lugar protegido de la larga columna de guerreros y de mujeres en marcha.

Ya no había espacio para el amor. Allí donde la oscuridad nos sorprendía buscábamos un refugio para acomodarnos y robar a la noche unas horas de sueño. Los turnos de guardia eran cada vez más breves, porque resistir a la mordedura del frío intenso era casi imposible y no era raro que quien fuera a hacer el cambio de guardia se encontrara a sus compañeros fríos y rígidos, momias de hielo adosadas a un árbol con los ojos desorbitados y vidriosos.

Una noche llegamos a una explanada casi llana protegida a septentrión por unas peñas bastante elevadas que detenían la nieve; alrededor había decenas de troncos medio carbonizados, quizás a causa de un incendio estival. Algunos soldados se pusieron a talarlos con las hachas, otros a amontonar la ramiza, y luego, los que custodiaban el bien más preciado, las brasas bajo las cenizas en orzas de barro, encendieron los fuegos. Enseguida todos se reunieron en torno a ellos, después se encendieron otros y luego otros más, pero los últimos de la columna llegaron tarde, cuando había casi oscurecido y la madera disponible poco menos que se había agotado, y no consiguieron encontrar un sitio lo bastante próximo para calentarse. Estallaron peleas, trifulcas, algunos echaron mano a las armas, otros se dedicaron a actividades más vergonzosas: ceder un sitio al lado del fuego previo pago. Pedían a cambio grano, vino, aceite, mantas, calzado, cualquier cosa que pudiera garantizar la supervivencia durante unos días, unas horas, cualquier cosa.

Comprendí que nuestros soldados se estaban rindiendo al más temible de los enemigos: el egoísmo. Cleanor de Arcadia, el toro, vio la escena, oyó a uno de los suyos que se negaba a ceder su sitio a un compañero que no tenía nada que darle a cambio. Se arrojó sobre el soldado convertido en despiadado mercader, lo aferró por los hombros y lo empujó contra el fuego que ardía:

—¿Quieres estar caliente? ¿Te gusta el calor, bastardo? ¡Pues ya te daré yo ese gusto, hijo de perra!

El otro trató de reaccionar, pero nada podía parar la fuerza de Cleanor que lo empujaba cada vez más, hasta que se prendió fuego su manto. En aquel momento el comandante lo dejó y el otro se fue corriendo entre gritos, ardiendo como una antorcha. Se arrojó al suelo y rodó sobre la nieve; salvó su vida, pero llevaría siempre las cicatrices de su vergüenza.

Entre los últimos en llegar estaba Jeno.

Siempre.

Su sitio se encontraba entre los últimos para recoger a quien se caía, para alentar a los guerreros extenuados, para mantener con el ejemplo la disciplina, infatigable. Tenía consigo a Licio de Siracusa, a Aristónimo y a Euríloco, incursores temerarios y arrojados, dotados de una fuerza formidable y de un ánimo indomable. Pero a veces no bastaba con su empeño. No bastaba con volver a levantar a los caídos, sacudirlos, abofetearlos o emprenderla a puñetazos con ellos, gritándoles:

—¡Arriba, gusarapo, inútil cobarde, bastardo hijo de perra!

No bastaba ya. Uno de los cirujanos dijo que lo que comían no les proporcionaba las fuerzas suficientes para soportar el frío, el viento, el cansancio. Tenían que comer más o morirían. Y Jeno espoleó a su caballo a lo largo de la fila de las bestias de carga, buscó por todas partes hasta encontrar comida y se la dio a sus muchachos agotados.

Alguno se volvió a levantar.

Otros se desplomaron ya sin vida.

Un blanco sudario los cubrió; sus últimas palabras se desvanecieron en el silbido de la tormenta.