Nuestra marcha era ya un sufrimiento. El ejército estaba obligado a moverse de forma compacta y todos iban revestidos con la armadura desde la salida hasta después de la puesta del sol. Viajar sin ella habría significado una muerte segura, pero moverse de aquel modo era un esfuerzo casi insoportable. Los jinetes de Tisafernes nos atacaban a oleadas continuas disparando con los arcos y con las hondas para reventar a los guerreros, y cuando éstos trataban de reaccionar los persas se alejaban el mínimo indispensable para permanecer fuera de tiro. Se alternaban sin descanso en estas escaramuzas, de manera que a nosotros nos parecían incansables.
Sólo la oscuridad traía alivio, porque los persas nos temían y acampaban a considerable distancia para evitar así ser sorprendidos por un ataque nocturno.
Una noche Jeno pidió a los comandantes que se reunieran en consejo porque tenía una idea que exponer. Sofo, Jantias, Timas, Agasias y Cleanor llegaron uno tras otro a nuestra tienda y yo los serví toda la noche llevándoles vino de palma rebajado con agua. Jeno había concebido un plan genial.
—Hemos de actuar de inmediato —comenzó—. Si no nos los quitamos de encima, no podremos abastecernos de vituallas y no tendremos nunca tregua. Los hombres acabarán por perder los ánimos y las fuerzas, y se habrá acabado todo. Han aprendido la lección: atacarnos frontalmente significa acabar hechos pedazos, y por tanto, no lo harán más. Quieren cargarnos cada vez con más heridos e inválidos, no dejarnos comer ni beber. Si nos impiden también dormir, y podrían hacerlo sin esfuerzo, estaremos acabados en tres o cuatro días a lo sumo. Por fortuna, no se les ha ocurrido.
—Bien —intervino Sofo—, ¿y cuál es, pues, tu propuesta?
—La noche es el único momento que tenemos para actuar.
—¿Quieres atacarles? No creo que sea posible —le interrumpió Jantias—; seguramente tienen centinelas y no conseguiremos acercarnos.
—No. Quiero que nos alejemos. Escuchad: tiene que ser mañana o nunca. Habréis notado que un grupo de jinetes nos observa desde doscientos o trescientos pasos. Esperan a que hayamos plantado las tiendas y se van. Una vez seguros de que hemos acampado se vuelven para informar a sus mandos de que pueden estar tranquilos. Nosotros en cambio fingiremos plantar el campamento, encenderemos algún fuego para dar la impresión de preparar la cena y, cuando hayan desaparecido, nos pondremos de nuevo en camino. Las armas en los carros para ir más ligeros y expeditos, los cascos de los caballos y mulos fajados para moverse en silencio absoluto. Se comerá y beberá de camino, las paradas serán muy pocas, las precisas para recuperar un poco de fuerzas. Cortos sueños vigilados por turno por los demás.
Los comandantes lo escuchaban atentos. ¡El escritor, quién lo hubiera dicho! Aquel ateniense tan joven parecía saber lo que se decía y yo habría podido explicar la razón: Jeno me había contado varias veces que su maestro le había enseñado a razonar y a extraer enseñanzas de la experiencia.
—Nuestros soldados de asalto tracios —prosiguió— me han contado que cuando se trasladan con los rebaños de los pastos de montaña a los del llano, se ven obligados a evitar en lo posible pararse para no ser atacados por otras tribus y depredadores del ganado: descansan con sueños cortos, a veces incluso de pie apoyados en un árbol, y de hecho no se detienen nunca. El cuerpo se habitúa a sacar el máximo partido de las paradas que se le conceden. El sueño, aunque corto, se vuelve más profundo y se relajan completamente los miembros.
»No nos detendremos tampoco al día siguiente, ni por la noche. Tienen que creer que hemos tomado otro camino y dispersarse para buscarnos. Entretanto nosotros habremos llegado al pie de las montañas, donde la caballería persa no podrá moverse con tanta rapidez y facilidad como en el llano. En ese momento decidiremos qué hacer.
Sofo aprobó la idea.
—Me parece lo más acertado, y esperemos que vaya todo bien. Por otra parte, no tenemos mucha elección. Éstos han manifestado claramente sus intenciones. Nos han arrebatado a los comandantes y ahora nos quieren muertos del primero al último. Ni Artajerjes ni Tisafernes desean que ni uno solo de nosotros alcance el mar y cuente cómo se puede llegar casi hasta Babilonia sin perder un solo hombre.
Ésta era la única verdad: no era una mera cuestión de venganza. Se trataba de que no se difundiera una información vital para la supervivencia del Imperio.
Sofo se dirigió a los otros comandantes:
—Pasaréis estas instrucciones de sección a sección, y cada unidad de combate se organizará con los turnos de descanso y todo lo demás. Las paradas las indicaré yo con una señal que haréis correr.
—Hay una cosa más —prosiguió Jeno—. Necesitamos un destacamento de caballería aunque sea pequeño: no para enfrentarnos a los persas, sino para que al menos los tengan vigilados de cerca como durante la última batalla, o para ir de avanzadilla en busca de los pasos más adecuados.
—¿Y de dónde sacamos los caballos? —preguntó Timas.
—Los desengancharemos de los carros —respondió Jeno.
Y ante aquellas palabras, casi dejé caer la jarra que tenía en la mano. Estaba hablando de renunciar a los medios de transporte.
—Apenas lleguemos al pie de las montañas —prosiguió con calma—, tendremos en cualquier caso que renunciar a ellos.
Pensé en los pies de Melisa y también en los míos y se me hizo un nudo en la garganta. ¿Cómo mantendría el paso al mismo ritmo que los demás? Y aquella muchacha embarazada que había visto en el carro, ¿qué sería de ella? ¿Y cuántas otras había en esa misma situación? Sofo había prometido que no dejaría atrás a nadie, pero hablaba de los guerreros que lo servían. Yo me temía que no hubiese tenido en cuenta a las mujeres. Pero ya estaba decidido. La elección que había hecho de modo instintivo al huir con Jeno comenzaba ahora a presentarme sus consecuencias más duras.
Los comandantes se fueron uno tras otro y se reunieron cada uno con su unidad. Sofo había cambiado desde que saliera de la sombra. Había recogido sin problemas la herencia de Clearco, había conseguido que la asamblea de los guerreros lo eligiera sin oposición.
Había impuesto su presencia, el timbre de su voz, el relámpago de sus ojos, la actitud de quien sabe lo que quiere y a dónde quiere llegar. Había un entendimiento instintivo, una corriente que fluía que le había hecho ganarse a los hombres, del primero al último. En el momento de dejar nuestra tienda miró fijamente a Jeno apoyando una mano en uno de sus hombros y dijo:
—Te diré lo que nos falta: ¡un prestidigitador que haga desaparecer a todo un ejército!
E hizo chasquear los dedos.
También tenía sentido del humor.
—Tú lo hiciste —rebatió Jeno—, en la quebrada, cuando ocultaste a los guerreros entre la hierba seca.
Los otros rompieron a reír con una carcajada descarada y despectiva, incontenible.
—Todavía recuerdo la cara que pusieron al ver cómo nos levantábamos con los escudos embrazados —dijo Jantias, el aqueo de larga y sedosa cabellera que le caía sobre los hombros y de cuello de toro.
—¡La de alguien que mira cara a cara a la muerte! —exclamó Agasias, moreno de piel, de cabellos y de mirada.
—¡Y que sabe que ha perdido la partida! —añadió Timas el dárdano, de tez aceitunada, esbelto como un sabueso y de corta barba puntiaguda.
—Si creen que nos tienen en un puño cometen un gran error —concluyó Cleanor, y parecía mirar fijamente, en ese momento, a los enemigos con sus ojos grises de halcón. Cleanor era un manojo de nervios y músculos, estaba plantado sobre dos muslos gruesos como columnas y parecía impaciente por demostrar que estaba a la altura de su tarea—. Si quieren cogernos, tendrán que venir por nosotros —siguió diciendo—, y para conseguirlo tendrán que bajar del caballo.
Salieron riendo burlonamente y sus voces se amortiguaron en la oscuridad.
Jeno se lavó y se acomodó en la estera y yo me tumbé a su lado. Hicimos el amor con un apasionamiento que me recordaba otros tiempos. Nos encontrábamos en peligro, acosados y perseguidos sin tregua, y sin embargo él estaba en el colmo de la excitación y de la energía. Él, el escritor sobre el que tantas ironías y sarcasmos habían llovido durante la larga marcha, se contaba ahora entre los pocos que tenían ideas para librar a sus diez mil compañeros del peligro de muerte. Y también tenía el valor de hacerlo. Cuando se hubo tumbado cerrando los ojos, le cogí una mano y le hice la pregunta que desde hacía un tiempo me acuciaba:
—Los persas quieren aniquilarnos, pero ¿crees que hay alguien en tu país que desee el retorno de este ejército?
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Es una intuición, una sensación, pero me gustaría que me dieses una respuesta, si te parece bien. La respuesta de Jeno fue un largo silencio.
—Si no quieres hablar, no importa.
—Este ejército está formado en su totalidad por mercenarios…
—Lo sé.
—A excepción de dos.
—Sofo…
—Sí.
—Y tú. Y esta expedición ha sido mantenida en secreto: no creo que cuanto era secreto antes pueda ahora divulgarse. ¿Quién es Sofo?
—Un oficial del ejército de Esparta. Probablemente de muy alto rango.
—¿Puedo preguntarte cómo lo sabes? ¿Te lo ha dicho él?
—Por la pulsera de mimbre que lleva siempre en la muñeca izquierda. Dentro lleva escrito su nombre y el número de la sección que manda. La tropa la lleva en la derecha. Es una costumbre del ejército espartano. Cuando uno cae en el campo de batalla puede ocurrir que su cuerpo, si no es recuperado por sus compañeros, sea despojado por los enemigos de todo cuanto lleva encima de valioso. Una pulsera de mimbre no vale nada y por tanto no la roban, pero lleva inscrita la identidad del caído. En el interior de esa pulsera está escrito «Quirísofo».
Traté de pronunciar aquel nombre interminable, pero sin resultado:
—Creo que seguiré llamándole Sofo… ¿Y cuál es su papel? ¿Por qué apareció de improviso?
—Eso no lo sé.
—¿Crees que te lo dirá?
—Creo que no.
—¿Nos salvaremos?
—Deseo con todas mis fuerzas que así sea, pero para el hombre es difícil apartarse del curso del propio destino una vez que éste ha sido hilado por las Moiras.
No sabía quiénes eran las Moiras que hilan el destino de los seres humanos, pero no por ello dejaban de atemorizarme igualmente. También en nuestras aldeas se hablaba de mujeres de largos cabellos oscuros, vestidas de negro, con unas profundas ojeras oscuras, que merodeaban de noche llevándose a los vivos al reino de los muertos donde el aire es polvo y el pan arcilla seca…
—Pero por lo que a mí respecta no dejaré de intentar nada para salvar a estos hombres. Se trata de extraordinarios combatientes y son ya mi patria, en vista de que no podré volver a Atenas.
—¿De veras quieres abandonar los carros?
—No tenemos elección.
No pregunté nada más y permanecí en silencio presa de la angustia. Él debió de advertirlo. Me estrechó contra sí y me susurró al oído: «No te abandonaré».
El día siguiente no fue menos duro que los anteriores: los ataques eran incesantes y el ejército tenía que avanzar en formación cerrada con los carros en el centro, manteniendo los escudos alzados. Era un esfuerzo enorme porque un escudo de aquellos pesaba como una fanega de trigo. Imaginaba lo que debía de parecer nuestra formación vista desde lo alto: una especie de enorme erizo metálico que avanzaba fatigosamente, atormentado por todas partes por miles de cazadores a caballo que disparaban una lluvia de flechas y de dardos de todo tipo.
Los dardos se clavaban en los escudos y los hacían todavía más pesados. De vez en cuando nuestros incursores intentaban un contraataque: apostados detrás de algún realce del terreno disparaban con los arcos y con las hondas y conseguían abatir cierto número de enemigos. Jeno me dijo que los honderos de Rodas podían darle a un hombre en medio de la frente desde una distancia de cincuenta pasos.
Llegamos a un lugar para acampar después de haber superado algunos pequeños relieves del terreno, y allí dio inicio la ejecución del plan acordado entre los comandantes. Se encendieron algunos fuegos de campamento, se plantaron algunas tiendas y se apostaron los centinelas. Apenas oscureció, los persas que nos controlaban como cada atardecer se alejaron para llegar a su campamento y nosotros empezamos a desmontarlo todo. El astro de la noche era grande y luminoso en medio del cielo, con el añadido de una hoz de luna de una curvatura perfecta y con los cuernos vueltos hacia arriba. El terreno era de un color claro y no sería difícil seguir nuestro itinerario; la oscuridad protegería la marcha nocturna. Los hombres desmontaron las tiendas y a continuación comieron algo pero, a una señal de los comandantes y con la palabra de Sofo que pasaba de un hombre a otro, se pusieron en movimiento sin el mínimo ruido.
Marchamos durante toda la noche en silencio, a buen paso. Los guerreros habían puesto los escudos sobre los carros para caminar más expeditos, pero ninguno había identificado con precisión el suyo: tenían muy claro dónde estaban y el trayecto más corto para recuperarlos y embrazarlos en caso de necesidad. Todas las órdenes pasaban de boca en boca, en voz baja y con gran celeridad.
La primera parada duró lo mínimo indispensable. Los hombres se acostaron en el suelo y durmieron un poco, luego reanudaron el camino.
Nunca olvidaré aquel viaje nocturno. No sucedió nada de extraordinario: no hubo batallas, asaltos o emboscadas. Nadie murió o fue herido: no fue más que un atravesar la noche de un extremo a otro, recorrer en silencio la oscuridad. Podían percibirse mil misteriosos aromas: el de los amarantos secos, el del polvo o de los sílex que desprenden el calor que los ha hecho arder de día, el perfume lejano de las retamas que florecían en los montes y de los rastrojos de la llanura.
De vez en cuando resonaba de la nada el canto de un ave solitaria o nos sorprendía, de imprevisto, un aleteo cuando pasábamos junto a un matorral; podía verse el astro de la noche declinar lentamente hacia el horizonte. Reinaba en el cielo una sensación mágica que se perdía en el azul, en la luna que mantenía su esplendor en el filo de la hoz de plata, y el largo desfile de hombres que cruzaba la noche se hubiera dicho un ejército de fantasmas. A veces me parecía ver blancas crines ondear al viento y recortarse contra el cielo figuras de jinetes, pero me di cuenta de que daba cuerpo a los sueños o quizá a los pensamientos de algún otro. La única realidad era el paso pesado de aquellos hombres que trataban de escapar de la aniquilación.
En un momento dado me eché en el carro porque pensaba que pronto no tendría ya aquel privilegio; debería marchar por el polvo ardiente y por el barro helado precisamente como todos los demás. Antes de cerrar los ojos pensé en Nicarco de Arcadia, en su vientre reventado: no lo veía desde hacía rato y me pregunté si estaba aún vivo o si había sido ya abandonado al borde del camino sin sepultura.
El mío era un sueño vigilante porque el traqueteo del carro y el ruido de las ruedas me impedían abandonarme a la inconsciencia. Una vez vi cernerse sobre mí la poderosa figura de Cleanor de Arcadia, que estrechaba entre sus muslos enormes los flancos de su caballo para obligarlo a afrontar, reluctante, un difícil paso en mitad de una cuesta, y poco después, más abajo, vi oscilar en la brisa la cimera del yelmo de Jeno. Los nuevos comandantes mantenían las filas de sus tropas con pulso firme.
La segunda parada fue más corta que la primera y la marcha se reanudó más lenta. El cansancio comenzaba a dejarse sentir. Finalmente, la claridad del alba iluminó el horizonte, y los cinco comandantes, más Jeno, se reagruparon en un pequeño realce del terreno y pasearon la mirada en derredor, en silencio, las mandíbulas contraídas, el puño cerrado sobre la empuñadura de la lanza. También los guerreros se detuvieron y miraron hacia el mismo lado, allí por donde podía aparecer el enemigo a caballo. Esperaron un rato y luego soltaron un grito exultante.
—¡Los hemos perdido! —gritó Jeno.
—¡Sí, los hemos despistado! —exclamó Jantias de Acaia.
—¡Lo hemos conseguido! —gritaron otros.
Pero Sofo les bajó los humos:
—Aún no. Es demasiado pronto para decirlo y no podemos relajarnos. Descansaremos un poco, quien tenga algo de comer que trate de refocilarse, y luego de nuevo en marcha. ¿Veis esas alturas? Pues allí comienzan las montañas y sólo cuando las hayamos alcanzado podremos considerarnos al abrigo de las cargas de la caballería persa. A una orden mía que cada uno se ponga de nuevo en marcha.
El sol comenzó a alzarse en el horizonte, cada vez más caluroso y despiadado, y los hombres se volvieron atrás temiendo a cada instante ver la nube blanca que anunciaba el martilleante galope de los jinetes de la estepa. Y en cambio no sucedió nada. Con un grupito de exploradores Jeno iba hacia delante y hacia atrás a lo largo de la columna y de vez en cuando llegaba más lejos, con la evidente intención de prevenir un ataque.
Hacia el mediodía el paisaje se volvió más variado y ondulado y en un determinado punto, desde una elevación del terreno, se ofreció a la vista una colina, justo enfrente de nosotros, verde, distinta del color pardo del resto del territorio. En torno a la cima había diseminadas algunas aldeas y en lo alto se erguía un palacio fortificado. Era una visión estupenda, una combinación de colores y de volúmenes tan fascinante como sólo era posible verlos en sueños. Sobre el castillo revoloteaban grandes aves con las alas desplegadas que se dejaban llevar por el viento de la tarde; en las torres flameaban banderas de tela azul y amarilla y la hierba, increíblemente verde, se movía oscilante al soplo del viento, cambiando de color y de luz a cada movimiento.
Encontraron el castillo abandonado, mientras que en las casas los campesinos esperaban temblando un ataque despiadado. Como no sabían adónde ir, se habían quedado con las mujeres y los hijos. La guerra pasaría como una tempestad imprevista y luego se propagaría lejos.
Los nuestros cogieron todos los víveres que encontraron, las vituallas reservadas para el invierno. Les servirían para sobrevivir, como también a los campesinos que las habían acumulado. Sin ellas quizá morirían o tal vez verían morir a sus hijos, a los más pequeños. A los más fuertes se los habían llevado.
Yo crucé sola el castillo porque aquella construcción sin duda la había soñado de niña y había imaginado que habitaba en ella una criatura fabulosa, un hombre capaz de transformar las piedras en oro o de alzar el vuelo de noche desde una de las torres como un ave de presa. Pasaba de una estancia a otra mirando a mi alrededor y por primera vez vi lo que Jeno llamaba «obras de arte». Figuras esculpidas en relieve, otras pintadas en las paredes, otras incluso talladas en la madera de las puertas. Miraba con la boca abierta monstruos alados, leones con cabeza y pico de pájaro, hombres que combatían contra panteras y tigres, otros también que se hacían llevar en un carro uncido con dos avestruces. Sabía que nada similar había existido jamás y que habían sido hombres los que habían creado aquellas imágenes igual que los narradores inventan historias que nunca han ocurrido en sus relatos, porque a nadie le basta la vida que lleva y quiere otras más variadas y emocionantes. ¿No había hecho eso también yo? Pero yo lo había hecho en la realidad, abandonando mi aldea, mi familia y a mi prometido para perseguir una loca aventura.
Quien vivía en el castillo se lo había llevado todo: no había quedado ni un mueble, ni una alfombra ni un lecho. Sólo encontré, en el fondo de una habitación desnuda, una muñeca, una pequeña muñeca vestida con un pedazo de lana gris. La cogí y me la llevé conmigo al campamento y me pareció haber recogido al último superviviente de una catástrofe.
Tampoco aquella noche descansamos. Sofo y el resto de comandantes estaban decididos a llevar a cabo el plan de Jeno: la distancia entre nosotros y los persas debía mantenerse a toda costa para no tenerlos encima inundándonos con una lluvia de dardos letales. Los hombres descansaron solamente una hora y vi a uno de los nuestros medir el tiempo plantando dos pértigas en tierra y esperando a que la luna cubriese el espacio entre una y otra. Ahora daban verdaderas muestras de cansancio, aunque la comida les había dado energía y ganas de proseguir: rostros fatigados, imprecaciones al mínimo tropiezo, gruñidos cuando recibían una orden. Pero Jeno era infatigable: no era ya «el escritor»: ahora era un comandante y era evidente que quería que su labor fuese digna de ser recordada y ansiaba también el aprecio de sus compañeros de aventura. A veces lo notaba ausente, lo cual me provocaba una sensación de frialdad.
Al llegar la medianoche el cielo se oscureció, nubes bajas y negras ocultaron la hoz de la luna y continuamos galopando hacia oriente. A trechos, aquí y allá, veía el súbito fulgor de los relámpagos iluminar los enormes cuerpos oscuros de las nubes del interior, encenderse sus bordes y flecos como un fuego y estallar resplandores zigzagueantes entre cielo y tierra seguidos del rugido lejano de los truenos. La estación comenzaba a declinar, los días a hacerse más cortos y las montañas incubaban tempestades. Nos internábamos en un mundo a cada paso más desconocido y extraño.
Al amanecer del día siguiente aparecieron las primeras estribaciones montañosas: se terminaba la llanura, comenzaba una tierra distinta y áspera, difícil e impenetrable, y sin embargo todos estaban jubilosos. Eran guerreros y querían combatir con armas iguales. Apenas si se veía el sol, velado y pálido detrás de una cortina de finas nubes: delante tenían una colina más bien alta que dominaba el cruce de dos grandes caminos. Por lo que entendía, tomaríamos hacia septentrión, donde nacen las tormentas y los fríos vientos que dejan ateridos los miembros.
Los cinco comandantes se reunieron en consejo formando un círculo, montados en sus caballos. Era una vista curiosa: los cuartos traseros y las colas de los animales mirando hacia fuera, las cabezas hacia dentro, de modo que se daban con los morros unos contra otros a cada momento. Eran sementales no castrados y todos querían aventajar a los demás. Yo me preguntaba si no ocurría lo mismo entre los jinetes que los montaban.
El consejo duró muy poco, el tiempo, supongo, para intercambiar algunas opiniones. Inmediatamente después Jeno separó a un grupo de infantes y los mandó a la cima de la colina para guarnecerla y defender el paso, pero apenas había dado la orden cuando otro grupo asomó por la parte opuesta: ¡persas! También ellos iban a pie, porque los flancos de la colina eran demasiado pronunciados para los caballos, pero corrían veloces al ir con armamento ligero. Jeno acicateó igualmente a su caballo Halys pendiente abajo para animar a sus hombres a ir más rápidos. Oí que uno gritaba:
—¡Eh, tú! ¡Cuesta poco decir que corran los demás cuando uno va montado a caballo: yo tengo que llevar este escudo que pesa como una losa!
No conseguí captar qué respondió Jeno, pero lo vi saltar a tierra, arrebatar el escudo del que había gritado y correr delante de todos hacia la cima. Estaban llegando más persas, la vanguardia de su ejército, y cada uno incitaba con gritos a sus compañeros para empujarlos a llegar los primeros a la cima. Era un espectáculo casi grotesco: una operación de guerra se transformaba ante mis ojos en una competición de velocidad con los espectadores apoyando a sus campeones.
Los nuestros, mandados por Jeno, llegaron los primeros y formaron en círculo pegados unos a otros. Los demás no intentaron siquiera echarlos de la cima: eran mantos rojos, mejor dejarles estar. El paso estaba tomado; ahora nuestro ejército podía atravesar la Gran Encrucijada y encaminarse hacia las montañas remontando el valle de un riachuelo.
El grueso del ejército persa llegó en las horas siguientes y se alineó a cierta distancia. Nuestros cinco comandantes se situaron en la entrada del valle montados sobre sus corceles, uno al lado del otro, y yo miraba a Jeno que resplandecía como una estrella con su armadura ornada de plata: había tenido un gran éxito, había hecho grandes méritos.
Oí una voz detrás de mí que me preguntaba:
—¿Crees que atacarán?
—¡Melisa! ¿Qué haces aquí?
—¿Crees que vendrán hacia nosotros? —repitió.
—No lo creo, ¿por qué iban a hacerlo? Nosotros estamos bien defendidos por la posición elevada. Los flancos del valle nos protegen: ellos están abajo y en desventaja. Han logrado su objetivo de empujarnos hacia una tierra baldía de la que no ha vuelto nadie.
Melisa bajó la cabeza:
—Yo exijo a mi Menón —dijo con lágrimas en los ojos.
—Nadie puede devolvértelo —respondí—. Pero aquí estás en lugar seguro. Nadie te hará ningún daño.
—¿Es cierto que quieren abandonar los carros?
—Es cierto —respondí—. No podemos subir esas montañas tirando de ellos.
—Pero yo no conseguiré salir adelante en ningún caso —dijo con voz temblorosa.
—Sólo tendrás que caminar. No será tan terrible. Primero te saldrán ampollas en los pies que reventarán y sangrarán, luego callos y finalmente te acostumbrarás.
—Pero ¡así daré asco! —gimió.
Comprendí que Menón no estaba en el fondo tan presente en su corazón como parecía. La consolé del modo más adecuado:
—Siempre te quedarán otros muchos atractivos. Cuando los hombres se vuelven para mirarte, no los he visto empezar nunca por los pies.
Melisa se secó las lágrimas.
—No has venido a verme en los últimos días.
—Tampoco tú. De todas formas, estaba muy ocupada. Pero si me necesitas, siempre puedes buscarme y contar conmigo. No te dejaré atrás.
Se me ocurrió espontáneamente pronunciar la frase que le había oído a Sofo y también a Jeno y mientras la pronunciaba me sentía también yo un pequeño comandante, porque en nuestro grupo había gente seguramente más débil que yo, empezando por Melisa.
Ella me abrazó con fuerza, dijo «gracias» y se fue. Mientras se alejaba vi que Cleanor de Arcadia la miraba y poco después también Timas de Dardania. Y ninguno de los dos le miraba los pies.
Por la noche Sofo dirigió una pequeña arenga al ejército formado:
—¡Soldados! Hemos conseguido llegar a un terreno donde la caballería de nuestros enemigos no puede molestarnos. También quisiera deciros que lo peor ha pasado, pero no puedo, porque no es cierto y ya os han contado bastantes mentiras. Lo peor está aún por llegar. Nuestro itinerario está marcado: a oriente iríamos hacia el interior del Imperio persa, en el mediodía hemos estado, y visto ya lo que es, en occidente está Tisafernes con su ejército, que ha conseguido alcanzarnos y quiere aniquilarnos. Tenemos, por consiguiente, que dirigirnos hacia septentrión, hacia las montañas, altísimas y ásperas, adonde él no nos seguirá. ¿Y sabéis por qué? Porque de ahí no ha vuelto nunca nadie. Es una tierra escarpada en la que se alzan pequeños ventisqueros que perforan el cielo, habitada por tribus salvajes y feroces. Pero esto no es todo: está el invierno, el peor de nuestros enemigos. Tendremos que remontar valles angostos, senderos escabrosos, abrirnos camino con las armas, afrontar la furia de los temporales, el fulgor de los rayos, el granizo y terribles neviscas. Como comprenderéis, en semejantes condiciones los carros serían un estorbo. Lo cargaremos todo a lomo de animal y los quemaremos. Así seremos más rápidos y ligeros. ¡Ya os dije cuando dieron muerte a nuestros comandantes que esto no nos doblegaría, y os repito que no conseguirán detenernos! Y ahora quemad los carros.
Los hombres obedecieron, descargaron las vituallas, las tiendas y las armas y amontonaron los carros todos juntos. Hubo un momento de vacilación, luego uno de los soldados al que no había visto nunca antes cogió un tizón de un fuego y lo lanzó en la pila.
Las llamas hicieron presa casi enseguida, avivadas por el viento, y la madera seca y madura ardió crepitando con unas llamas azuladas. Se alzó una hoguera gigantesca que seguramente nuestros enemigos vieron de lejos. La luz intensísima iluminaba a los guerreros que estaban inmóviles y como atónitos mirando en silencio. Ninguno de ellos podía imaginar en aquel momento qué sucedería después de que el fuego se hubiera convertido en cenizas.