Nos proporcionaron unos guías para que nos condujeran a donde podíamos abastecernos de comida. No fue un trayecto fácil. Encontrábamos canales llenos de agua y cada vez teníamos que dar con la manera de cruzarlos. Clearco era el primero en dar ejemplo aferrando una segur y abatiendo grandes palmeras para construir pasarelas sobre las que hacer transitar a los hombres, carros y caballos. A veces, si no había material para construir puentes lo bastante anchos, se desmontaban los carros: las ruedas eran transportadas haciéndolas rodar sobre la pasarela, los tablados eran arrastrados con cuerdas sobre el agua como si fueran balsas y vueltos a montar en el otro lado.
Al ver a Clearco prodigarse así pese a su edad madura, los jóvenes se empeñaron al máximo y exprimieron de sus cuerpos todo resto de energía para acortar el tiempo que les separaba del momento en que finalmente podrían aplacar el hambre y recuperar fuerzas.
Ya otras veces había considerado que esos muchachos habían empleado a fondo sus últimos recursos, y cada vez había asistido al prodigio de nuevas energías arrancadas a la fuerza de los cuerpos exhaustos. También yo comenzaba a creer en la leyenda de los mantos rojos, también yo me daba cuenta de que cada uno de aquellos hombres valía por diez de los asiáticos a los que se enfrentaban.
Finalmente llegamos, hacia el atardecer, al lugar establecido: un grupo de aldeas diseminadas en medio de una llanura muy fértil. Había centenares de palmeras cargadas hasta lo increíble de dátiles y decenas de graneros con la característica forma apuntada, rebosantes de trigo, cebada, escanda y vasijas llenas de vino de palma. Los oficiales tuvieron que dar órdenes muy severas para que sus hombres no se arrojaran sobre la comida y el vino y no se atiborrasen más de lo debido. Se repartieron raciones moderadas, pero aun así muchos se sintieron mal, vomitaron o tuvieron fuertes dolores de cabeza.
Los médicos echaron la culpa a aquel tipo de vino al que los hombres no estaban acostumbrados y también a los palmitos, cuyos cogollos eran muy duros y llenos de fibras difíciles de digerir. En cualquier caso, el ejército pudo aplacar su hambre y recuperar fuerzas.
Me he preguntado muchas veces por qué el Rey cometió semejante error. Bastaba con esperar, esquivar, confundir, y el hambre y el agotamiento habrían decidido la suerte de sus enemigos. ¿Por qué no lo hizo? No hay una explicación: el Rey pensaba que no había límite para la capacidad de resistencia de los mantos rojos, que nada los doblegaría. Mucho más extraño aún es que no hiciera envenenar la comida y el agua con la que nos alimentábamos y calmábamos la sed. Jeno pensaba que era por nobleza de espíritu y de sentimientos: simplemente el Gran Rey admiraba el valor y el coraje y pensaba que hombres de aquel temple no merecían una muerte indigna.
Es posible. El caso es que al día siguiente llegó la embajada enviada por el Gran Rey. Era una delegación del más alto rango. Formaban parte de ella el cuñado del Rey y Tisafernes, uno de los más brillantes generales de su ejército, que se había distinguido grandemente en la batalla contra Ciro y que ocuparía el puesto del príncipe muerto como gobernador de la provincia de Lidia. Llegaron sus magníficos caballos niseos enjaezados con arreos de oro y plata, suntuosamente ataviados con calzones de finísima gasa, escoltados por un grupo de jinetes de las estepas, con corazas y yelmos de cuero y largos arcos terciados.
Jeno me lo describió como un encuentro incluso cordial. Tisafernes y sus dos acompañantes estrecharon la mano a Clearco y a todos los oficiales superiores por turno. Luego se pusieron a negociar. Tisafernes dijo que el Gran Rey se mostraba bien dispuesto respecto a nosotros y estaba decidido a dejarnos partir, por más que muchos de sus consejeros fueran contrarios a crear un peligroso precedente. Pero debíamos aceptar determinadas condiciones.
Entonces habló Clearco:
—Nosotros no conocíamos la verdadera finalidad de la expedición de Ciro… —Y al pronunciar aquellas palabras mentía y decía la verdad al mismo tiempo. Mentía porque él había sabido siempre el verdadero objetivo de la expedición y decía la verdad porque la gran mayoría del ejército lo ignoraba por completo—. Pero cuando la supimos nos pareció de cobardes abandonar al hombre que nos había enrolado y alimentado hasta ese momento, y así nos batimos lealmente a sus órdenes logrando la victoria en el lugar en que estábamos formados. Pero ahora Ciro está muerto y nosotros, libres de toda obligación, no debemos responder a nadie más que a nosotros mismos. Escúchame bien: sólo queremos una cosa, volver a casa. El resto no nos interesa. No os crucéis en nuestro camino y todo irá bien. Tratad de impedirnos el paso y nos batiremos hasta la última gota de sangre. Y ya sabéis lo que quiero decir.
Los embajadores se miraron a la cara mientras el intérprete traducía; luego habló de nuevo Tisafernes:
—Ya os lo he dicho: a nosotros nos parece bien que volváis allí de donde venís, pero nada de saqueos, nada de violencia. Debéis comprar lo que necesitéis en los mercados.
—¿Y si no hay mercados?
—Entonces podréis abasteceros del territorio, pero sólo para lo estrictamente indispensable y bajo nuestra vigilancia. ¿Qué me respondéis?
Clearco y los suyos se retiraron para deliberar; pero de hecho la decisión estaba ya tomada en vista de que las condiciones propuestas eran razonables.
—Aceptamos —fue la respuesta.
—Muy bien —dijo Tisafernes—. Ahora nosotros volveremos con el Rey para la ratificación del tratado. Apenas contemos con su asentimiento regresaremos aquí y podremos comenzar nuestro viaje de vuelta hacia la costa, porque también yo deberé tomar posesión de aquellos lugares. No os mováis de aquí o nuestro acuerdo quedará anulado.
Clearco lo miró a los ojos:
—Espero que no tengáis la tentación de hacernos caer en una trampa. Sería algo pésimo para todos.
Tisafernes sonrió descubriendo una doble hilera de dientes blanquísimos debajo de sus poblados bigotes negros.
—Si queremos hacer juntos un viaje tan largo estará bien comenzar por fiarse los unos de los otros, ¿no os parece?
Dicho esto, se despidió, montó a caballo y lo espoleó.
—¿Qué os parece? —preguntó Clearco a los suyos.
Jeno respondió que él estaba de acuerdo, tanto más cuanto que no había elección, pero dejaba la decisión en manos de los oficiales, que, uno tras otro, dijeron que estaban dispuestos a aceptar las condiciones de Tisafernes.
—Entonces, esperemos —dijo Clearco.
—Esperemos, pues —repuso Menón de Tesalia—, pero no mucho.
Y se fue.
Pasaron tres días sin que sucediera nada, y alguno comenzó a preocuparse. Jeno me acompañaba al pozo cuando yo iba a sacar agua, porque temía algún ataque por sorpresa. La confianza que tenía en las buenas intenciones de los persas comenzaba probablemente a tambalearse. Con el paso del tiempo la inquietud se extendía cada vez más: no había noticias y nadie sabía qué pensar.
Fui a hacer una visita a Melisa, a la que no veía desde hacía días, y la encontré bien instalada en su tienda y con dos sirvientas que la atendían.
—¿Has encontrado un nuevo amigo? —le pregunté.
—He encontrado al que buscaba —respondió ella.
—¿A Menón?
Melisa asintió sonriendo.
—Increíble. ¿Cuándo fue?
—La noche en que llegaron los embajadores. Estuvo presente en el consejo de estado mayor y luego, de vuelta a su alojamiento, pasó por delante de mi tienda. Lo invité a entrar para ofrecerle una bebida fresca. Un ofrecimiento difícil de rechazar con este calor. Vino de palma rebajado con agua y aromatizado con menta. Encontré en el campamento un ánfora rezumante con la que se puede obtener una temperatura casi gélida.
—¿Y cómo lo haces?
—Es muy simple. Son ánforas hechas con una pasta tosca y cocidas a altas temperaturas, por lo que se vuelven porosas. Basta con exponerlas donde sopla un poco de aire y mojarlas continuamente. El líquido del interior se enfría cada vez más.
—Supongo que le sedujiste con algo más…
—¿Te refieres a esto? —Sonrió llevándose la mano al pubis—. Después… Después que se sentó, y se relajó, después de que hubo probado esta bebida extraordinariamente fresca y que quita la sed. Después de que lo hube lavado con una suave esponja y secado con un lino finísimo y perfumado con espliego…
—No creo que exista hombre que se te resista. Conseguiste seducir al Gran Rey en persona.
—Tengo cierta experiencia… Menón cedió cuando comencé a acariciarlo, pero no se ha abandonado nunca del todo. Es increíblemente suspicaz y desconfiado, y seguro que su pasado esconde algo terrible que no he conseguido descubrir.
—¿Ha dormido contigo?
—Sólo una noche. Desnudo, pero con la espada siempre al lado. Y una vez que me levanté para beber me la encontré en la garganta. Tenías razón: es como dormir con un leopardo. Lo primero de lo que te das cuenta es de que podría matar con la misma facilidad con que se toma un vaso de agua. Me refiero a matar a cualquiera, sin distinción.
—Ten cuidado.
—Y, sin embargo, hay algo misterioso en él que me fascina. Su misma ferocidad, tan fría e imprevisible. Ha desarrollado una agresividad sin límites, lo cual no puede sino tener origen en sufrimientos y terrores también sin límites. Esa noche lo oí gritar en sueños, no mucho antes del amanecer, cuando se tienen los sueños que luego no olvidamos una vez despiertos. Un grito inhumano.
Melisa me pareció en aquel momento una mujer admirable, estupenda por la perfección del cuerpo y del rostro, pero también por su riqueza de sentimientos y agudeza mental. Era una de esas personas que es importante conocer en la vida, una de las que no habría conocido jamás de haberme quedado en Beth Qada.
—¿Hay noticias sobre lo que nos espera? —preguntó Melisa—. Menón no me ha dicho nada y yo no me atrevería a preguntar.
—Jeno está preocupado porque no sucede nada y pasan los días. Los exploradores dicen que estamos bloqueados entre el Tigris y un canal; Clearco no quiere moverse porque teme violar la tregua y dar a Arieo el pretexto para abandonarnos a nuestra suerte.
Melisa me llenó una copa con su bebida mágica y me miró con una expresión amorosa mientras bebía:
—¿Has pensado lo que harás si las cosas empeoran?
—¿A qué te refieres?
—Si el ejército fuese aniquilado por los persas, si tu Jeno perdiera la vida.
—No lo sé. Creo que me sería difícil sobrevivirle.
—No digas tonterías. Tenemos que sobrevivir en cualquier caso. Una mujer deseable como tú siempre tiene formas de hacerse apreciar. Basta con descubrir al varón más poderoso, al dominador. Puede ser un rey o un príncipe o un comandante, que pueda protegerte y darte todo lo que mereces a cambio de tus favores.
—No creo que fuese muy hábil en una situación semejante. Tal vez tendrías que salir tú adelante y luego protegerme también a mí. Soy demasiado estúpida, Melisa, una de esas mujeres que se enamoran. Y lo hacen para toda la vida. En cambio, tú eres ya un mito, la bella que corrió desnuda por el campamento de Arieo hacia las filas de los guerreros griegos en medio de las ovaciones y los gritos incitadores. Ni siquiera Menón, el de los ojos fríos, se ha resistido a tus encantos.
Melisa suspiró:
—Menón…, me temo que sea él el más fuerte. Él lo sabe, y yo no me he enamorado en mi vida de ningún hombre, pero este joven sin corazón me hace temblar…
Vi una sombra de incertidumbre en los ojos ambarinos de Melisa y me alejé para no tener que responder a la pregunta que quizá me habría hecho después de aquella confesión.
Pasaron veinte días antes del regreso de los embajadores y creo que fue una locura esperar tanto tiempo inertes. No sé por qué motivo al final no ocurrió nada. El Gran Rey había aceptado todas nuestras peticiones y dio comienzo nuestro viaje de vuelta. Aquella noche Jeno y yo hicimos el amor porque se había disipado el miedo a una catástrofe inminente y la noche cálida y tranquila, aromatizada de heno, nos empujaba a uno en brazos del otro. Luego salimos de la tienda y nos sentamos en la hierba seca para contemplar el cielo estrellado. Se oía el rumor de los campos, los soldados hablando entre sí, el ladrar de los perros vagabundos que merodeaban en torno al campamento. Nadie cantaba, sin embargo, porque los pensamientos de todos estaban dominados por la incertidumbre y la opresión. El inmenso ejército al que se habían enfrentado en Cunaxa les había hecho tomar conciencia de lo grande que era el Imperio que se extendía en torno a nosotros en todas direcciones, de cuántos eran los obstáculos que tendrían que superar.
—¿Crees que volveremos por el mismo camino? —pregunté a Jeno—. ¿Crees que volveremos a pasar por mis aldeas?
Sentía dentro de mí una profunda inquietud. Si volviéramos a través de las Aldeas del Cinturón se cerraría para mí el círculo y probablemente tendría que dejar que él retomase el hilo de la vida que había interrumpido y a la que sin duda deseaba volver.
—No lo sé —respondió—, y tengo dudas e incertidumbres de todo tipo, sea cual sea la posibilidad que trate de contemplar. Hemos de continuar con los persas que nos vigilan y nos odian. Nosotros somos un cuerpo extraño en el interior de su país. Temen enfrentarse a nosotros, pero saben que de un modo u otro tenemos que ser destruidos.
—¿Y eso por qué? —pregunté yo—. El Gran Rey ha aceptado negociar y ha permitido que se nos deje partir poniendo unas condiciones que habéis suscrito.
—Es cierto: todo parece muy perfecto y tranquilo, pero no hay una lógica en este comportamiento. Si nosotros volvemos y contamos lo fácil que ha sido llegar a escasa distancia de una de sus capitales, otros podrían sentir la tentación de repetir la empresa. Es un riesgo que no pueden correr. Pero sin duda nunca se puede decir; a veces los caminos del destino son inescrutables.
—Pero si no ocurre nada de lo que temes, ¿qué sucederá a partir de mañana?
—Tisafernes ha sido nombrado gobernador de Lidia en lugar de Ciro y, por consiguiente, tendrá que llegar a su provincia. Haremos, pues, el camino juntos porque la meta es la misma, el lugar del que partimos, y esto les permitirá no perdernos de vista. Remontaremos el Tigris hasta el pie de las montañas del Tauro. Allí tomaremos hacia occidente en dirección a las Puertas Cilicias, el paso angosto que comunica Siria con Anatolia, y pasaremos no muy lejos de tus aldeas, cuatro o cinco parasangas, una jornada de camino hacia mediodía.
—Por tanto, sería fácil devolverme a Beth Qada, donde me conociste.
—No es lo que yo quiero —replicó él—, pues te echaría demasiado de menos… ¿Sabes?, se cuentan de nosotros tantas historias de héroes que vuelven de largos viajes trayendo a una muchacha bárbara…
—¿Y cómo acaban esas historias?
—Eso no tiene importancia… —respondió Jeno, y calló de improviso.
Seguí la dirección de su mirada, que se paseaba por el campo y se topó con una figura a caballo que pasaba silenciosa por los rastrojos.
Sofo.
Volvimos a partir al alba; al cabo de dos días de camino atravesamos una muralla de adobe afianzado con asfalto y después de otros dos días llegamos a orillas del Tigris, que cruzamos por un puente de barcas. Jeno anotaba en sus tablillas las distancias y los nombres de los lugares y vi que trataba también de trazar en cera la dirección del itinerario observando la posición del sol. Más allá del río había una ciudad bastante grande, circundada asimismo por una muralla de adobe como el que servía para construir nuestras casas en Beth Qada. Allí fuimos por primera vez al mercado. Los nuestros uncían los mulos a los carros e iban a comprar lo que necesitábamos para nutrir al ejército. Nunca había caído en la cuenta de cuánta comida se necesita para alimentar a diez mil hombres. Era una cantidad enorme, pero el género variaba poco porque se compraba lo que había: trigo, cebada, rábanos y legumbres, pescado de río o bien carne de carnero y de cabra y aves de corral para algunos de los oficiales como Próxeno, Menón, Agasias y Glus. Clearco y los suyos, en cambio, comían siempre lo mismo que sus soldados. La bebida era siempre idéntica: vino de palma, pero sólo para quien podía permitirse comprarlo.
Observé que las diversas compañías hacían una especie de caja común, de la que se encargaba un hombre de confianza que hacía las compras y luego informaba de los gastos. Cuando el dinero se acababa se procedía a una nueva aportación colectiva. Los oficiales, aparte de Clearco y los suyos, mandaban a su ayuda de campo. Jeno no había perdido su pasión por la caza y siempre que podía salía a caballo con arco, flechas y venablos, y casi siempre volvía con alguna presa: un conejo silvestre, patos, una pequeña gacela que me miraba con unos ojos vidriosos desorbitados.
Arieo y su ejército, que debían, en teoría, ser nuestros aliados, se habían unido a Tisafernes: acampaban todos juntos, pero los nuestros se guardaban mucho de hacerlo y se mantenían casi siempre a una buena distancia: una parasanga e incluso más. Ni los habríamos visto de no haber sido por el humo de las hogueras del campamento.
Esto daba pie a continuas y pesimistas conjeturas: quién sabía qué estaban rumiando aquéllos, quién sabía qué engaños o trampas estaban preparando, y aquel bastardo de Arieo estaba aliado con ellos. Bárbaros unos y otros, ¿qué cabía esperarse?
No es difícil imaginar que por el otro campamento circulasen comentarios muy distintos, y lo que debía ser el traslado de dos cuerpos de ejército hacia el mar no tardó en convertirse en una guerra no declarada, una tensión continua y espasmódica, un controlarse mutuo, un espiarse continuo, día y noche.
Por fortuna los nuestros eran lo bastante prudentes como para evitar el contacto directo que habría desembocado fatalmente en un enfrentamiento; pero lo que se trataba de evitar de forma expresa ocurría pese a todo por casualidad. Grupos de nuestros auxiliares que habían salido para recoger forraje se habían topado varias veces con secciones persas comprometidas en la misma tarea, y habían estallado peleas furibundas o incluso verdaderos combates con muertos y heridos, y había hecho falta toda la autoridad de Clearco para impedir que algunos oficiales salieran en orden de batalla para responder a la ofensa y vengar a los caídos.
Cuanto más se avanzaba hacia septentrión a lo largo de la orilla izquierda del Tigris más tensa y difícil se volvía la situación, también porque los lugares donde se podía recoger forraje o comprar vituallas eran cada vez más escasos y la competencia a cada paso más áspera. Jeno había sido uno de los pocos en preocuparse en serio cuando las cosas parecían fáciles, pero los hechos le estaban dando la razón. ¿Qué sucedería cuando la tensión se volviera insoportable? Veía a Clearco hacer una inspección por la noche, rodeado de su guardia, llegando a veces a corta distancia de las avanzadillas persas. Los fuegos de sus campamentos se extendían por una superficie inmensa, lo que daba la medida de la enorme diferencia entre los dos ejércitos. Y nadie se hacía ya ilusiones sobre el comportamiento de Arieo: si se llegaba a un enfrentamiento, seguramente lucharía contra nosotros.
Una noche, hacia el segundo turno de guardia, oí las voces de una violenta trifulca: era Menón de Tesalia que quería enviar a los suyos a una incursión nocturna en el campamento persa. Estaba seguro de poder causar una matanza y de sumir al ejército entero en el pánico, tras lo cual un ataque con todas las fuerzas del resto del ejército completaría la obra.
—¡Déjame ir! —vociferaba—. No se lo esperan, les he oído alborotar, están medio borrachos y les masacraré como si fueran corderos. Hoy han dado muerte a dos de los míos. Quien toca a los hombres de Menón es hombre muerto, ¿entendido?
Estaba fuera de sí, como una fiera que ha olido la sangre. Hizo falta toda la autoridad de Clearco para pararle los pies, pero estoy segura de que si lo hubiera incitado en aquel momento Menón habría hecho lo que prometía y quizás incluso más. Estaba tan furioso de que se le hubiera impedido llevar a cabo su plan que temí que desenvainara la espada contra su propio comandante, pero la cara de perro de Clearco repelió su furia e impidió que los acontecimientos se precipitasen. Al menos hasta ese momento.
Noté que a poca distancia se encontraba también Sofo, observando la escena en silencio. Había con él últimamente un oficial del batallón de Sócrates, un hombre bastante joven que hablaba poco, pero que tenía fama de ser un combatiente muy fuerte, infatigable. Era de una ciudad del mediodía, me dijo Jeno; se llamaba Neón, pero no sabía nada más de él. El hecho de ser ambos de pocas palabras parecía lo único que tenían en común.
Atravesamos otro río y avistamos una nueva ciudad en lontananza, donde pudimos abastecernos de nuevo en su mercado; luego nos adentramos por un territorio desértico donde la única vegetación era la que crecía en las orillas del Tigris. Aunque era ya avanzado el otoño hacía aún calor, y las largas marchas bajo el sol abrasador ponían a dura prueba a los hombres y las acémilas. Habían pasado varios días desde que el comandante Clearco se había encontrado con Tisafernes y había sellado el acuerdo de tregua; desde aquel momento no había habido ningún contacto: ningún encuentro, ninguna señal.
Sólo una vez llegó del campamento persa un mensajero. Habíamos arribado a las inmediaciones de un grupo de aldeas que me recordaban aquella en la que yo había nacido y de donde estaba ausente desde hacía mucho tiempo. Un jinete persa apareció al amanecer y se quedó inmóvil hasta que se le acercó Clearco. El hombre le dijo, en un griego penoso, que Tisafernes, en señal de benevolencia, les concedía permiso para tomar de aquellas aldeas lo que necesitaran.
Al principio Jeno y los demás pensaron que debía de ser una trampa, una invitación al pillaje para dividir el ejército y dispersarlo entre las casas y las callejuelas de aquellos pequeños asentamientos para luego atacar con todas sus fuerzas y golpear sin remisión. Pero Agasias de Estinfalia, que había ido en una misión de reconocimiento, informó de que no había un solo persa en el radio de dos parasangas, lo cual significaba que no tenían intención de atacarnos.
En aquel momento Clearco apostó algunos grupos de reconocedores a cierta distancia del enemigo y lanzó a los otros a saquear las aldeas. Por la noche quedaba bien poco de aquellas humildes comunidades de campesinos, y sus vecinos estaban expuestos a la amenaza de sucumbir al hambre durante los meses de invierno. Habían perdido la cosecha, las bestias de carga y de tiro y los animales de corral. Nadie de los que saqueaban la aldea de aquellos pobres se preguntó el porqué de tanta condescendencia por parte de nuestros enemigos, pero yo sí. Tenía que haber una razón y no fue demasiado difícil descubrirla. Aquellas aldeas se llamaban como las mías: «Aldeas de Parisatis». Es decir, tomaban su nombre de la Reina Madre, y aquel pillaje autorizado debía de ser una explícita ofensa a su majestad.
Mientras los nuestros aprovechaban a fondo la oportunidad que se les brindaba, yo me topé con un grupo de prisioneros persas que acababa de ser capturado por un destacamento de Sócrates de Acaia y estaba atado al tronco de un sicómoro. También había una muchacha que hablaba mi lengua y había estado hasta poco antes al servicio de la reina Parisatis. Le pedí a Jeno que la trajera con nosotros porque podría recabar información interesante. Gracias a ella, en efecto, me enteré de una historia tremenda. La historia del odio implacable entre los dos hijos de Parisatis y de la sed de venganza de la madre, privada de forma tan atroz de aquel al que más amaba: el príncipe Ciro.