XX

Fue una fiesta memorable: en el campamento de los armenios había víveres, mantas, tiendas, bestias de carga, armas y una gran cantidad de objetos preciosos: copas, alfombras, platos de plata, hasta una bañera. Jeno cogió una tela para mí: muy bonita, como no había visto nunca en mi vida, amarilla con hilos de oro en el borde. Y también encontró un espejo para que me mirase mientras me la ponía encima. Era una lámina de bronce pulimentada que reflejaba las imágenes, un poco como cuando uno se descubre en el agua de un estanque o de un pozo.

Se preparó un banquete suntuoso en el que participaron muchas de las muchachas. También ellas se habían acicalado y estaban increíblemente atractivas. A una mujer joven le basta con poco para aparecer bella y deseable. Alguna hasta se había pintado con bistre los ojos y con minio los labios. Las miraba abrazar y besar a los jóvenes guerreros, pasar de uno a otro dando a cada uno todo el calor y la excitación de que eran capaces. Eran las amantes y las esposas de aquellos muchachos y se veía que, al no tener la posibilidad de amar a uno solo como quizás habrían deseado, los amaban a todos lo mejor posible. Me había dado cuenta de ello al verlas incitarles a combatir y a vencer, apoyándolos con sus gritos, con las aclamaciones, con las obscenidades.

Los cinco comandantes se presentaron con sus mejores trajes y con otros adornos tomados del campamento armenio; tenían un aspecto impresionante. Timas era el más joven de todos, aparentaba poco más de veinte años, era esbelto y seco, con unos dientes muy blancos, ojos oscuros y expresivos, y se había batido con energía inagotable. Había sido él quien había comandado el último asalto contra los carducos. Era él la punta del cuño que había penetrado a fondo en su formación rompiéndola en dos y luego arrollando una y otra ala.

También vi a Agasias de Estinfalia con dos muchachas, una a cada lado, y a Jantias de Acaia, con su melena suelta como la crin de un león, que tenía a otra sobre sus rodillas, medio desnuda aunque comenzara a hacer fresco. El vino ayudaba. Y por último, a Cleanor de Arcadia. Melisa debía de estar con él, pero no la vi. Me lo esperaba: ella no era de las que comparten con nadie. En esto era muy hábil: se hacía indispensable e irrenunciable para un hombre y lo volvía esclavo de su belleza y de sus artes, a tal punto que podía hacer con él lo que quisiera. Quizá sólo Menón de Tesalia había hecho lo que él quería y por eso había dejado en ella su recuerdo y, tal vez también, algún sentimiento.

Sofo se divertía, pero parecía lúcido; bebía con moderación y no andaba con las muchachas. Se controlaba y mantenía siempre la mano apoyada en la empuñadura de la espada.

Sólo faltaba Jeno. Alguien debía vigilar mientras los otros se entregaban a la diversión olvidando que habían estado cerca de la muerte. Había dispuesto un doble cordón de centinelas y un cambio, porque los demás habrían sido probablemente inutilizables por el vino y la orgía, y él en persona pasaba de un cuerpo de guardia a otro, completamente armado, para controlar que todo estuviera en orden, que cada uno cumpliese con su deber.

Lo vi sentado en lo alto de una colina escrutando el paisaje. Hacía una bonita noche y la luna casi llena se alzaba desde las crestas de los montes e iluminaba pequeñas nubes blancas raudas, estriándolas de una luz perlina. Me acerqué caminando tranquila a lo largo de la pendiente.

—Bonita velada, ¿no? Y tampoco es muy fría.

—Si sigue despejado, esta noche lo será. Tendrás que taparte bien.

—Gran victoria, cuando todo parecía ya perdido.

—Ya. He ofrendado un sacrificio a los dioses para darles las gracias. Creo que esto ha sido un prodigio.

—¿Crees de veras en los dioses?

—Mi maestro de Atenas sí que creía en ellos, aunque a su manera.

La luna se liberó en ese momento del velo efímero de una nube e iluminó casi como si fuera de día el valle que se extendía delante: un territorio llano con otro río bastante ancho que lo atravesaba oblicuamente de un lado a otro. Hasta donde alcanzaba la vista no se veía ni un alma, ni un poblado, ni una cabaña ni una tienda.

—No vive nadie en estos lugares. Es extraño, son buenas tierras para el pasto.

—Temen a los carducos —respondió Jeno—; tal vez éstos hacen incursiones más allá del río.

—Así pues, son enemigos.

—Sin duda.

—Pero ayer los armenios aparecieron exactamente en el lugar y en el momento en que podíamos ser machacados entre dos ataques concéntricos. Como si se hubieran puesto de acuerdo.

—No vuelvas a empezar con estas sospechas. Eso no es posible. Estos dos pueblos se odian.

—Entonces alguien podría haberlos coordinado. ¿Cómo sabían los armenios cuándo llegaríamos al vado para pasar?

—Pura casualidad.

—¿Y el tiempo? Ahora me he acostumbrado a observar: veo perfectamente cuánto se requiere por la mañana para movilizar al ejército, cuánto para comer, para vestirse, para gobernar los animales, para revestirse con la armadura, para ocupar el puesto en las filas. El ejército de los armenios era más grande que el nuestro; ¿desde cuándo sabían que estaríamos aquí precisamente ayer? ¿Cómo consiguieron llegar en el momento justo con tanta precisión?

Jeno miraba pensativo el río rebrillar delante de sí en el valle:

—Esta tierra es increíblemente rica en agua; ése es el Tigris y nosotros remontaremos su corriente hasta sus fuentes.

—No quieres responder a mi pregunta.

—Quirísofo es espartano, yo, ateniense. Nuestras ciudades han luchado durante treinta años en un conflicto sangriento y devastador, la juventud más fuerte y floreciente ha visto segada su vida, campos quemados, ciudades saqueadas, naves que han acabado en el fondo del mar con sus tripulaciones; venganzas, represalias, violaciones, torturas…

—Sé lo que es la guerra.

—Y sin embargo nosotros dos somos amigos, nos cubrimos las espaldas el uno al otro, combatimos por la misma causa con el mismo ahínco y pasión.

—¿Y cuál es la causa?

—Salvar a este ejército, salvar a los Diez Mil. Ellos son la patria común, cada uno de nosotros es el sujeto y el objeto del combate, del valor, del coraje. ¿Comprendes?

—Comprendo, pero de todos modos no consigo sentir la misma confianza que tú.

—Esta tierra forma parte del Imperio persa: ¿te asombra que traten de aniquilarnos? Los armenios estaban comandados por oficiales persas y obedecían a un sátrapa. Su nombre es Tiríbazo. No nos darán tregua, pero estamos preparados.

—Lo sé. Aunque no sea más que una muchacha ignorante, recuerda que las mujeres ven y sienten lo que los hombres no ven ni sienten. Cuando ya no haya enemigos capaces de hacernos frente, surgirán de nuevo de donde no te lo esperarías nunca.

—¿Qué significa eso?

—Nada. Pero ese día acuérdate de lo que te digo.

Permanecí a su lado contemplando la luna que ascendía en el cielo, escuchando los gritos y la algazara provenientes del campamento, los chillidos de alegría de las muchachas, las llamadas de los centinelas que repercutían de una colina a otra, los nombres de los compañeros que llamaban a sus compañeros para mantener lejos la oscuridad, para que las presencias lóbregas e invisibles de la noche supieran que el sueño no vencería su obstinación.

Al final los ruidos de la fiesta se atenuaron, para apagarse luego del todo. Cuando se hizo el silencio la trompeta sonó solitaria y el segundo turno de guardia subió a hacer el cambio.

Jeno me llevó dentro de la tienda y me amó con pasión, pero en completo silencio. Ni una palabra, ni un suspiro. Oía resonar mis palabras como una lúgubre profecía y no tenía otras que oponer, ni siquiera palabras de amor.

Más tarde lo vi levantarse y, con vino en una copa de plata, acercarse a la orilla del río que habíamos dejado a nuestras espaldas.

Libó en honor a la divinidad turbulenta porque aquel día había derramado sangre contaminando las aguas purísimas.

El río impetuoso como un toro salvaje se llamaba Centrites, y al día siguiente lo dejamos a nuestras espaldas y comenzamos a recorrer la meseta que subía y subía, lenta, casi imperceptiblemente, si no hubiera sido por el aire que se hacía más fino y más frío y nuestro respirar cada vez más frecuente.

Lystra podía ya caminar sin sufrir demasiado: el terreno estaba cubierto de hierba seca que los rebaños habían pastado hasta reducirla a una alfombra espesa y uniforme, de un color amarillo y gris continuamente cambiante con el mudar de la luz. Aquí y allá, tallos de avena con sus minúsculas espigas que resplandecían como el oro y otra planta cuyas semillas tenían la forma de pequeños discos plateados, como las monedas de los griegos.

La columna avanzaba expeditamente y recorrimos una etapa entera desde la mañana hasta la puesta del sol sin que se manifestara peligro alguno. Jeno y Licio de Siracusa vigilaban con sus exploradores a caballo, galopando arriba y abajo, de la vanguardia a la retaguardia, para prevenir cualquier posible ataque.

El paisaje cambiaba de continuo y delante de nosotros se erguían grandiosos plegamientos montañosos, inmensos ventisqueros, valles profundos cual barrancos que la luz del sol destacaba de modo dramático. Los días se acortaban, la luz se tornaba más roja y oblicua, el cielo, más azul y casi completamente despejado de nubes.

Los guerreros avanzaban mirando en torno a sí, observando un país que nadie de su raza había visto nunca antes. La marcha parecía tan fácil, tan tranquila, tan agradable… y comencé a esperar que de verdad llegásemos pronto a la meta.

La meta era el mar.

Un mar interior, en septentrión, cerrado entre tierras, un mar al que se asomaban muchas ciudades griegas con puertos y naves con las que se podría ir a cualquier lugar.

También a casa.

Me lo había dicho Jeno y él lo sabía todo: de tierras, de mares, de montes y de ríos; conocía las leyendas antiguas y las palabras de los sabios, y escribía, escribía también, todas las noches a la luz de la lucerna.

Al cabo de unos días llegamos a las fuentes del Tigris y yo me senté cerca del pequeño riachuelo que brotaba de una roca, cristalino como el aire después de un temporal. Era como un niño: inquieto, gárrulo, tornadizo, pero yo sabía cómo sería de adulto porque lo había visto: enorme, plácido, majestuoso, tan fuerte y poderoso que podía llevar sobre su dorso naves enteras y extrañas barcas, redondas y en forma de canasto.

Me lavé la cara y las piernas en el agua gélida y tuve una sensación magnífica, de gran vigor, y le dije también a Lystra que se diera un chapuzón: fortalecería al hijo y le traería suerte a ella, porque aquella agua alimentaba a millones de personas, les proporcionaba refresco y sustento, irrigaba sus campos a fin de que tuvieran pan, llenaba de peces las redes de los pescadores. ¡Qué misteriosa maravilla centelleaba en el agua del riachuelo que cantaba entre las rocas y en las arenas negras y lucientes! Bebimos largos sorbos de un agua tan pura que la sentimos fluir dentro de nosotras como sabia vital. El agua debía de ser así en todas partes el día que nació el mundo.

Luego atravesamos otro río que discurría por una vasta meseta rica en pueblos. Aquí llegaron mensajeros de parte del gobernador persa diciendo que disponía de intérpretes y que quería hablar con nuestros comandantes.

Apenas lo supe por Jeno le imploré que no fuera, pero él se sonrió:

—¿Nos crees tan estúpidos? ¿Crees que no hemos aprendido la lección? Quédate tranquila, que esta vez no pasará nada.

En efecto, todo el ejército fue a la cita porque la gran llanura lo permitía. Formados como cuando mandaba Clearco: cinco filas en un largo frente a lo largo de dos mil pasos, en perfecto orden, con los escudos abrillantados como espejos, los yelmos crestados, las grebas relucientes, los hierros de las lanzas que parecían perforar el cielo. Sofo, Jantias, Timas, Cleanor y Agasias, a caballo, se colocaron al alcance de la voz. Sofo permanecía ligeramente adelantado respecto de los otros cuatro.

Detrás de ellos, a diez pasos, en los espacios intermedios, Jeno, Licio, Arcágoras, Aristónimo… y Neón.

Detrás también había una pequeña sección de caballería, no menos resplandeciente que los demás.

Enfrente tenían un fuerte contingente de tropas armenias, quizás incluso las que habían combatido en el Centrites, y a la cabeza Tiríbazo, el sátrapa tocado con la mitra blanda, la espada de oro al cinto, la barba muy negra cuidadosamente rizada, al mando de un escuadrón de magníficos jinetes.

Se adelantó el intérprete, que hablaba un griego perfecto, signo de que provenía de una de las ciudades de la ribera del mar septentrional que no debían de estar lejos.

—Hablo en nombre de Tiríbazo —dijo—, sátrapa de Armenia y ojo del Gran Rey, el hombre que lo ayuda a montar a caballo. Tiríbazo os manda decir: no incendiéis las aldeas, no queméis las casas, coged sólo la comida que necesitéis y os dejaremos pasar; no sufriréis más ataques.

Sofo se volvió para consultar con una mirada a sus oficiales superiores: cada uno de ellos asintió, en señal de que estaba de acuerdo, y él se acercó al intérprete:

—Transmite a Tiríbazo, sátrapa de Armenia, ojo del Gran Rey, el hombre que lo ayuda a montar a caballo, que su propuesta nos parece bien y que tenemos intención de mantener nuestra palabra. Por nuestra parte no tendrá nada que temer, pero si traicionara el pacto, que mire a estos hombres formados y que recuerde que todos los que nos han atacado han sufrido un duro castigo.

El intérprete asintió, hizo una inclinación, luego volvió grupas y fue a informar a su señor. Inmediatamente después hizo una señal indicando que el acuerdo era válido y el ejército se puso en movimiento con una conversión perfecta, colocándose frente a septentrión. Los armenios no se movieron y más tarde los exploradores nos dijeron que nos seguían de lejos a una distancia de unos diez estadios. No se fiaban, evidentemente.

Seguimos adelante de este modo durante varios días, siempre con los armenios a las espaldas y subiendo cada vez más alto. Una mañana me desperté al amanecer y vi un espectáculo de una belleza que iba más allá de todo lo imaginable. Delante de mí se extendía un paisaje de montañas hasta donde se perdía la vista, pero en esas cimas y en esos ventisqueros interminables se erguían tres o cuatro picos mucho más altos, blancos, que se recortaban contra el cielo de un azul intensísimo, y hubo un breve momento en que sólo ellos fueron heridos por la luz del sol y se iluminaron como cristales, como piedras preciosas, centelleando solitarios en la inmensa extensión montañosa aún sumida en la oscuridad.

Resplandecían en un color rosado, intenso y límpido como si estuvieran hechos de una sustancia etérea, gemas titánicas talladas por las manos de los dioses. Me di cuenta de que también un grupo de jóvenes guerreros contemplaba el espectáculo con idéntica admiración y maravilla. Jeno en cambio dormía, extenuado por las fatigas que cada día debía afrontar para asegurar la tranquilidad del ejército en marcha. Las gemas solitarias de la tierra de Armenia no entrarían a formar parte de su relato, de los densos caracteres regulares con los que llenaba su rollo cada vez más voluminoso.

Cuando se despertó se lo indiqué, pero la magia se había desvanecido. Dijo:

—Son montañas cubiertas de hielo; también las tenemos en Grecia: el Olimpo, el Parnaso, el Pelión y la Osa, pero ciertamente no tan altas. El hielo refleja la luz como sólo las gemas preciosas pueden hacerlo. Dentro de poco lo verás.

Me lo dijo con un tono que no tenía nada de entusiasta.

Un atardecer llegamos a unas aldeas agrupadas en torno a un gran palacio. Cada poblado estaba construido encima de una altura, con casas hechas de piedras y cubiertas de paja, y de cada chimenea salía un hilo de humo blanco y denso por la temperatura ya muy fría del aire. El sol que se ponía atravesaba con los rayos las columnas de humo, enrojeciéndolas y casi destacándolas una por una. Eran centenares, esparcidas en una decena de alturas diseminadas en la meseta. Del palacio no llegaba en cambio signo de vida alguno.

Los soldados se dispersaron para albergarse en las casas y las encontraron llenas de todo tipo de víveres: trigo, cebada, almendras, fruta seca, uva pasa, vino añejo, dulce y fuerte, carne salada o ahumada de oveja, de buey y de cabra. Era la tierra de la abundancia.

Yo me alojé con Jeno y sus criados en una construcción maciza que se alzaba en las márgenes de la primera altura que habíamos encontrado. Era un almacén y un secadero para la carne, pero se estaba bien y Jeno lo prefirió porque así disponía de un hogar y no tenía que compartirlo con otra gente.

Encendí el fuego y cociné, y nunca olvidaré la sensación de comodidad, de descanso y de calma que me proporcionó aquella cena tranquila al lado del hombre que amaba en una tierra maravillosa, en un lugar mágico que nunca habría imaginado que pudiese existir.

Luego…

¡La nieve!

No la había visto nunca, aunque sabía que existía. Los mercaderes que atravesaban el Tauro en invierno nos la describían a los niños que escuchábamos atentos, pero no había nada comparable a lo que tenía ante mis ojos. Había abierto la puerta y miraba muda del asombro: la reverberación del hogar que se expandía en el exterior revelando una aparición de una belleza sobrecogedora, la manifestación de la grandeza de la naturaleza y de los dioses que la habitan y que toman formas mudables con el paso de las estaciones y el cambio de lugar.

Del cielo caían innumerables copos blancos en una danza blanda y leve; remolineaban en el aire y se posaban en el suelo, que se iba blanqueando casi a cada instante formando una alfombra blanca y muelle como el vellón de un carnero recién nacido. A lo lejos las columnas de humo que escupían las chimeneas, ahora que se había hecho de noche, elevaban hacia el cielo el alma del fuego que las alimentaba. La nieve, que seguía cayendo cada vez más copiosamente, las atravesaba enrojeciéndose durante un instante para luego volver a encontrar el inmaculado candor de su naturaleza, y me transmitía una sensación de atónita maravilla, tan profunda y vibrante que no sería capaz de describirla, ni siquiera recurriendo a la memoria.

Aunque era de noche, había en el aire una luz apenas perceptible, tenue, difusa y omnipresente, carente de sombras, gracias a la cual se habría podido caminar sin equivocarse de dirección y distinguir cada forma y cada presencia. Eran los copos blancos los que la traían presa en su interior y la irradiaban de la tierra y del cielo.

Quién sabe por qué en aquel momento pensé que sólo el inmaculado manto de Menón de Tesalia habría podido confundirse con esa blancura, sin dejar más signo que las huellas de un paso silencioso. Huellas… que vi y no vi, tal vez imaginadas.

Se oyó el ladrar de un perro; el ululato de su hermano salvaje le respondió desde los bosques de los montes transformados en blancos colosos amodorrados; se oyeron las voces de nuestros soldados, luego las llamadas de los centinelas y luego nada.

El mundo entero era blanco, tanto el cielo como la tierra, y todo se hundía en un silencio abisal.

Dormí profundamente al amor del fuego encendido: un gran tronco que ardió durante toda la noche difundía en el ambiente una tibieza suave y grata. Quizás el silencio, quizá la atmósfera tan suave y mullida, hicieron que conciliara el sueño; quizá la conciencia de haber hecho la elección adecuada cuando decidí seguir a Jeno: una elección que me regalaba experiencias intensísimas, visiones de sueño, paisajes encantados, sensaciones de violencia y de delirio, momentos de extenuada dulzura.

También Jeno estaba tibio a mi lado, y lo sentía moverse de vez en cuando. Una vez, tras abrir los ojos, vi su mano buscar la empuñadura de la espada y luego abandonarse de nuevo al sueño que dominaba su cuerpo. Fuera, bajo la techumbre, Halys, su caballo, dejaba oír a veces su presencia con resoplidos y quedos relinchos o piafando en el suelo helado con una pata. Era un animal fiero y potente que había sacado muchas veces a Jeno de peligros mortales. Lo quería también a él, y en medio de la noche le llevé una manta para protegerlo de los rigores del frío. Él refregó su morro contra uno de mis hombros: era su manera de agradecérmelo.

A la mañana siguiente nos despertamos con un increíble alboroto proveniente del exterior y Jeno salió corriendo con la espada empuñada, pero era una falsa alarma. Los nuestros habían salido y jugaban como niños en la nieve: se la tiraban por encima, sepultaban en ella a sus compañeros, la apretaban y lanzaban bolas con las manos y con las hondas.

Los vecinos de la aldea habían salido también de sus casas y observaban sonriendo a los guerreros venidos de lejos divertirse de aquel inofensivo modo. Algunos de sus niños se unieron al juego antes de que los padres pudieran impedirlo.

Brillaba el sol, se asomaba sobre la vasta extensión nevada y a causa del manto inmaculado provocaba un mágico centelleo, como si se tratara de diamantes o cristales de roca. Vi también descollar en el horizonte, en tres puntos distintos y distantes, los picos altísimos heridos por el sol de la aurora, rojizos como rubíes, y pensé en cómo serían cuando llegáramos a contemplarlos de cerca. Luego de golpe resonaron gritos de alarma y de desesperación: se había propagado el fuego en algunas de las viviendas.

Sofo gritó:

—¡Apagad esos fuegos, enseguida!

Y los hombres se precipitaron con cubos y palas a arrojar nieve en las casas que ardían, porque el agua estaba congelada. Fue todo inútil: las casas, que tenían techumbres de madera y de paja, acabaron convertidas en cenizas en poco rato y sólo quedaron de ellas unas ruinas renegridas que eran como una ofensa para la vista en medio de la blancura cegadora de la aldea. La gente que habitaba en ellas lloraba en un aparte.

Sofo hizo tocar a reunión y los hombres formaron en un espacio llano fuera de la aldea.

—¿Quién ha prendido fuego a las casas? —preguntó.

—Han ardido solas —respondieron algunos.

—¿Todas?… Bien. Si los autores de esta bravata dan un paso al frente y confiesan, recibirán nada más que un castigo; si les descubro yo, y les descubriré, les aplicaré el máximo castigo, la pena capital. Hemos hecho un pacto con los persas: nos dejarán pasar si no prendemos fuego a sus aldeas. Quien ha jugado con fuego ha puesto en peligro la vida de sus compañeros.

Una veintena de soldados, cabizbajos, entre ellos los que habían hablado, uno tras otro, dieron un paso adelante.

—¿Por qué lo habéis hecho? —preguntó Sofo.

—Creíamos que hoy nos iríamos.

—Y, por tanto, no os importaba nada que la gente se quedase sin techo en pleno invierno.

Nadie dijo una palabra: parecían mudos.

—Muy bien. Os habéis comportado como unos estúpidos y tendréis que aprender a vuestra costa lo que significa quedarse sin techo en invierno. Esta noche dormiréis a la intemperie, fuera del recinto vigilado por los centinelas. Si no sobrevivís, tanto mejor, pues me habré librado de un grupo de mentecatos. Ahora ayudaréis a los habitantes de las casas que habéis quemado a reparar las techumbres y volver a poner puertas y ventanas.

Los hombres obedecieron y cuando cayó la noche fueron acompañados fuera del círculo vigilado y abandonados con un puñal, el escudo y un manto como únicos instrumentos de supervivencia.

Entretanto el cielo se había cubierto. Comenzó a nevar de nuevo.