Cuando nuestro fuego comenzó a languidecer apareció otro en la llanura que teníamos enfrente de nosotros, al pie de las montañas, y por sus dimensiones parecía ser algo muy distinto de la hoguera de doscientos o trescientos carros.
—Mira allí, Cleónimo, ¿qué es aquello? —preguntó uno de los soldados.
—No lo sé —respondió su compañero, un muchacho moreno y membrudo.
Jeno, que estaba cerca, observó a su vez, luego se acercó a Sofo y los dos confabularon durante unos instantes. Poco después un par de exploradores a caballo fueron enviados hacia el lugar en el que se propagaban las llamas. Mientras tanto los hombres comenzaron a alejarse en pequeños grupos; cada uno volvía al punto en que habían sido descargados los bagajes para coger sus pertenencias, sobre todo la tienda y las armas. Comida había en abundancia.
Era un momento difícil: todos se habían acostumbrado a acomodar sus cosas en el carro, sabían dónde y cómo encontrarlas; ahora tenían que hacer de mala manera un hato con ellas para cargarlas sobre un asno o un mulo. Se oían trifulcas e imprecaciones que se fueron aplacando enseguida. El espectáculo que se ofrecía en septentrión era tan impresionante que imponía a todos silencio: las montañas se veían oprimidas por una capa negra como la pez, nubes henchidas y pesadas se cernían sobre la inmensa cordillera y, de vez en cuando, descargaban sobre ella las centellas de unos rayos deslumbradores, ramificadas y retorcidas como serpientes, mientras que el trueno rugía rodando cuesta abajo, repercutiendo entre oscuros bastiones rocosos. Oía lo que pensaban los hombres: «Es allí a donde tenemos que ir».
Dejábamos atrás una tierra hostil, pero dominada siempre por la luz y el calor del sol, para adentrarnos en el reino de la noche y de las tempestades. Volviéndonos hacia el mediodía, sentíamos aún el aliento tibio de la tierra entre los dos ríos que acariciaba el rostro; mirando a septentrión oíamos, lejano y amenazador, el eco de la tormenta. Estábamos en la divisoria entre dos mundos, ambos enemigos, pero uno mostraba sólo la hostilidad de los hombres, y el otro también la de los elementos.
Los exploradores volvieron para informar de cuanto habían visto en los fuegos que ardían en la llanura: Tisafernes había hecho quemar las últimas aldeas a lo largo del río para que no pudiéramos abastecernos de víveres. Nuestros jinetes habían encontrado a cientos de campesinos desesperados que huían con sus familias llevándose consigo lo poco que habían podido cargar sobre sus espaldas.
Yo trataba de comprender qué pensamientos debían de cruzar por la mente de aquellas gentes que probablemente habían vivido en paz desde su nacimiento, que habían llevado siempre la misma vida que los vecinos de mis aldeas, pobre y monótona, pero satisfecha con lo necesario, con comida y techo, y de repente ya no tenían nada y miraban mudos el fuego que anulaba pasado, presente y futuro.
La guerra.
Cuando Jeno vino a acostarse a mi lado le pregunté:
—¿De qué viviremos?
—De lo que encontremos —respondió.
No pregunté más. Había comprendido muy bien qué quería decir; a partir de ese momento iríamos consumiendo los recursos de los territorios que atravesásemos, como una bandada de cuervos, como una nube de langostas, dejándolo todo desierto a nuestro paso. Ahora todos dormían, pensando quizás en las esposas e hijos que habían dejado en sus hogares, pero al día siguiente se convertirían en «los Diez Mil», los demonios de la guerra, esconderían la humanidad del rostro detrás de la máscara del yelmo porque cada día y cada noche, durante semanas y meses o quizás años, tendrían que vencer o morir.
Al día siguiente vimos ascender solamente humo de la llanura y al ejército de Tisafernes formado para defender la Gran Encrucijada. ¡Aún temían que quisiéramos volver atrás! Pero ¿quién habría podido imaginar siquiera la posibilidad de enfrentarse al más poderoso Imperio de la Tierra?
Tomamos nuestro camino flanqueando un torrente de aguas turbulentas y espumeantes que corrían a desembocar en el Tigris. Uno de los guerreros trató de sondear la profundidad, pero la lanza desaparecía debajo del agua sin llegar a tocar fondo.
Habíamos cargado nuestro bagaje a lomos de tres mulos, atados uno al otro para formar una pequeña reata. Yo iba delante llevando al primero del ronzal. Busqué con la mirada a Melisa, pero no conseguí distinguirla. El sendero no era muy ancho y el ejército formaba una fila larguísima que serpenteaba al fondo del valle hacia un desfiladero que ahora se veía cada vez mejor delante de nosotros cuando los rayos del sol, no oscurecidos por el manto de nubes, iluminaban las cumbres destacando sus contornos sobre el telón de fondo negro de los nimbos.
Comenzamos a subir, trepando por el sendero montañoso cubierto de piedras aguzadas, a veces cortado a pico sobre el valle, al borde del torrente que rebullía de espuma blanca debajo, entre los gigantescos pedruscos que apuntaban desde el fondo y las orillas. Las laderas de la montaña estaban cubiertas de bosques, de plantas seculares de enormes troncos rugosos. Yo avanzaba con gran esfuerzo: nunca había caminado por la montaña y si, por una parte, sufría las penalidades, los rasguños y los cortes que me producía el caminar sobre las piedras, por otra me excitaba la sensación de subir cada vez más alto casi a cada paso.
Habituada a recorrer largas distancias siempre con la misma perspectiva, siempre con la misma llana e ilimitada extensión de la estepa y del desierto, el cambio de panorama y la ampliación del campo visual casi a cada revuelta del sendero me encendían de asombro y me llenaban de estupor.
En un determinado momento, al volver la vista atrás, llamaron mi atención dos imágenes distintas: una lejana, el ejército de Tisafernes que se movía hacia occidente y parecía una larga serpiente negra que reptaba por las arenas del desierto; la otra próxima, la muchacha embarazada que había visto en el carro.
El general persa mandaba marchar a su ejército hacia Anatolia y hacia el mar para tomar posesión de la nueva provincia en lugar de Ciro, ya seguro de que estaríamos todos muertos entre las ásperas montañas y los picachos de septentrión, en la región que engendra las tempestades y el viento que ulula. La muchacha estaba tendida en un borde del sendero, incapaz de moverse, derrengada. Para ella y para el hijo que llevaba en su seno no había mañana. Nadie se detenía. Los guerreros pasaban por su lado apoyándose en la lanza, sus mantos a veces la acariciaban, pero no había quien le tendiese una mano.
Demoré el paso a propósito aprovechando el hecho de que Jeno estaba lejos, en la retaguardia con sus jinetes, hasta que me detuve. Até el mulo de cabeza a un carrasco y me acerqué a la muchacha.
—Levántate inmediatamente —le ordené.
—No me veo capaz.
—Levántate, ¿o quieres acabar devorada por las bestias del bosque? Te comerán viva poquito a poco, así tu carne no se estropeará y tampoco la del pequeño bastardo que llevas en la tripa. Levántate, idiota, o te ganarás unos palos también de mí.
Fui convincente, y la muchacha consiguió volver a ponerse en pie con mi ayuda y seguirme hasta donde estaban los mulos.
—Ahora agárrate a la cola del último mulo y déjate llevar. Y cuidadito con dejar de andar, que te muelo a palos, ¿entendido?
—Ya te he oído —contestó la muchacha.
—Muy bien. Entonces sigamos adelante.
Me preguntaba dónde se encontraba Melisa en aquel momento y me imaginaba que no estaba en mejores condiciones que la muchacha que llevaba detrás de mí agarrada a la cola del tercer mulo. También me preguntaba qué final había tenido Nicarco de Arcadia, el joven que había salvado a todos superando el dolor de sus carnes abiertas para dar la alarma. Me habría gustado preguntárselo a alguno de los cirujanos: ellos seguramente lo sabían, pero sólo el pensar que podían darme la respuesta que me temía me impedía hacerlo. Así me quedaba al menos el consuelo de la duda.
De este modo llegamos al desfiladero, un paso entre dos cimas recubiertas de bosques; luego el ejército empezó a bajar. Cuando nos llegó el turno a nosotros pude ver algunas aldeas, anidadas entre los repliegues de la montaña, construidas con la misma piedra que las rocas sobre las que se encontraban. Era necesario prestar mucha atención para distinguirlas del terreno circundante. Por doquier reinaba una extraña calma. Se oía el canto de los pájaros y luego ni siquiera eso. Quizá callaban ante la inminencia del temporal que las negras nubes aborregadas sobre las cimas hacían presagiar. Finalmente llegamos al fondo del valle y entramos en las aldeas.
No había ni un alma.
Nuestros hombres miraron alrededor estupefactos: era evidente que la gente había estado viviendo en aquellas casas hasta pocas horas antes. Estaban las bestias en los cercados, los manteles en las mesas, los fuegos languidecientes en los hogares. Hice entrar a la muchacha embarazada en una de las casas para que se calentase al fuego y le di algo de comer. Hacía mucho frío en aquel lugar.
Los soldados comenzaron a saquear las viviendas, pero Sofo les paró los pies. Subió al saliente de una roca y comenzó a decir:
—¡Que nadie de vosotros toque nada! Escuchad: cogeremos únicamente lo necesario para comer, nada más. Así comprenderán que no venimos con ninguna intención hostil y esperemos que ello sea suficiente para que se comporten. Mirad a vuestro alrededor: tenemos que pasar por esas sierras, coronar puertos de montaña como el que acabamos de atravesar, y ellos pueden hacernos pedazos cuando quieran. Conocen cada palmo de su territorio. Pueden estar presentes por todas partes sin que nosotros lo advirtamos, golpearnos impunemente en cualquier momento. Nuestra fuerza consiste en desplegarnos hombro con hombro en campo abierto; dispersos en una larga fila somos vulnerables. Tenemos que hacer lo posible para no ganarnos su enemistad.
Los hombres refunfuñaron un poco y luego obedecieron. Ahora yo había comprendido que en aquel ejército las órdenes se cumplían, pero era necesario que los soldados fuesen convencidos por sus mandos de que estaban haciendo lo debido.
Inspeccionaron las aldeas para recoger todas las vituallas que pudiéramos encontrar, las reunieron en el centro de una explanada y contaron los animales que podíamos llevar con nosotros para garantizar una supervivencia lo más larga posible. Durante las rebuscas vieron que, dentro de algunas cuevas, ocultos por la vegetación, había mujeres y niños que fueron puestos enseguida bajo vigilancia. Quizá no habían querido seguir a los hombres a las montañas, quizá no les había dado tiempo. Era un descubrimiento importante y los comandantes se pusieron contentos: tenían en sus manos a rehenes que canjear por nuestro paso. Pero yo no compartía su entusiasmo y no creía que los habitantes de las aldeas se doblegaran tan fácilmente.
La columna de nuestros hombres en marcha era tan larga que cuando llegaron los últimos comenzaba ya a oscurecer. No traían buenas noticias. Después de haber pasado el desfiladero habían sido atacados por la espalda por los indígenas: habían perdido a cuatro de sus compañeros, abatidos por un denso lanzamiento de flechas y de piedras, y traían con ellos a una decena de heridos. La bienvenida de aquella tierra salvaje.
Jeno había capturado con su retaguardia a algún prisionero: pastores que no habían querido abandonar sus rebaños.
En aquel momento cada uno buscó un refugio para la noche. Los oficiales fueron los primeros en instalarse en las casas. Los otros se amontonaron en gran número en el espacio restante. Nadie quería dormir en los apriscos porque comenzaba a hacer frío y la noche sería húmeda. Obviamente no fueron suficientes para una cuarta parte de nuestros soldados. Quien había conseguido conservar una tienda la montó, los otros se construyeron amparos improvisados con ramas y esteras encontradas por ahí o bajo los cobertizos para los animales.
Pensaba en qué le sucedería al día siguiente a aquella pobre embarazada, y cómo podría arrastrarse hasta el próximo desfiladero agarrándose a la cola de mi mulo.
Jeno hizo montar la tienda a nuestros servidores y también yo conseguí cocinarle algo para cenar. No había renunciado a escribir: a la luz de la lucerna abrió su cajita, extrajo un rollo blanco, lo fijó en los bordes de la tapa, como si fuera una mesita, y empezó a trazar los signos de su lengua. Me hubiera gustado mucho comprender qué era lo que escribía, pero me había dado ya una respuesta: «No es necesario». Pero a veces, si estaba de buen humor o le había gustado hacer el amor conmigo, me leía lo que había escrito. Muchas cosas que él contaba las había visto o notado yo también, pero con ojos distintos. A mi vez, yo había observado cosas a las que él no había dado importancia. Así se lo hacía ver, y aunque se las contaba con precisión y todo pormenor, sabía que no serían incluidas en el rollo blanco que desenrollaba poco a poco, casi todos los días, llenándolo de un montón de diminutos signos regulares, perfectamente alineados. Eran un poco como su pensamiento: preciso, organizado, en cierto sentido previsible, y, sin embargo, aquí y allá se veía un salto, una dificultad, un imprevisto encabritarse ante los caracteres; yo pensaba que ello era debido a la emoción.
Salí antes de acostarme y miré a mi alrededor. No estaba sola; muchos otros miraban hacia septentrión porque las cimas de los montes estaban consteladas de fuegos: desde lo alto nuestros enemigos nos estaban observando. Llamé:
—¡Jeno!
—Ya lo sé —respondió tranquila su voz—, hay fuegos en los montes.
—¿Cómo lo sabes si no vienes a ver? —pregunté.
—Oigo las conversaciones de los que los están observando.
Estaba tan enfrascado en lo que escribía que no podía dejar su rollo blanco. Me disponía a entrar cuando algo llamó mi atención: una figura envuelta en un mantón se acercaba al alojamiento de uno de nuestros comandantes, quizá de Cleanor. Me pareció reconocer aquella manera de contonearse y la curva de esos flancos bajo el vestido más bien ceñido, pero estaba ya oscuro y no podía fiarme del todo de lo que veían mis ojos.
Cuando Jeno apagó la lámpara yo estaba ya en la primera fase del sueño, en esa duermevela que te permite oír y percibir lo que sucede a tu alrededor, pero que te impide moverte. También oí durante un rato las llamadas de los centinelas que gritaban su nombre y sección para mantenerse alerta, luego el cansancio me venció y me hundí en el silencio.
Cuando volví a abrir los ojos, Jeno ya no estaba. E inmediatamente después la tienda fue desmontada y replegada por nuestros dos servidores y yo me quedé a cielo abierto, por el que pasaban nubes cada vez más negras. El viento soplaba ya impetuoso y se oía de vez en cuando el retumbo lejano del trueno. En lo alto, en las montañas, se veían blancas columnas de agua descender del cielo y los robles doblegarse al soplo furioso del viento. Me levanté recogiendo deprisa nuestras cosas para cargarlas en los mulos. Lo primero de todo la cajita con el rollo blanco.
Jeno estaba con los otros comandantes, reunidos en torno a Sofo para tomar decisiones.
Poco después vi partir a un grupo de los nuestros con uno de los prisioneros en dirección al desfiladero. Iban a parlamentar, a pedir que nos dejaran pasar ofreciendo a cambio los rehenes, y no era seguro que fuéramos a tener éxito.
Nuestros enviados no tardaron en regresar. Uno de ellos, herido de una pedrada, cojeaba. No los habían dejado siquiera acercarse.
Lo único que sabíamos de nuestros enemigos era su nombre. Se llamaban carducos y se consideraban enemigos del Gran Rey, y por lo que se veía no podía ser de otro modo. El hecho de que también nosotros lo fuéramos no importaba nada. Al final de la reunión Sofo dio las órdenes que habían sido establecidas: todos los animales no válidos debían ser abandonados, los prisioneros, liberados, excepto algunos. Y, para asegurarse de que la orden se respetase, una docena de oficiales se situaron a lo largo del sendero. Así algunos soldados fueron descubiertos mientras trataban de llevarse a alguna bella muchacha o, según sus gustos, a algún hermoso muchacho que habían elegido entre los prisioneros, y fueron obligados a dejarlos en las aldeas.
Vi que el mercader que alquilaba sus prostitutas a los soldados abandonaba también a tres o cuatro. Un par de ellas cojeaban: debían de haberse dislocado un tobillo por el sendero accidentado que habían recorrido y no habrían podido sin duda afrontar la subida; otras se encontraban mal, tenían fiebre. El bastardo rufián habría podido hacerlas subir a lomos de alguno de sus asnos, pero era evidente, dada la situación, que éstos le interesaban más. Yo, por mi parte, no podía hacer nada: tenía una ya a mi cargo y Jeno no habría permitido sin duda que tomase conmigo a más. También él necesitaba los mulos.
Sofo quería demostrarles a los indígenas que no tenía intenciones hostiles: no había tomado rehenes, no había permitido estupros ni violencia, así como tampoco robos, pese a que en las casas había muchos objetos de bronce. Pero su buena voluntad no habría de servir para nada. Aquellos salvajes estaban convencidos sólo de una cosa: cualquiera que pisase su tierra tenía que morir.
El ejército comenzó a subir hacia el desfiladero, y yo me aseguré de que la muchacha embarazada se cogía a la cola del mulo y venía detrás de mí. De vez en cuando le hablaba para cerciorarme de que seguía allí. Sabía perfectamente que, si se caía, nadie se detendría a ayudarla.
Cada guerrero avanzaba completamente revestido de su armadura. Entonces comprendí por qué tenían unas piernas tan gruesas y musculosas: se habituaban desde chicos a marchar durante días enteros bajo el peso de las armas. Su fuerza era impresionante: avanzaban con el enorme escudo al brazo, con el peto revestido de un cascarón de bronce, con la pesada espada terciada y la larga y maciza lanza empuñada como si formaran parte de su cuerpo.
El ejército tenía su propia sonoridad, que cambiaba con las situaciones. Era un sonido confuso hecho de todas las voces y de todos los rumores. En la llanura era el redoblar del tambor y el sonido de las flautas que marcaban el paso, pero en la montaña era distinto: se avanzaba como se podía, ya más rápidos, ya más lentos, y no había lugar para el tambor y para las flautas. El silencio se llenaba, por tanto, de los miles y miles de voces de guerreros en marcha. El conjunto era algo extraño: la suma de tantas palabras, de llamadas, de rebuznos y relinchos, de tintinear de armas a cada paso, ruidos distorsionados, disonantes, que sin embargo se unían en una única voz. La voz podía callar de repente o bien hacerse más oscura. El tintineo de las armas podía dominar el resto de sonidos, y entonces el ejército hablaba con un ruido metálico y cortante, o bien podía imponerse la voz de los hombres, expresión de un cuerpo gigantesco y multiforme que resonaba como un vocerío o un oscuro retumbo, o como un trueno ascendente o un estridor agudo como los picos de montaña que amenazaban.
El sendero se hacía cada vez más abrupto y, sin embargo, la marcha parecía avanzar sin obstáculos. Pero el cielo estaba oscuro y lleno de nubes y no tardó en empezar a llover a cántaros, una lluvia fría, fuerte y pesada que enseguida me caló hasta los huesos. Sentía que el agua me corría entre los hombros espalda abajo, los cabellos pegados a la frente, las ropas que se adherían a las piernas y casi impedían andar. Los rayos me aterraban: torrentes de fuego rasgaban el cielo plúmbeo, desgarraban las grandes nubes negras que galopaban desgreñadas envolviendo las cimas con una densa calina, y el trueno estallaba con tanto fragor que hacía temblar el corazón dentro del pecho.
Los guerreros no parecían impresionados por la furia de la tempestad: continuaban avanzando a ritmo regular, aguantando el paso con la lanza; se habían calado el yelmo en la cabeza y a cada relámpago, a cada estallido de rayo, sus relucientes armaduras resplandecían con destellos cegadores. Quien tenía caballo iba a pie y tiraba de él por las bridas, guiándolo en los puntos difíciles o tratando de calmarlo cuando se encabritaba por el estallido de los truenos y la luz deslumbrante de los rayos y de los relámpagos.
Yo me volvía para mirar a la muchacha, que a cada momento tenía mayores dificultades, y contaba los pasos que aún podría dar antes de desplomarse. Estaba flaca y demacrada, lívida por el frío, y su vientre cada vez más hinchado e insosteniblemente pesado. Todo el calor que le quedaba en el cuerpo se concentraba para proteger al niño, pero pronto también él tendría frío y sería el fin. Se tambaleaba, resbalaba, y su absoluta fragilidad contrastaba con el andar poderoso de los guerreros recubiertos de bronce. Cada vez que se caía adelantaba una mano para no golpearse el vientre y se cortaba y hería con las piedras puntiagudas. Y el camino que había que recorrer era todavía largo y difícil.
Las nubes estaban cada vez más próximas y yo, que desde niña las había visto correr altas y distantes en el cielo, pequeñas y blancas, me preguntaba cómo serían cuando las tocase. En mi determinado punto el sendero torcía a la izquierda, de manera que veía desfilar delante de mí a la columna entera, y observé, a no mucha distancia, primero la mole imponente de Cleanor, su caballo, a sus dos ayudas de campo y luego un extraño aparejo: dos mulos, uno delante del otro, cuyos arreos sostenían dos varas en las que descansaba a su vez un palanquín improvisado cubierto de pieles curtidas. Un refugio de envidiable bienestar en la situación miserable en la que todos se hallaban.
¿Qué tesoro cabía custodiar en la litera que avanzaba oscilando al paso de los mulos? No dudé ni por un momento de que el tesoro no era otro que Melisa, con su bien calentita entrepierna.
En ese mismo instante se oyó un grito y un grupo de carducos se abalanzó sobre nuestra vanguardia. Inmediatamente resonaron las trompetas y los guerreros acudieron hacia la cabeza de la columna, andando a duras penas hacia arriba por la resbaladiza pendiente hasta formar la línea frontal. La carga de los atacantes se abatió contra los escudos, se rompió contra las lanzas tendidas hacia delante y muchos cayeron al primer impacto. Los otros fueron rodeados por nuestros incursores y masacrados. La marcha se reanudó bajo la lluvia que arreciaba.
También yo pasé, cuando fue mi momento, junto a los caídos: yacían dispersos sobre el terreno y entre las rocas. La mayoría unos sobre otros a lo largo de la misma línea, otros más abajo, donde nuestra infantería ligera les había rodeado y dado muerte cuando trataban de huir. Eran velludos, iban vestidos con tejidos de lana basta, calzaban polainas de piel no curtida, con barbas y cabellos largos, y sus armas eran cuchillos parecidos a los de los carniceros. Una pobre gente que defendía su tierra y a sus familias contra los guerreros invencibles; pensé en cuánto valor debían de tener al atacar a unos autómatas cubiertos de bronce y de hierro, todos iguales entre sí, sin rostro, semejantes a criaturas fantásticas, seres quiméricos engendrados por semen no humano. Imaginad el momento en que sus cuerpos serían llevados a sus cabañas, el llanto de las viudas y de sus hijos huérfanos.
Tal vez no habían comprendido que lo único que nosotros queríamos era pasar y que no volveríamos nunca más; no habían vuelto aún a las aldeas para descubrir que solamente habíamos cogido comida sin tocar nada más. Los muertos encenderían más aún el odio y la sed de venganza, habría nuevas batallas y nuevos choques feroces, nuevos muertos y nuevos heridos. Atravesar aquella tierra sería una empresa muy dura, porque no sólo teníamos a los hombres, sino también el cielo y la tierra en contra.
Más tarde vi a Jeno al final de la columna que protegía la retaguardia con sus jinetes a pie. Le distinguía por la cimera; veía que se exponía continuamente y temblaba por él. Luego, de nuevo, volví la mirada hacia la muchacha embarazada que subía a duras penas agarrada a la cola del mulo. Sabía que era un animal dócil, acostumbrado a arrastrar tras de sí un peso desacostumbrado. Habría bastado con una coz de sus temibles cascos y dos vidas se habrían apagado en un solo instante.
No conseguía comprender qué energía sostenía a la muchacha y pensé en la fuerza misteriosa que empuja a todos los seres de la Tierra a la conservación de la propia vida y la de su prole. Pensé en las muchas vidas que había visto truncadas durante mi aventura con Jeno y en las pocas que había tratado de salvar. La Muerte no podía ciertamente tener en cuenta mis esfuerzos, pues era demasiado grande la desproporción entre lo que ella se había llevado y lo que yo trataba de arrebatarle.
Se me había ocurrido una idea, pero estaba reflexionando todavía cuando vi la cabeza de la columna hundirse en el vientre de la nube que cubría la cima de la montaña.
Y desaparecer.