IX

El sol se estaba poniendo cuando llegaron dos jinetes cabalgando a rienda suelta. Los veía entonces por primera vez: más tarde les conocería bien y, tras haber aprendido a hablar su lengua, sería capaz de pronunciar incluso sus nombres. Agasias de Estinfalia y Licio de Siracusa.

Saltaron a tierra jadeando y se presentaron ante Clearco:

—Comandante —exclamó Agasias—. Por suerte estáis de vuelta. No sabíamos ya nada de vosotros. El ejército de Artajerjes está a treinta estadios de aquí: nosotros nos quedamos con Arieo; estábamos allí con nuestra compañía. Conseguimos resistir y no perder los pertrechos. Algunos se han escapado del campamento de los asiáticos y han buscado refugio en nuestras filas.

—Así es —confirmó Licio—. También había dos muchachas del harén de Ciro. Una era esa bellísima muchacha de Focea. Hubierais tenido que verla: al acercarse los persas salió a la carrera de la tienda de Ciro, totalmente desnuda, y echó a correr hacia nosotros, perseguida por una multitud de bárbaros. Y nosotros nos pusimos a gritar y a incitarla para que corriera más. Parecía estar en un estadio. Apenas se hubo acercado, abrimos las filas y la dejamos pasar y luego los escudos volvieron a cerrarse. Los bárbaros tuvieron que recular.

Clearco arrugó la frente:

—Deja estar a la muchacha —dijo—. ¿Qué hace Arieo?

—Se ha retirado —respondió Licio—. Ha abandonado su campamento y se ha escondido en el desierto. Si quieres, mañana podemos alcanzarle. Sé dónde está.

—¿Alguno de los nuestros está con él?

—Un batallón. Los dejamos para que mantuvieran bajo control la situación.

—Habéis hecho bien. ¿Y el Rey?

—Se ha ido. Ha dejado en las inmediaciones a uno de sus generales. Creo que se trata de Tisafernes. ¿Qué hacemos, comandante?

—Está a punto de caer la tarde. Nosotros haremos noche aquí. Vosotros regresad antes de que oscurezca por completo y reuníos con vuestros hombres. Poned dobles centinelas, mantened los ojos abiertos, si tenéis caballería mandadla a patrullar por el territorio. Mañana nos reuniremos y decidiremos qué hacer. Estad pendientes también de Arieo. No me fío de ese bárbaro.

Los dos se despidieron:

—Entonces nos vamos. Buena suerte, comandante.

Montaron a caballo y desaparecieron en pocos instantes en la oscuridad. Nosotros montamos el campamento para la noche.

En realidad no teníamos tiendas, ni catres de campaña ni mantas. No teníamos agua ni comida. Los hombres se tumbaron en el suelo agotados de cansancio. Los sanos curaban a los heridos improvisando vendajes. Habían luchado durante horas, marchado decenas y decenas de estadios, y ahora que tenían una desesperada necesidad de comida y de descanso no disponían más que de la desnuda tierra y el manto que llevaban.

Aunque teníamos trigo y aceitunas saladas en el carro, en la oscuridad no conseguía encontrar la llave de la caja de los víveres. Pude coger sólo los odres del agua. Me acordé de haber visto en las cercanías unas plantas que conocía: algunas escondían tubérculos bajo tierra, otras tenían hojas de sabor salado. Conseguí extraer cierta cantidad de raíces comestibles y recogí unas pocas hojas y se las llevé a Jeno. Fue una pobre cena, pero suficiente para engañar el hambre. Luego me tumbé a su lado debajo del mismo manto. Aun en una situación tan peligrosa y precaria era infinitamente feliz porque lo tenía conmigo. Estaba caliente y vivo; durante todo el día había vivido en el terror de que por la noche encontraría un cuerpo frío y rígido. Era un milagro, un prodigio por el que daba gracias dentro de mí a los dioses mientras lo besaba, lo estrechaba contra mí, le acariciaba el pelo lleno de polvo.

—Creía que no volvería a verte. Cuántos muertos, cuántos horrores.

—Es la guerra, Abira —me dijo—, es la guerra. Siempre ha sido así y siempre será igual. Ahora duerme…, duerme.

Aún hoy, cuando pienso en ello no puedo creérmelo. Diez mil hombres yacían en el suelo, a nuestro alrededor, en ayunas, extenuados, heridos. Un ejército enemigo aguerrido y numeroso había acampado a escasa distancia, nuestros compañeros en el campamento se hallaban en peligro de muerte y velaban en la noche porque no podían siquiera fiarse de Arieo, y, sin embargo, aquélla fue quizá la más hermosa noche de mi vida. No pensaba en lo que sucedería al día siguiente, es más, precisamente la conciencia de que tal vez no habría un mañana me hizo vivir en pocas horas una intensidad de sentimientos como no había experimentado y quizá no experimentaré en el resto de mis días.

Aquella noche comprendí verdaderamente qué significa amar con todo el ser, convertirse en la misma cosa con quien se ama, sumar el propio calor al suyo, sentir el corazón latir al unísono del hombre que te estrecha entre sus brazos, no desear nada más que esos momentos se prolonguen indefinidamente. Y así es como se produjo. Por un portento inexplicable el tiempo se dilata más allá de lo imaginable y cada instante vale por años y años.

Pensé en mis amigas que dormían en sus camas calientes y limpias en las casas que olían a cal y no las envidiaba, como no las envidio ahora que quizá tienen hijos e hijas y un marido que piensa en ellas mientras que yo no tengo a nadie. No las envidio porque yo he hecho el amor con la tierra como yacija y el cielo como techo, y cada beso, cada respiro, cada latido del corazón me han hecho volar cada vez más alto, sobre el desierto, sobre las aguas del Gran Río, sobre el horror de aquella jornada sangrienta. Nos despertó la luz del día y los hombres se alzaron con esfuerzo, indolentes y quizá más cansados de lo que se habían acostado, y sin embargo la disciplina y la fuerza de ánimo acababan en cualquier caso por prevalecer y cada uno se revestía con la armadura y ocupaba su puesto en las filas. Jeno se puso también las armas y a partir de aquel día se comportó en todo momento como un soldado, porque se le necesitaba.

En aquel momento llegaron dos jinetes; uno era un griego que gobernaba una provincia persa en los tiempos en que Ciro mandaba en Anatolia. El segundo se llamaba Glus, un tipo extraño de cabellos largos hasta los hombros recogidos con un pasador de oro. Venían a buscarnos por encargo de Arieo.

—Por fortuna, os hemos encontrado —dijo Glus—, ¿adónde fuisteis a parar?

—A dar caza a los persas hasta la noche.

—Ciro ha muerto —intervino el otro.

Próxeno hizo ademán de responderle, pero Clearco lo detuvo con un gesto bajo de la mano y a los otros con una mirada. Asintió con aire grave a aquel anuncio.

—El ejército del Gran Rey está acampado a no mucha distancia de aquí —prosiguió el amigo de Ciro—. Estáis en grave peligro.

—¿Tú crees? —replicó Clearco—. Escúchame, amigo. Nosotros los hemos arrollado, los hemos perseguido durante horas. Acabamos con unos cuantos y ahora se mantienen todos a distancia. Si vuelven a aparecer, no importa cuántos sean, recibirán su merecido. Si quieres saber lo que voy a hacer, te diré que estaba pensando en atacarlos porque seguro que no se lo esperan.

Glus lo miró como si fuese un loco:

—Oh, sobre esto no me cabe ninguna duda, pero ¿has visto cuántos son?

—En las Puertas Ardientes, hará ochenta años, éramos uno contra cien y si no nos hubieran traicionado los habríamos retenido allí en el paso y echado para atrás a patadas en el culo.

—Aquí es distinto —repuso Glus—. Esto es llano y despejado, y ellos cuentan con la caballería; pueden agotarnos, convertimos en el blanco de lejos y matarnos uno a uno.

Clearco le interrumpió con un gesto seco de la mano abierta:

—Volved con Arieo. Decidle que, si él quiere intentar arrebatar el trono, estamos dispuestos a ponernos a su servicio. Irán con vosotros dos de los míos a exponerle mi plan…

Se adelantó Sofo sin que él lo hubiera llamado. Clearco buscó a su alrededor con la mirada hasta que encontró a Menón de Tesalia. Tenía manchas de sangre coagulada por todas partes, pero su piel no mostraba ni un rasguño.

—… y él —concluyó señalándolo y terminando en voz alta la primera parte de un pensamiento no manifestado. Luego miró a su alrededor con expresión de extravío—: Yo sólo necesito alimentar a mis muchachos, ¿comprendes? Soy como su padre. Los castigo duramente si cometen un error, pero me preocupo de que coman y beban y tengan lo necesario. Deben recuperar fuerzas… ¿comprendes? Mis muchachos necesitan comer…

Glus sacudió perplejo la cabeza, intercambió una mirada con los demás; luego montaron a caballo y se fueron al galope.

—Volvamos —ordenó Clearco, y puso su caballo a paso de andadura.

Yo no conseguía comprender por qué volvíamos a aquella fosa común, a aquel interminable campo de muerte, y en cambio allí estaba nuestra salvación, al menos por cierto tiempo. Muy pronto lo comprendería.

Clearco hizo recoger todas las flechas y los venablos diseminados por el suelo o clavados en los cadáveres y luego, con los restos de los carros, acumuló bastante leña para encender un fuego. Otros despellejaron e hicieron pedazos los cadáveres de una veintena de mulos y caballos y asaron como mejor pudieron la carne en las brasas.

—La carne de caballo genera sangre —decía Clearco—; comed, necesitaréis recuperar fuerzas.

Y cortaba y repartía los pedazos asados entre los soldados, como hace un padre con sus hijos. Pero era, en cualquier caso, demasiado poco para más de dieciséis mil hombres. El último pedazo se lo dio a un muchacho de dieciocho años, mientras que el resto ayunó.

No había terminado aún cuando se acercó el comandante Sócrates.

—Tenemos visita.

—¿De nuevo? —preguntó Clearco poniéndose en pie.

—Gente que habla nuestra lengua —respondió Sócrates, e hizo avanzar a dos personajes precedidos por la bandera de la paz.

—Me llamo Falino —dijo el primero.

—Y yo Ctesias —dijo el segundo.

—¿Ctesias? —preguntó Clearco—. Pero ¿no eres tú…?

El hombre que había dicho llamarse Ctesias, y que rondaría los cincuenta años, con una ligera calvicie, vestido a la persa, asintió:

—Soy yo…, soy el médico del Gran Rey Artajerjes.

—Ah —repuso Clearco—, ¿y cómo está de salud tu ilustre paciente?

—Está bien, pero faltó poco para que Ciro lo matase. Saltó desde su caballo sobre el carro del rey y se abalanzó contra su hermano como una fiera sanguinaria. Su espada le traspasó la coraza y le hizo un corte en la piel. Por fortuna sólo una herida superficial que he cosido.

—Buen trabajo —dijo Clearco—. También yo quisiera un médico como tú, pero me temo que no podría permitírmelo. Así pues, ¿qué os trae por aquí?

—La verdad es que debería ser yo quien hiciera esta pregunta —replicó el arquiatra real con una sonrisa irónica.

Clearco lo miró con fijeza durante un momento, en silencio:

—Creo que lo sabes perfectamente, Ctesias, pero aclárame una curiosidad: ¿cómo es que el Gran Rey me manda a su médico? ¿Acaso cree que estoy… resfriado? ¿Quiere prescribirme algún apósito caliente? ¿O acaso una tisana de cicuta?

Ctesias fingió no haber oído:

—Somos griegos, le ha parecido una buena razón.

—Excelente, lo admito, pero permíteme que te recuerde un par de cosas. Fuimos enrolados por Ciro. Ciro ha muerto. No tenemos nada contra el Gran Rey…

—Bien, lo creo —intervino Falino—, pero esto no cambia las cosas. Sois demasiados, y estáis armados. Presentaos delante de su tienda solamente con las túnicas, en actitud suplicante, y veré qué puedo hacer por vosotros.

—¿He oído bien? —repuso Clearco—. ¿En actitud suplicante? —Se volvió hacia sus comandantes—: ¡Señores oficiales, ésta sí que es buena! ¿Queréis responder vosotros a nuestros huéspedes? Yo tengo que ausentarme un momento.

Me quedé sorprendida por ese comportamiento. ¿Por qué se alejaba en un momento crucial? Los comandantes de las grandes unidades reaccionaron rudamente.

—Tendréis que pasar antes por encima de mi cadáver —respondió Cleanor de Arcadia, un guerrero formidable de voz penetrante como una espada.

Próxeno de Beocia pareció más contemporizador en el tono, pero sin duda no en las palabras:

—¿Sólo con la túnica encima? ¿Y cuál sería nuestro destino? ¿Ser masacrados? ¿Empalados? ¿Desollados vivos? Es lo que se estila por aquí, ¿no? Ya hemos visto cómo ha tratado a su hermano.

Falino no reaccionó. Se limitó a hacer precisiones. Era un excelente intermediario: macizo de complexión, tranquilo, atento, sopesaba las palabras y no desperdiciaba ninguna:

—El Gran Rey sabe que ha vencido porque ha derrotado y dado muerte a Ciro y vosotros estabais con él. En segundo lugar, estáis en medio de su territorio y por tanto sois cosa suya. Estáis rodeados, sólo tenéis canales a vuestro alrededor y dos grandes ríos infranqueables, uno a la derecha y otro a la izquierda; no tenéis escapatoria y, aunque queráis combatir, os enfrentaréis a tantos soldados que no conseguiréis nunca matarlos a todos, ni aun en el caso de que se dejaran matar sin oponer resistencia.

Entretanto Jeno se había abierto paso en medio del grupo de los oficiales, mientras yo me quedaba más atrás. Oyó todo lo que se decía e incluso intervino, aunque no tuviese ninguna función que le facultase a hacerlo:

—Escucha, Falino, tu petición no es razonable. No podéis ignorar que, en el enfrentamiento con nosotros, los persas que teníamos enfrente han recibido una paliza y han huido; no es nuestro estilo negociar con gente derrotada.

—¡Bravo, muchacho! —respondió Falino—. Hablas como un filósofo. Pero te haces ilusiones si crees poder desafiar al más grande Imperio de la Tierra con simples buenos propósitos. Olvídate de ello.

—Un momento —intervino otro oficial—. Pero ¿por qué no buscamos un acuerdo? Habéis venido para negociar, ¿no? Nosotros somos excelentes combatientes, hemos perdido a nuestro jefe y por tanto estamos disponibles. Vosotros tenéis problemas en Egipto y no conseguís ponerles fin. ¿Por qué no le dices al Rey que podemos ocuparnos nosotros? Estoy seguro de que podremos conseguirlo.

Falino meneó la cabeza.

—¿Para someter Egipto entero? Oh, dioses, pero ¿quiénes os creéis que sois?… —En aquel momento reapareció Clearco, y Falino se volvió enseguida hacia él—: Escucha, hay una gran confusión, cada uno dice su parecer. Necesito hablar con una sola persona, alguien que esté en condiciones de responder en nombre de todos. Así que, Clearco, ¿quieres decirme qué habéis decidido? ¿Sí o no?

Clearco se le acercó:

—Escucha, sé muy bien que estamos con el agua al cuello. Pero tú eres griego, ¡maldita sea!, aquí no nos oye nadie, aparte del médico que también es griego, ¿no? ¿No puedes dejar por un momento de hacer de embajador y darnos un consejo de griego a griego, mejor dicho, de hombre a hombre? Si conseguimos salir de esta pocilga no nos olvidaremos de haber recibido un buen consejo y sabes que tendrás, del otro lado del mar, más de diez mil excelentes amigos con los que siempre podrás contar en caso de un cambio de viento. Sabes que no se puede estar nunca seguro de nada en este mundo.

Mientras tanto Jeno se me había acercado. Nadie se preocupaba por mí porque tenía el cabello recogido debajo de un gorro y estaba cubierta con un manto de hombre.

—Pero ¿qué dice? —le pregunté.

—En mi opinión, está ganando tiempo. Espera a que llegue una señal de Sofo o de Menón sobre la situación del campamento de los asiáticos y qué responde Arieo.

Dos que estaban delante de nosotros nos hicieron callar:

—¡Chist! Silencio, queremos oír lo que tiene que decir ése.

Falino respondió:

—Si hubiera una salida te lo diría, te lo juro, pero ya lo ves por ti mismo: de aquí no se sale. No podéis volver atrás y tampoco podéis ir hacia delante. A menos que…

—¿Qué? —preguntó Clearco.

—¿Hay espartanos entre vosotros?

—Ni uno —respondió Clearco—, pero estos que ves se parecen mucho a ellos cuando se trata de pelear.

Falino se quedó en silencio unos instantes, como si siguiese el hilo oculto de un razonamiento; luego, de repente, dijo:

—Rendíos y trataré de hablar a favor de vosotros. También tú, Ctesias, ¿no es así? El Rey escuchará seguramente a su médico personal, al hombre que le ha salvado la vida.

Ctesias asintió con benevolencia.

—¿Lo ves? —prosiguió Falino—. También él hablará a favor de vosotros, no hay que tener miedo. Entonces, ¿qué me respondes?

Clearco se le acercó más y Falino retrocedió medio paso como para guardar una distancia de seguridad:

—Te agradezco el consejo, amigo, de veras que lo aprecio pero, verás, he pensado que presentarnos en túnica y de rodillas como si fuéramos unos mendigos no es una buena idea. En conclusión, ni hablar de ello.

Falino ocultó a duras penas un gesto de desencanto y permaneció unos instantes en silencio, reflexionando. El sol estaba alto, el zumbido de las moscas atraídas por los miles de cuerpos abandonados sobre el terreno a escasa distancia era casi insoportable, y habían aparecido en el cielo bandadas de cuervos y algunos grandes buitres que describían amplios círculos en espera de descender a tierra para darse un festín. Falino miró a los buitres y luego a Clearco, mientras el médico Ctesias mantenía una actitud distante de observador atento, pero no implicado. Al final dijo:

—Así las cosas, tengo que hacerte saber a qué os enfrentaréis: mientras estéis parados donde os encontráis ahora, habrá tregua entre vosotros y el Rey; si os movéis, será la guerra. ¿Qué debo informar?

Clearco no pareció impresionado en lo más mínimo:

—Lo has dicho tú mismo —respondió—, si estamos parados hay tregua, si nos movemos será la guerra.

Falino se mordió el labio inferior conteniendo su cólera y se alejó sin despedirse.

—Las cosas no han ido como él pensaba —dijo Sócrates.

—No. Creo que no —replicó Clearco—. Y cuando informe ante el Rey no será agradable para él. En cualquier caso, no podemos quedarnos aquí, no tenemos nada que comer. Si perdemos las fuerzas, somos hombres muertos.

En aquel momento llegaron Agasias y Sofo:

—Arieo está herido, pero saldrá de ésta —dijo Sofo—. Menón y Glus se han quedado en el campamento.

—¿Qué dice de mi propuesta?

—Dice que es mejor dejarlo estar; ningún persa de alta condición aceptaría reconocerlo como rey, aunque conquistáramos el trono para él. Si queremos unirnos a él, nos hará de guía para alejarnos de aquí y, si esto nos parece bien, dice que nos reunamos con él cuanto antes. Si no nos ve mañana por la mañana, se irá solo.

—Entendido —respondió Clearco—. ¿Habéis visto algo extraño de camino hacia aquí?

—No —respondió Glus—. Todo está tranquilo. Los persas guardan las distancias.

—Por el momento —intervino Cleanor.

—Por el momento —admitió Clearco.

Se volvió hacia el trompetero e hizo llamar a reunión a los oficiales superiores. Los comandantes de las grandes unidades y los comandantes de batallón acudieron en pocos momentos y Clearco celebró un consejo de guerra.

Jeno vino a reunirse conmigo, pero cuando caminaba hacia mí se cruzó con Sofo, que iba en dirección contraria a la reunión del estado mayor.

—Ven conmigo —le dijo.

—Pero yo no formo parte del…

—Ahora formas parte de él —respondió a secas Sofo—. Vamos.

Jeno lo siguió sin objetar nada y yo lo esperé sentada en el suelo junto a Halys, su caballo; su criado, su carro y sus bagajes. Tenía un pequeño patrimonio consigo y era mejor vigilar teniendo en cuenta la situación crítica.

Su conversación se prolongó hasta media tarde. Vi volver a Jeno junto con Sofo y ambos se detuvieron a unos veinte pasos de mí. Luego Sofo se fue por su lado y Jeno se reunió conmigo.

—Preparaos —dijo—. Tenemos que ponernos en marcha al caer la noche.

—¿Y adónde vamos?

—Nos reuniremos con los demás, luego ya se verá… ¿Nos queda algo de comer?

—Sí, puedo cocer una hogaza, hay aceitunas en sal y queda un poco de vino.

—Estará muy bien. Cenaremos rápido porque luego hay que partir.

A decir verdad, había más cosas en el carro, pero de haberlo dicho Jeno habría invitado a alguien a cenar: a Sócrates o a Agias, o a Glus, o a los tres. No quería correr el riesgo de quedarme sin vituallas hasta que encontrásemos la manera de procurarnos nuevas.

Mi hogaza difundió un aroma demasiado tentador entre aquellos pobres muchachos hambrientos. Tenían veinte años y habían luchado como leones durante todo el día anterior. Jeno no tenía necesidad de decírmelo: yo misma ofrecí un poco a nuestros vecinos.

Jeno no tenía nada en que apoyarse para escribir y así se mostró más dispuesto a conversar, especialmente después de haberle servido un poco de vino dulce.

—Estamos en grave peligro, ¿verdad?

—Sí —respondió.

—Pero hay algo que no entiendo. El Rey tiene un ejército mucho más grande que el nuestro, ¿por qué no nos ha atacado?

—Porque tiene miedo.

—¿Y de qué?

—De los guerreros de los mantos rojos. Se les considera invencibles. Hace ochenta años un rey espartano llamado Leónidas, con sólo trescientos hombres, bloqueó las Puertas Ardientes, un desfiladero de la Grecia central, y repelió a un ejército persa mucho mayor que éste durante días y días. La relación era de uno a cien. Estos no son de la misma ciudad, pero son, en cierto sentido, de la misma raza, y ayer arrollaron su ala izquierda, cinco veces más numerosa. Los guerreros de los mantos rojos son una leyenda viva. Sólo ver sus armas infunde pavor. Ciro estaba seguro de que bastaría este pequeño contingente para derrotar a su hermano, que es el más poderoso soberano de la Tierra. Y no andaba errado. Si Clearco hubiera obedecido sus órdenes de atacar enseguida el centro, a estas horas estaríamos en una situación muy distinta.

—Y en cambio nos encontramos en problemas. ¿Y ahora qué haremos?

—Iremos a reunirnos con los demás y luego buscaremos una salida.

Le serví un poco más de vino para hacerme perdonar mi insistencia.

—¿Y tú crees que existe una salida?

Jeno inclinó la cabeza:

—No lo sé. Estamos en el corazón del Imperio del Gran Rey. Él nos teme, pero es también consciente de que si volvemos atrás, se sabrá que un puñado de hombres ha conseguido entrar sin derramamiento de sangre casi hasta su capital. ¿Sabes qué significa?

—Sí, que un día podría haber un hombre con el valor y la capacidad de repetir esta empresa y llevarla a cabo. Conquistar el Imperio persa.

—Así es. ¿Sabes? —me dijo entonces—. ¿Sabes que si fueses un hombre podrías convertirte en el consejero de una persona importante?

—No quiero convertirme en consejero de nadie: sólo quiero estar contigo, si me quieres…, mientras me quieras.

—Puedes estar segura de ello. Pero has de saber que unes tu destino a un desterrado, a un hombre que no tiene ya un hogar, un patrimonio, un porvenir. Nada.

Estaba a punto de responder cuando sonaron las trompetas y Jeno se puso en pie empuñando las armas.

Al segundo toque los hombres formaron las filas. Al tercero se pusieron en marcha. La noche caía sobre el desierto.