XIII

Nuestros enviados volvieron por la mañana, después del amanecer, con una respuesta positiva. Tisafernes aceptaba la cumbre, es más, mandaba decir que estaba encantado porque todas las dificultades y los malentendidos se allanarían. Habían elegido incluso el lugar del encuentro: un pabellón a escasa distancia del Tigris, a tres estadios tanto de nuestro campamento como del suyo.

Clearco decidió partir esa misma mañana. Lo seguían los comandantes de las grandes unidades: Agasias de Arcadia, Sócrates de Acaia, Menón de Tesalia y Próxeno de Beocia. Detrás iban unos veinte comandantes de batallón y cincuenta hombres de escolta escogidos entre los más fuertes y valerosos. Traté de nuevo de hacer comprender a Jeno la enormidad del peligro:

—¿Por qué todos esos hombres? ¿Por qué todos los oficiales superiores? ¿No bastaba con un par de representantes elegidos entre los más expertos e inteligentes? ¿O bien no bastaba con Clearco solo?

—Parece que Tisafernes insistió: quiere que sus oficiales se encuentren con los nuestros; se celebrará un banquete, habrá un intercambio de obsequios, en suma, quiere crear un clima de confianza mutua —respondió.

—¡No puedo creerlo! ¿Unos hombres expertos que combaten desde hace años no se dan cuenta de que podría ser una trampa? Reflexiona un momento y trata de imaginar qué sucedería si fuese cierto. De un solo golpe vuestro ejército quedaría descabezado. Todo el estado mayor eliminado en un instante.

—No es tan fácil —replicó Jeno—. Los nuestros son formidables combatientes y además se han tomado todas las precauciones. Clearco no es ningún estúpido. Se cerciorará de que no haya otros persas presentes en el encuentro. Es un terreno llano, ya lo has visto, no hay manera de esconder grandes fuerzas. Y Clearco ha querido ir enseguida justamente para no darles tiempo a preparar una emboscada. Para vencer a cien de los nuestros hacen falta por lo menos trescientos de los suyos si quieren estar seguros. ¿Y dónde esconder a todos estos hombres? Estate tranquila y no digas una palabra a nadie, pues me ridiculizarías.

Eso me dijo, pero yo hubiera querido gritarles que no fueran, que no se expusieran a un peligro mortal. Presentía que mis miedos no eran fantasías, sino verdaderas premoniciones. Me situé, en cualquier caso, al borde del camino con un ánfora para el agua entre las manos y les miré alejarse al paso. Clearco avanzaba majestuosamente delante de todos, cubierto por la armadura de hierro adornada de oro, el manto negro sobre los hombros. Detrás de él iban Sócrates de Acaia, con la coraza de bronce repujado, y Agasias de Arcadia, coraza y grebas de bronce plateado, ambos con mantos azules. Próxeno de Beocia vestía de negro como Clearco, pero con una coraza de lino prensado blanca, decorada con tiras de cuero rojo y una gorgona pintada en el peto. Cerraba la fila de los comandantes de las grandes unidades Menón de Tesalia. Resplandecía con su armadura de bronce bruñido con realces en oro, las grebas orladas de plata, el yelmo con la cimera blanca bajo el brazo izquierdo, y blanco, como siempre, el largo manto elegantemente echado sobre el lomo de su semental. Detrás desfilaban los comandantes de batallón en fila de cuatro. Al lado, dividida en dos grupos de veinticinco, la guardia personal.

Cuando Menón pasó junto a mí lo miré con una expresión tan apesadumbrada que él se dio cuenta y me respondió con un gesto tranquilizador, como diciendo «todo irá bien». Luego volvió la cabeza para saludar a alguien a mis espaldas y también yo me volví en la misma dirección.

Melisa estaba a cierta distancia, envuelta en un manto militar que la cubría únicamente hasta las rodillas, y mantenía la mano derecha levantada.

Tenía lágrimas en los ojos.

El tiempo parecía no pasar y se percibía en el campamento una fuerte tensión, como si de esa misión dependiera el futuro de todo el ejército, y en cierto sentido así era. Los hombres hablaban en voz baja entre sí, divididos en pequeños grupos. Había quien se acercaba a las alturas que había junto al campamento y subía a mirar hacia mediodía con la esperanza de descubrir a alguno de los nuestros. Otros, desde abajo, gritaban con las manos en embudo preguntando si se veía aparecer a alguien. Yo era la única que estaba realmente preocupada.

El sol parecía clavado en medio del cielo.

Me reuní con Melisa.

—¿Te ha dicho algo antes de partir? —le pregunté.

—Me ha besado —respondió.

—¿Nada más?

—No.

—¿No te ha dicho qué pensaba de esta misión?

—No. Pero parecía tranquilo.

—¿Y tú por qué llorabas?

—Porque tengo miedo…

—Una mujer enamorada no puede dejar de sentir inquietud cuando el hombre al que ama afronta un peligro. Es como una carencia, un vacío, un vértigo…

—Pero tú eres afortunada. Tu Jeno no tiene obligación de combatir.

—No. Pero en nuestro carro hay dos armaduras completas y él quiere cumplir su obligación. Lo hizo en Cunaxa y lo hará de nuevo. La situación empeora con el paso de los días y llegará el momento en que cada hombre en condiciones de manejar la espada resultará indispensable. Yo sólo les pido a los dioses que vuelvan todos sanos y salvos, y después no tendremos nada que temer. Tratemos de mantener el ánimo. Jeno me ha dicho que Clearco es un hombre sensato y que seguramente ha tomado todas las precauciones. Volverán y esta pesadilla pronto será sólo un recuerdo.

Melisa calló, absorta en sus pensamientos, luego suspiró:

—¿Por qué odia Jeno a Menón?

—No lo odia. Quizá lo teme. Son demasiado distintos, vienen de experiencias opuestas. Jeno fue educado por grandes maestros en el culto de la virtud. Menón fue educado en el campo de batalla. Jeno soñaba con convertirse en protagonista de la vida política de su ciudad, Menón sólo ha tenido que preocuparse por sobrevivir, evitar las heridas y la muerte…

—… además de la cárcel y las torturas. Es lo que más teme.

—Creía que Menón de Tesalia no conocía el miedo.

—Y en cambio así es. No teme morir. Lo que más le aterra, aunque no deje entreverlo, es caer en manos del enemigo, sufrir las horribles mutilaciones que vio infligidas en el cuerpo de Ciro, verse desfigurado por los tormentos. Concibe la perfección física como un valor absoluto, una obra demiúrgica que nadie puede violar.

—¿Qué significa «demiúrgica»? —pregunté yo.

—Significa que es obra del Sumo Hacedor, el que nos ha creado a todos.

Nos interrumpió el toque de una trompeta. ¡Alarma!

—¿Qué pasa? —pregunté.

Melisa me miró durante un instante y en su mirada ambarina, tan luminosa, vi materializarse todas las angustias que hasta ese momento la habían atormentado.

Salimos enseguida de la tienda y corrimos hacia la linde meridional del campamento, donde se entreveía ya una aglomeración de personas.

La trompeta seguía lanzando la señal de alarma, un sonido insistente y penetrante que resultaba desgarrador. Ya se oían las palabras de los soldados:

—¿Quién es?

—Es uno de los nuestros. ¿No ves la gualdrapa del caballo?

—¡Pero si a duras penas se sostiene en la silla!

—Sí, mirad, va doblado, podría desplomarse en cualquier momento.

—¡Está herido! Su caballo está bañado en sangre.

Como siempre, apareció de la nada Sofo montado en su caballo negro. Lo seguía a escasa distancia Neón, armado hasta los dientes.

—¡Que vengan enseguida conmigo los que tengan un caballo! ¡Todos en orden de batalla, formad inmediatamente, líneas cerradas! ¡Pegaos a la colina, en semicírculo, rápido, no hay tiempo que perder!

No había terminado de decirlo cuando apareció en el horizonte una polvareda y formas espectrales de caballos y jinetes a todo galope.

—¡Venid conmigo! —aulló Sofo.

Y espoleó a su caballo a gran velocidad. Neón y otros tres le siguieron intuyendo sus intenciones. Alcanzaron al jinete ensangrentado, dos lo flanquearon sosteniéndolo por los hombros, Sofo cogió las bridas del caballo, Neón se situó detrás, de retaguardia.

Comenzaban a llover flechas por todos lados en torno a ellos, pero mientras tanto la trompeta había cambiado de toque. Ahora llamaba a reunión y los guerreros corrían bajo las banderas como si en aquel toque resonase la voz del comandante Clearco que ya no estaba. Formaron en orden cerrado dando la espalda a una colina que se alzaba como un promontorio desde oriente hasta casi la orilla del Tigris.

Ahora podía verse la escena en toda su cruda realidad. El guerrero a caballo tenía el vientre reventado y se aguantaba las entrañas con las manos recubiertas por completo de sangre, su rostro era un rictus de dolor y seguramente se habría caído de no haberlo sostenido. Sofo tiró de las bridas de su caballo y sofrenó también el del soldado herido. En un abrir y cerrar de ojos saltaron a tierra y, sosteniéndolo por los brazos y las piernas, corrieron a refugiarse detrás de las filas de los nuestros, que se abrieron al llegar ellos y se cerraron de inmediato.

Oí la voz de Sofo que gritaba:

—¡Un cirujano! ¡Llamad enseguida a un cirujano!

Melisa y yo corrimos a su lado pensando que podríamos serle de ayuda al cirujano cuando comenzara a ocuparse del herido. Melisa seguía preguntando:

—¿Quién es? ¿Le han reconocido? ¿Quién es?

—No lo sé. Pero no es nadie que conozcamos, seguro.

Al poco llegaron los persas, pero encontraron a la falange formada, erizada de puntas metálicas, impenetrable, y cambiaron de dirección corriendo alrededor y lanzando una lluvia de flechas que cayeron sin causar daño sobre la muralla de escudos levantada como protección.

Melisa y yo alcanzamos el pie de las colinas: el cirujano estaba ya inclinado sobre el herido y preparaba su instrumental sobre una tira de cuero que descansaba en el suelo.

—Traedme agua y vinagre, si encontráis —dijo apenas nos vio—. Enseguida, o este hombre morirá.

Fuimos a buscar el agua y el vinagre, y cuando volvimos vi a Sofo de pie mandando hacia delante a la falange en apretadas filas, en dirección a los jinetes que ahora tenían el Tigris a sus espaldas.

El cirujano lavó la espantosa herida y dio al guerrero un pedazo de cuero para que lo mordiera a fin de no gritar. Nos mandó que lo sujetáramos de los brazos y empezó a coser. Empujó con las manos los intestinos dentro de la cavidad del abdomen y se puso a coser primero la red que los sostenía y luego los músculos y la piel. El dolor era tan fuerte que el rostro del soldado parecía contraído hasta lo increíble.

En aquel momento llegó uno de los oficiales superiores que se habían quedado, Agasias de Estinfalia, y preguntó:

—¿Ha dicho algo más?

—No —respondió el cirujano—. ¿Te parece que está en condiciones de conversar?

—A Sofo le ha dicho que los nuestros han muerto todos y que los comandantes han sido apresados.

Melisa no consiguió contenerse y preguntó:

—Entonces, ¿los comandantes están vivos?

No obtuvo respuesta. El cirujano, una vez que hubo terminado de coser, derramó vinagre sobre el corte arrancando al herido un último bramido de dolor.

—¡Los persas se van! —se oyó gritar a alguien.

Agasias miró por un momento hacia el lado de la falange y luego se volvió de nuevo hacia el cirujano:

—¿Cuánto puede vivir?

—Un mandoble le ha cortado los músculos del abdomen y la red arterial, pero no ha lesionado los intestinos. Podría sobrevivir un par de días o quizá más.

—Mantenle con vida. Necesitamos saber todo lo que pueda decirnos.

El cirujano suspiró y empezó a cuidar la herida.

Aquel pobre muchacho era un arcadio, se llamaba Nicarco y, aunque debía de sentir un dolor insoportable, se derrumbó extenuado por el cansancio en cuanto el cirujano hubo terminado su trabajo y perdió el conocimiento.

—No le dejes —dijo a Melisa—. Volveré más tarde. Y se dirigió hacia el campamento.

El sol se había puesto ya y oscurecía. El escuadrón persa se había retirado y desaparecido. Fracasado el efecto sorpresa, debían de haber regresado a sus bases: no podían esperar arrollar a la barrera de la falange. Una vez más los mantos rojos infundían al enemigo un temor reverencial. Sofo había partido con un destacamento de exploradores a caballo para patrullar la zona de más abajo, en dirección al campamento persa, y por el momento no se le veía volver. Hasta pensé que podía haber ido a ofrecer la rendición, pero enseguida descarté la idea: era él quien había formado al ejército y salvado a Nicarco de Arcadia, al menos por el momento.

Busqué a Jeno, a quien no veía desde hacía un rato, y cuando entré en nuestra tienda vi que se estaba revistiendo con la armadura: la más hermosa que tenía, de bronce repujado similar a la musculatura del tórax, una espada de funda decorada con figuras de esfinges aladas, un cinturón de malla de plata, un yelmo corintio con una cimera de un rojo encendido y un par de grebas de bronce plateado con dos cabezas de león en relieve a la altura de las rodillas. Su aspecto era impresionante, parecía otra persona:

—Me asustas —dije, pero no le hice ninguna pregunta ni proferí palabra alguna, porque sabía que dijera lo que dijese le irritaría; mi mirada, en cualquier caso, debió de ser igualmente elocuente.

Todo lo que temía había pasado, y lo que más me hería era que se habría podido evitar sólo con que alguno de aquellos grandes guerreros hubiera querido hacer caso a una muchacha.

Jeno se echó un mantón gris sobre los hombros y se alejó caminando lentamente por en medio del campamento. Yo lo seguí con la mirada.

La vista era desalentadora. Los hombres eran presa del desconsuelo, estaban sentados aquí y allá en grupos y hablaban en voz baja. Había otros sentados aparte con la cabeza gacha. Quizá pensaban en sus hogares, en sus esposas, en sus hijos, a los que no volverían a ver más. Aquí y allá se oía un canto melancólico, un coro quedo en un dialecto del norte que no comprendía. Quizás eran los hombres de Menón de Tesalia a los que faltaba el comandante del maravilloso manto blanco y la voz más hermosa y poderosa, el rubio solista.

Algunos habían encendido un fuego, otros trataban de preparar algo para cenar, pero la mayoría de los hombres parecían atontados, heridos por el rayo. No había nadie que los mandase, estaban rodeados de enemigos por todas partes, no sabían siquiera dónde se encontraban y por qué camino podrían volver a casa. Pero de pronto vi a Jeno subir de un salto a un carro y gritar:

—¡Soldados!

En el imprevisto silencio que se hizo, su voz resonó como un toque de trompeta, y muchos se dirigieron hacia donde él estaba. Iluminado por las llamas de una hoguera, parecía una aparición. Debía de haber meditado aquel efecto, debía de haber estudiado muy cuidadosamente qué se pondría y cómo aparecería ante sus hombres.

—¡Soldados! —gritó de nuevo—. Los persas nos han traicionado y, como sabéis, han apresado a nuestros comandantes y matado a nuestros compañeros que fueron al encuentro con las banderas de la paz. Habían jurado que marcharíamos conjuntamente hasta la costa y que este pacto se mantendría para establecer en el futuro relaciones de amistad y acaso de alianza. También Arieo nos ha traicionado. Desde hace ya tiempo, acampaba con el ejército de Tisafernes y había cortado todo contacto con nosotros y nuestro mando…

A medida que su discurso tomaba impulso, los guerreros se acercaban al carro, primero en pequeños grupos y luego en secciones enteras. Muchos habían tomado las armas y se habían presentado con todo su equipo de combate para demostrar que no tenían miedo. Mientras paseaba la mirada en derredor, vi llegar de improviso de la oscuridad la forma de un jinete que avanzaba a paso de andadura y que se detenía inmóvil en la linde del campamento.

Jeno continuó su discurso:

—No podemos quedarnos inertes esperando el golpe de gracia. Tenemos que reaccionar. Por desgracia no podemos hacer nada para salvar a nuestros comandantes. Quizás a esta hora ya estén muertos, y espero que hayan tenido una muerte rápida, digna de los guerreros que son, pero nosotros hemos de pensar en el futuro, en la vuelta, en el largo camino que nos separa de nuestros hogares…

Oí a uno de los soldados cerca de mí dirigirse a un compañero:

—Pero ¿no es ése el escritor?

—Sí, es él. Pero si tiene alguna idea que pueda sacarnos de este infierno, vale la pena escucharle.

—A escasa distancia de aquí —continuó Jeno—, extendido sobre una estera, yace un muchacho con el vientre reventado. Está agonizando y los médicos no saben si mañana estará aún entre nosotros o si habrá descendido al Hades. Ya lo habéis visto: ha tenido el valor de llegar hasta aquí sujetándose las entrañas con las manos para dar la alarma y salvarnos de la agresión enemiga. No podemos permitir que su sacrificio sea inútil, debemos ser dignos de su valor sobrehumano. Propongo que nos reunamos en asamblea y elijamos a nuevos comandantes para las grandes unidades, para suplir a los que hemos perdido y también nuevos comandantes de batallón. Vosotros me visteis combatir en Cunaxa, pero no formaba parte de vuestras unidades. Estaba presente sólo porque Próxeno de Beocia me había invitado a seguirlo, pero he sido oficial de caballería y sé cómo organizar este tipo de unidades. Las necesitaremos para explorar los pasos, para ocupar los desfiladeros por los que tendremos que pasar, para hacer reconocimientos en el territorio y protegernos de eventuales emboscadas, para perseguir a los enemigos en fuga y hacer que no vuelvan ya a amenazarnos.

El jinete tocó con los talones el vientre de su caballo y avanzó lentamente hasta el carro desde el que Jeno estaba hablando: Sofo. ¿Quién si no?

Quizás había venido porque finalmente había llegado su momento; es más, me parecía incluso molesto por la iniciativa de Jeno, como si hubiera querido estar en su lugar.

—¿Y a dónde iremos, ateniense? —preguntó alzando de golpe la voz.

Jeno lo miró y comprendió.

—¿Que adónde iremos? No tenemos mucha elección. No podemos volver atrás, no podemos ir hacia oriente porque nos alejaríamos de nuestros hogares y acabaríamos en el corazón del Imperio. No podemos ir hacia occidente porque más allá irá el ejército de Tisafernes con ese bastardo de Arieo. Debemos, pues, tomar hacia septentrión, atravesar las montañas y llegar a nuestras ciudades del Ponto Euxino. Una vez allí nos será fácil encontrar las naves que nos lleven a casa.

—Un plan excelente —aprobó Sofo apeándose de su caballo y subiendo al carro al lado de Jeno—. ¿Alguien tiene alguna pregunta u objeción que hacer?

Su imprevista aparición provocó un vago murmullo. Hasta aquel momento Sofo se había mantenido siempre al margen, no había tomado postura, raramente había sido consultado. Tampoco se sabía si había tomado parte de la batalla de Cunaxa, pero yo sí sabía que no había participado en ella. Durante determinados períodos de nuestra expedición parecía haber desaparecido totalmente. Pero ahora comprendía que había llegado su turno.

Me había hecho también una idea de cuál podía ser su papel. Debía ser el de alguien que observa para contar, pero también el de hombre en la reserva, el que, cuando todo fuera mal, cuando la situación se precipitase, tuviera la energía, la inteligencia, el valor y la astucia de reaccionar e inducir también a los demás a hacerlo. Se veía a las claras que en su vida no había hecho más que una cosa: combatir. Ahora estaba allí subido al carro al lado de Jeno, revestido con su armadura y con un manto negro sobre los hombros. La señal era clara y nadie parecía querer ignorarla, nadie reclamaba para sí el mando.

Se adelantó uno de nuestros intérpretes indígenas.

—Yo he oído decir que por esa parte no hay escapatoria de ningún tipo. El terreno es inaccesible, el clima, muy riguroso, el territorio, una sucesión de cimas altísimas, de ásperas cordilleras, de ríos de corriente tumultuosa, de interminables ventisqueros. Esas tierras desoladas están habitadas por unas tribus salvajes ferozmente apegadas a sus tierras, indomables. Se cuenta que un ejército de cien mil hombres del Gran Rey se adentró en ese territorio hace algunos años. Nadie volvió.

Las palabras del intérprete ahogaron todo ruido, el campamento se sumió de nuevo en el espanto.

—No he dicho que fuera a ser un paseo —replicó Jeno—. He dicho que no tenemos elección. Pero si alguien tiene una idea mejor, que se adelante y la exponga.

Se hizo un silencio absoluto; sólo las voces de la naturaleza salvaje, de los chacales y de las aves nocturnas, pudieron oírse claramente.

Habló Sofo.

—¡Soldados! —tronó—. Habéis oído bien, no tenemos elección y, por tanto, iremos hacia septentrión. Afrontaremos las pruebas que nos esperan: subiremos por las montañas remontando el curso de los ríos, ocuparemos los pasos con unidades rápidas y los mantendremos abiertos hasta que el último de nosotros haya pasado. Ninguno de vosotros será abandonado, ni los enfermos ni los heridos, todos serán socorridos y se les ayudará a recuperarse. ¡Ninguno será dejado atrás!

»Por el camino nos procuraremos lo necesario: mantas y prendas de abrigo para protegernos del frío, y comida. Si nos atacan, responderemos, y quien nos la juegue se arrepentirá de haberlo intentado. ¡Soldados, somos diez mil! No nos ha domado el ejército del Gran Rey treinta veces más numeroso, no nos detendrán las tribus salvajes de las montañas.

»Soy Quirísofo de Esparta y os pido que me confiéis el mando de este ejército en lugar de Clearco. Podréis contar conmigo de día y de noche, haga frío o calor, tanto si estáis sanos como si estáis enfermos. ¡Correré todos los riesgos, afrontaré todos los peligros y amenazas y, por todos los dioses del Cielo y del Infierno, os devolveré a vuestros hogares, os lo juro!

En otra situación quizás habría estallado un rugido, un grito de entusiasmo ante aquellas palabras, pero eran demasiadas las incógnitas y las incertidumbres, demasiadas las dudas; los guerreros se daban cuenta de cuáles y cuántas eran las dificultades que les aguardaban y ya sabían que muchos de ellos caerían, que la Cer de muerte estaba ya señalando con negra calina a quienes se llevaría con ella al Hades. Se alzaron unas pocas voces para aclamar el discurso. Sofo prosiguió diciendo:

—Sé cómo os sentís, pero os juro que mantendré mis promesas. ¡Ahora votad! ¡Quién esté de acuerdo conmigo que se adelante y toque el asta de mi lanza! Si la mayoría de vosotros no me da su confianza, no importa, obedeceré al que elijáis en mi lugar, pero antes de que monte el tercer turno de guardia, este ejército deberá tener un comandante o dentro de pocos días estaremos todos muertos.

Pensé en cómo debían de sentirse Clearco y Agasias, Próxeno y Sócrates, y sobre todo Menón. Éste me había contado las atrocidades de los tormentos que se estilaban entre los persas con un espantoso realismo, y ahora él era la víctima. Lo sentí por él, con un nudo en la garganta y un vacío en el corazón que me hacía tambalear. ¿De qué color era en ese momento su manto blanco? ¿Y qué quedaba de su cuerpo escultural?

Fue Jeno el primero en tocar el asta de la lanza de Sofo. Después de él Agasias de Estinfalia y luego Glus y Neón, que lo miró fijamente un momento a los ojos, y luego otros oficiales y, uno por uno, todos sus hombres en ordenada fila.

Pero yo no conseguía estarme de brazos cruzados mirando aquel largo desfile de hombres que elegían a los nuevos comandantes. Quería saber qué había sido de los que habíamos perdido. Quería saberlo por Melisa, que se atormentaba en la incertidumbre.

No sé cómo encontré el valor, pero conseguí alejarme y alcancé la orilla del Tigris. Me desnudé atándome el vestido en torno a la cintura, me metí en el agua y me dejé llevar por la corriente. Había en el cielo una luna casi llena, y el río brillaba con mil reflejos; el agua estaba tibia. No hizo falta mucho para llegar al lugar donde se alzaba el pabellón. Era una gran tienda semejante a las que utilizan los nómadas del desierto, sostenida por unos palos y unos largos tirantes. No había otras en una amplia extensión de terreno: aquél debía de ser el lugar en el que se había producido la emboscada, y estaba ocupado aún porque se veía traslucir del interior la luz de las linternas y los centinelas habían encendido un fuego en el lado sur.

Me acerqué a la orilla y permanecí pegada al terreno para no ser descubierta, porque más allá, en un amplio radio, había nutridos grupos de jinetes persas diseminados en torno a la tienda. Enseguida comprendí de qué modo se había producido la emboscada. En la orilla había pisadas por todas partes: se veían huellas de calzado hasta donde alcanzaba la vista y rastros de barro que se dirigían hacia la tienda. Junto a mí vi numerosas cañas cortadas a la medida de un codo y abandonadas sobre el terreno. Cogí una y soplé dentro: estaba vacía.

He aquí de donde había partido la emboscada: ¡del río! Los incursores se habían escondido debajo del agua, entre la vegetación palustre, respirando con las cañas, y luego se habían lanzado fuera de improviso, una vez que los nuestros hubieron entrado en la tienda, y habían arrollado a nuestra guardia probablemente disparando a distancia con el arco. Tal vez eran los mismos que ahora patrullaban el terreno alrededor. Me quedé allí, agazapada en el fango esperando, largo rato, hasta que la luna comenzó a acercarse al ocaso.

¡En aquel momento los vi salir!

Estaban encadenados y eran conducidos uno detrás de otro; el primero iba atado a la silla del caballo de un oficial persa. No conseguí reconocerlos y no intenté acercarme más para no ser descubierta. Sólo cuando todos hubieron desaparecido a lo lejos me dirigí a la tienda abandonada dando vueltas alrededor de ella. Vi los cuerpos insepultos de nuestros soldados con los que los persas se habían ensañado; los chacales estaban completando la obra. Dentro de poco no quedarían de ellos más que los huesos, de esos jóvenes que sólo un día antes estaban llenos de vida y de valor.

Miré al interior de la tienda, pero no pude descubrir nada: las linternas ya no iluminaban y todo estaba oscuro, no se distinguía nada.

Me volví a poner en camino a buen paso, volví a subir por la orilla izquierda del río y llegué al campamento antes de que fuese de día.

Sofo había sido confirmado como comandante por la gran mayoría de los guerreros, los otros oficiales caídos en la emboscada habían sido simplemente reemplazados mediante el método de levantar la mano: Agasias de Estinfalia, Timas de Dardania, Jantias de Acaia y Cleanor de Arcadia, aparte de Jeno. Cuando todo hubo terminado, estaba a punto de romper el día.

Nadie había dormido, nadie había comido. Aquéllos jóvenes no tenían en el cuerpo más que la desesperada voluntad de sobrevivir.