La última carne fresca durante un largo período de tiempo la comimos en las primeras etapas junto al río Éufrates, y también esta vez gracias a la habilidad venatoria de Jeno. Había cantidad de aves grandes como gallinas que se dejaban coger con cierta facilidad. Emprendían vuelos cortos y afanosos y bastaba con seguirlas un poco para cansarlas y luego capturarlas con las manos. Se contaban por cientos. Al principio no conseguía comprender por qué no alzaban el vuelo y huían del peligro. Luego caí en la cuenta: eran todas hembras con su nido, y simulando ese vuelo falto de gracia y corto trataban de atraer a los intrusos para que se alejaran de sus nidadas. Se sacrificaban, en otras palabras, para salvar a sus polluelos. Siguiendo el ejemplo de Jeno, muchos soldados dejaron sus armas y echaron a correr detrás de aquellas aves. Había quien, no precisamente ágil, a la primera espantada acababa rodando por el polvo; otros se afanaban en vano sin conseguir nunca echar el guante a su presa. Pero se divertían, reían y alborotaban. Cada vez que uno conseguía capturar su ave se alzaban gritos de júbilo y ovaciones del resto del ejército, como si asistieran a una competición de lucha o de carreras. Gritaban el nombre del vencedor, que alzaba su trofeo para que pudieran verlo.
Yo los miraba casi incrédula. Los más temibles guerreros del mundo conocido jugueteaban como niños en el polvo. Otros, acercándose a la orilla del río, acababan en el agua o hundiéndose en el limo, y salían de él sucios de pies a cabeza. La carne de aquellas aves era muy gustosa y sabrosa aunque estuviesen en el período de la nidificación. Después hubo que recurrir sólo a los víveres, a la harina, al trigo y al aceite de oliva que cada sección cargaba consigo o a las vituallas que podían comprarse, a precios muy caros, a los mercaderes que iban detrás de nosotros.
El paisaje cambiaba. Cuanto más avanzábamos hacia el sur, más árido y desértico se volvía. Hasta las orillas del Éufrates estaban desnudas. Abiertas dentro de un lecho de arenisca, no ofrecían espacios en los que pudiera crecer un poco de hierba y menos aún plantas. Durante cierto tiempo bastaron el heno y el forraje que teníamos con nosotros para alimentar a las acémilas, pero luego el forraje empezó a escasear y los animales comenzaron a morir. En ese momento eran sacrificados y la carne distribuida entre la tropa: era dura y fibrosa, pero no había elección.
Ciro se aparecía cada vez con más frecuencia y en más de una ocasión vi a Jeno intercambiar algunas palabras con él junto con Próxeno de Beocia y Agias de Arcadia. Habitualmente el príncipe estaba rodeado de sus nobles y de su guardia personal. Jóvenes robustos y fornidos vestidos de forma magnífica, con brazaletes de oro en las muñecas y al cinto espadas con empuñadura y funda de oro. Sus miradas se dirigían constantemente a él para que ni la más mínima insinuación fuera desatendida. Recuerdo que una vez nos encontramos en un punto en el que el río describía un recodo. Había vegetación, hierba, flores y plantas, y casi instintivamente la columna se acercó para tratar de reponerse de la cegadora canícula. Poco después uno de los carros se empantanó. Llevaba una carga importante: armas arrojadizas, arreos para los caballos y tal vez también dinero. Debía de haber bastante en los sacos, porque Ciro frunció de improviso el ceño. Bastó su cambio de expresión para que todos los nobles saltasen del caballo y, tal como iban vestidos con sus pantalones bombachos bordados y las casacas recamadas de plata y seda, se arrojasen en el limo para empujar el carro y evitar que se hundiera.
Las jornadas de marcha eran cada vez más duras y difíciles, sobre todo para las mujeres. Yo viajaba en un carro tirado por dos mulos porque era la mujer de Jeno, pero ahora muchos animales habían muerto y podía verse a menudo a las otras, las esclavas y las prostitutas, caminar por el polvo detrás de sus amos, lo que me incomodaba. También entre ellas existían diferencias. Las más bellas y atractivas iban a lomos de mulo o en sus carros para que no se ajasen, las otras a pie.
La noche traía refrigerio a todos. El río brindaba la restauración de un baño. En los cauces secos de sus afluentes había muchas matas y arbustos marchitos que servían para encender el fuego de noche y preparar una pobre cena. El firmamento desplegaba sobre el campamento su negra bóveda tachonada de un infinito titilar luminoso; el reclamo de las aves nocturnas y el ulular del chacal se dejaban oír desde lo profundo de la noche, en los abismos de una inmensidad ilimitada. Casi ninguno de nuestros hombres había visto nunca el desierto. Venían de una patria de pequeños valles y de ásperas montañas, de profundas ensenadas y de playas doradas, una tierra que cambiaba casi a cada paso del caminante, al transcurrir de cada día y de cada hora. En cambio, el desierto era siempre igual, decían, vasto y llano como el mar en bonanza. También la atmósfera era distinta e inquietante: en las noches de luna el blanco yesoso del terreno y el azul oscuro del cielo se diluían en una luz azulada e irreal, inmóvil, angustiosa en su maravillosa extrañeza.
Cuanto más nos alejábamos del mar, más sentían los soldados la necesidad de cantar juntos o de hablar en voz baja en la noche, hasta bien tarde. Yo no comprendía el significado de sus cantos, pero intuía su sentimiento. Era nostalgia. Aquellos guerreros de bronce sentían de forma aguda la lejanía de sus familias, de sus hijos y de sus mujeres, quizá de la aldea a la que esperaban regresar ricos y respetados, para contarles de viejos una aventura formidable a los chicos sentados en torno al hogar en las noches de invierno. El murmullo del río, por una parte, y la algarabía de millares de hombres sentados alrededor del campamento, por otra, creaban un ruido difuso e indistinguible, y sin embargo la voz del río era el estremecimiento de infinitas ondas y encrespaduras apenas visibles, así como el otro sonido era en realidad el de muchas voces que se habían apagado allí donde nadie de su raza se había atrevido nunca a aventurarse.
Desde su partida el ejército no había combatido una sola vez, aparte de la incursión de Menón de Tesalia en Tarso, y la expedición se parecía por el momento más a un viaje, a una exploración, que a una empresa militar. Pero cada mañana que el sol se alzaba, cada vez que los guerreros retomaban las armas y se ponían en camino, sus ojos escrutaban el horizonte por todas partes, buscaban una señal, un indicio de presencia humana, de un movimiento cualquiera en aquel territorio interminable y monótono. ¿Cuándo aparecería el enemigo? Porque ya no cabía duda de que llegaría. De día, de noche, al amanecer o a la puesta del sol, pero llegaría. Quizá por la espalda, quizá de frente para impedir el paso, quizá con una incursión rapidísima de caballería. Mil hipótesis, mil conjeturas, y una sola certeza. Sin embargo pasaban los días y no sucedía nada. El polvo, el sol, el calor sofocante, el tremolar del aire sobre la superficie candente de la Tierra, los fantasmas meridianos eran su constante compañía: ¿cuándo llegaría el enemigo?
También yo se lo preguntaba a Jeno y al hacerle la pregunta me dominaba un contenido frenesí, como si fuese uno de los guerreros que se preparaban para el más formidable peligro de su vida.
Luego, un día, un grupo de exploradores volvió para informar de que había encontrado muchos excrementos de caballo y rastro de huellas en una zona de desierto en las cercanías de Cunaxa, una aldea no muy distante de Babilonia. También dijo que había visto pasar, por un palmeral, una patrulla de reconocimiento. ¿Podía ser una señal?
Ciro ordenó que todos marcharan inmediatamente en perfecto orden de batalla, armados hasta los dientes. Sólo los escudos viajarían en los carros para ser embrazados en el último momento.
Había tensión, la sensación de una espera espasmódica, grupos de jinetes iban y venían sin cesar, daban el parte, volvían a partir, llegaban otros, intercambiaban unas pocas palabras con un oficial, y también otros hacían señales de lejos con un escudo bruñido o agitaban un paño amarillo.
Los hombres marchaban en silencio.
Jeno se armó. Se revistió con la armadura que había visto a su lado mientras se lavaba en el pozo de Beth Qada. Esta vez la observé con atención: la coraza de bronce con hombreras de cuero finamente pintadas de rojo, dos grebas asimismo de bronce, tersas y brillantes, y la espada dentro de una funda repujada con la empuñadura de marfil. Sobre los hombros, un manto de color ocre.
—¿Por qué te armas? —le pregunté preocupada.
No respondió. La situación debía de parecerle tan evidente que sobraban los comentarios, pero me disgustó. Estaba apenada, me hubiera gustado recibir alguna palabra de respuesta. Al instante me di cuenta de que, antes del anochecer, nuestros guerreros podían perderlo o ganarlo todo: riquezas, gloria, honores, tierras. Pero para mí el envite era mayor. En caso de victoria pasaría aún un tiempo con el hombre que amaba, no sabía cuánto. En caso de derrota no había límite para las desventuras y los sufrimientos que podían ocurrirme. Fue su voz la que interrumpió mis pensamientos:
—¡Oh, dioses!
Miraba hacia el mediodía. El sol estaba en medio del cielo sobre nuestras cabezas.
Una polvareda blancuzca velaba el horizonte a lo largo de una enorme extensión.
—Es una tempestad de arena —dije.
—No. Son ellos.
—No puede ser. Es demasiado extenso.
—Te digo que son ellos. Mira.
Se veía un negrear confuso dentro de la nube de polvo y luego, a medida que disminuía la distancia, el resplandor de las armas, las puntas de las lanzas, los escudos.
Relámpagos dentro de una nube tempestuosa.
—He aquí por qué no hemos encontrado resistencia en ningún momento, ni en las Puertas Cilicias, ni en las Puertas Sirias, ni en el Éufrates, en Tapsaco… —dijo Jeno sin apartar la vista de la tempestad de polvo y de hierro que se acercaba retumbando, como el viento de Beth Qada—. Artajerjes quería atraer a su hermano hasta el lugar donde ha reunido todas las fuerzas del Imperio, en esta extensión ilimitada donde no hay refugio, donde no hay defensa alguna, para destrozarlo sin piedad.
—Es el fin, pues —dije quedamente, e incliné la cabeza para disimular las lágrimas.
Sonaron las trompetas. Ciro pasó cabalgando a rienda suelta montado en su caballo árabe, dando órdenes a voces en tres o cuatro lenguas distintas. Arieo hizo sonar los cuernos. Clearco gritó con voz increíblemente potente:
—¡Soldados, a las filas! ¡Frente a mí!
Luego se situó a caballo en medio de la llanura.
Como miembros de un mismo cuerpo, los guerreros corrieron en grupos compactos a ocupar su puesto en el frente de combate. Un bloque se añadía a otro, la línea se alargaba más, cada vez más, hasta encontrar apoyo en la orilla izquierda del Éufrates.
El ejército enemigo estaba ya a plena vista. Eran guerreros de cien naciones: egipcios, árabes, cilicios, capadocios, medos, cardiacos, colcos, cálibes, partos, sogdianos, bitinios, frigios, mesinecos…
Podían distinguirse las armaduras, los colores de los trajes, la forma de las armas; podían oírse ya los gritos, amortiguados por el ruido de los pasos de cientos de miles de hombres y de decenas de miles de caballos. Y, de fondo, un retumbo metálico, hondo y continuo, que parecía acompañar y exaltar los otros ruidos: venía de los lugares donde la nube de polvo era más densa.
—¡Carros! —gritó Jeno.
—Carros falcados… —precisó una voz.
Sofo.
Aparecía siempre como de la nada. Jeno, que se disponía a montar a Halys, se dio la vuelta.
—… llevan unas hoces afiladas que sobresalen de los ejes de las ruedas y otras debajo de la caja: si para salvarte crees que puedes echarte debajo de la lanza a fin de que el carro te pase por encima, olvídate de ello. Te hacen tiras, a lo largo. Ingenioso y eficaz.
Me horroricé.
Sofo estaba armado. Sujetaba el yelmo debajo del brazo izquierdo y el escudo colgaba de los arreos del caballo. Lo espoleó y se dirigió hacia donde estaba Clearco.
Jeno me cogió de una mano.
—No te muevas en ningún momento de aquí, no bajes en ningún momento del carro, bajo ningún concepto. Los carros serán llevados con los pertrechos y protegidos en el centro del campamento. Yo tengo que presentarme ante Clearco. Haz lo que te he dicho y esta noche nos veremos de nuevo. Si no haces lo que te digo, morirás. Adiós.
No me dio tiempo de decir nada, y por otra parte tal vez no lo habría conseguido de tanta como era la emoción y tan fuerte el jadeo en mi garganta. Sólo cuando estuvo ya demasiado lejos para oírme grité: «¡Vuelve! ¡Vuelve conmigo!». El que guiaba las caballerías del carro fustigó a los mulos y lo llevó a donde se estaban reuniendo los pertrechos: una prominencia del terreno que sobresalía ligeramente de la llanura, pero lo suficiente como para poder dominar el teatro entero del enfrentamiento. Desde allí conseguía ver lo que sucedía sin perderme casi nada. Era un ángulo de visión terrible y privilegiado. Fui yo quien le contó a continuación a Jeno los detalles de la inmensa carnicería.
Ahora ya todas las secciones del ejército estaban en movimiento: los asiáticos cubrían las tres cuartas partes de nuestra formación a partir de la izquierda. Ciro estaba en el centro, espléndidamente armado y ataviado, rodeado de sus tropas escogidas, arqueros y jinetes de aspecto maravilloso, embutidos en sus corazas resplandecientes de oro y de plata, de aspecto hermosísimo, fulminantes en los movimientos. Cada uno empuñaba la pica con un pendón verde en el asta. En el ala derecha estaba Clearco con los suyos y mandaba personalmente a la primera sección: los mantos rojos.
Vi a Jeno salir de entre la multitud y dirigirse hacia él. Durante unos pocos instantes permaneció en medio de la llanura, resplandeciente en su caballo blanco; no podía pasar inadvertido. ¿Cómo estaría aquel joven por la noche? Se me encogía el corazón sólo de pensarlo. Lo veía galopar, dar vueltas, lleno de fuerza vital, y finalmente detener su semental delante del comandante supremo.
Unas imágenes horribles me pasaron por la imaginación, superponiéndose a aquel joven jinete refulgente: lo veía yacer en el suelo traspasado por una flecha en el corazón, cubierto de polvo y de sangre, o bien lo veía arrastrarse herido, moribundo, o también huir a pie perseguido por enemigos a caballo que lo remataban. Hubiera querido gritar, era consciente de que había llegado la situación irreversible.
Los dos ejércitos se disponían a enfrentarse, era el momento en que la Cer de muerte pasaba por entre las filas formadas para elegir a sus predilectos.
Desde la altura en que me encontraba se veía claramente que el ejército enemigo superaba con creces al nuestro por la izquierda, y era fácil comprender que de ahí partiría una maniobra envolvente. ¿Dónde estaba Jeno en esos momentos? ¿Dónde estaba, dónde estaba, dónde estaba?
Muchas veces mi mirada lo buscó sin verlo.
Ahora el espacio entre las formaciones opuestas no era más que de trescientos pasos. El centro del ejército enemigo estaba desplazado respecto al extremo izquierdo de nuestro ejército. Allí estaba Artajerjes, erguido en su carro, resplandeciente como un astro. Se podía ver el estandarte rojo que lo acompañaba en el campo de batalla.
Vi a Ciro mandar a alguien a Clearco: una discusión breve y animada, luego el mensajero volvió atrás.
Doscientos pasos.
Ciro en persona abandonó la formación y corrió al galope hacia donde estaba Clearco. Pareció que le daba una orden, pero no ocurrió nada. Ciro volvió atrás. Sus movimientos hacían intuir que estaba furioso.
Yo podía ver lo que sucedía en las retaguardias del ejército de Artajerjes. Pero ¿por qué Ciro no estaba donde estaba yo? Desde allí habría podido mover sus secciones como peones en un tablero de ajedrez. Ya sé por qué: el comandante debía demostrar que era el más valiente de todos; ser el primero en afrontar el peligro.
Envuelto en una nube de polvo el escuadrón de carros falcados se movía invisible detrás de las líneas, desde el ala derecha hasta la izquierda. ¡Estaban a punto de lanzarse contra los hombres de Clearco, contra Jeno! ¿Cómo resistirían a unas máquinas tan espantosas? Grité con todas las fuerzas de mi garganta: «¡Cuidado, a la derecha!». Pero ¿cómo iban a poder oírme?
Cien pasos.
Un gran estruendo.
Las líneas de la infantería persa se abrieron de improviso dejando pasar a los carros, que se lanzaron en una carga furibunda contra los mantos rojos.
Inesperadamente, Ciro salió al galope con su guardia lanzándose en dirección opuesta en una trayectoria oblicua que atravesó todo el campo en estricta diagonal. Corrían a un galope enloquecido contra el centro de la formación enemiga. ¡Ciro buscaba a Artajerjes! ¡Los dos hermanos, uno contra otro en un duelo a muerte!
Clearco hizo tocar las trompetas, y los lanzadores de jabalina y los incursores tracios corrieron al encuentro de los carros arrojando sus dardos contra los aurigas. Algunos de ellos cayeron traspasados y los carros sin guía se desbandaron y volcaron. Otros carros lanzados a toda velocidad chocaron con los caídos y volcaron a su vez en un enredijo monstruoso de astillas, fragmentos metálicos y de miembros humanos y ferinos.
Otros incursores a caballo corrieron al encuentro de los carros lanzando flechas y dardos o saltando incluso ellos mismos dentro de las cajas para entablar duelos mortales con los aurigas y la caballería ligera. Los carros que consiguieron pasar prosiguieron en su loca carrera, pero las trompetas sonaron de nuevo: las filas de la infantería griega se cerraron dejando delante de cada carro falcado un pasadizo. Cuando éstos hubieron atravesado toda la formación los arqueros de retaguardia se volvieron y asaetearon por la espalda a los aurigas y a la caballería ligera. Los carros sin guía se dispersaron en el vacío del desierto.
Cincuenta pasos.
Clearco hizo tocar de nuevo las trompetas.
Mientras tanto el escuadrón de Ciro se abatió con estruendosa violencia contra la guardia imperial de los Inmortales, los defensores del Gran Rey.
Sonaron las flautas en el bando de los mantos rojos y éstos, tras bajar las lanzas, cargaron, al paso, en silencio contra los gritos de los enemigos, contra el delirio, contra la furia descompuesta, la horda aullante.
En silencio, todo el ejército avanzó al mismo paso, al ritmo de las flautas y de los tambores.
Los asiáticos de Artajerjes demoraron el avance, sus filas oscilaron. Clearco lanzó hacia delante a sus hombres al grito de guerra: «¡Alalalai!».
Nadie podía resistir a los mantos rojos. La falange cargó precipitándose como una avalancha sobre el frente enemigo, lo rompió en dos, penetró aún más en el pasadizo, arrolló toda el ala izquierda enemiga, la separó del resto del ejército y se puso a perseguirla. El polvo los cubrió, hizo que se perdieran de vista.
Pero en aquel espacio vacío irrumpían grupos cada vez más numerosos de jinetes persas y algunos llegaban hasta el mismo pie de la colina donde yo estaba. Espantada, dejé mi refugio del carro, ya demasiado expuesto, y busqué un lugar mejor protegido, en medio de un palmeral; allí continué observando, trepidante, la evolución de aquel enfrentamiento furioso.
Mientras Ciro y sus tropas escogidas continuaban batiéndose, también el grueso de los asiáticos de Arieo aguantó. De vez en cuando yo miraba el sol, que parecía clavado como un escudo al rojo vivo en la blanca cavidad del cielo. Desde mi refugio el fragor de la gigantesca batalla llegaba amortiguado y confuso: sólo algunos gritos muy agudos de terror y de dolor perforaban el aire denso de polvo, sangre y sudor, y también los relinchos de los caballos y el rechinar de los carros llegaban con el cambio del viento para herir mis oídos.
Luego la luz del sol se hizo más roja y ocurrió algo justo en el centro de la formación, algo que no conseguí comprender porque todo estaba envuelto en una densa calina. Pero a partir de aquel momento el ejército de Ciro comenzó a ceder y acto seguido a emprender la fuga.
En aquel momento me pareció ver, a lo largo de la orilla del Éufrates, a un grupo de los nuestros a caballo, me pareció descubrir el manto ocre de Jeno en medio de la turbamulta al galope y me lancé a la carrera pendiente abajo. Una acción irreflexiva. Algunos jinetes persas que se habían infiltrado a través de las filas de los asiáticos de Arieo advirtieron mi presencia y espolearon sus caballos hacia mí.
Volví enseguida atrás y eché a correr colina arriba para buscar refugio detrás del círculo de carros. Una empresa imposible. Ya los tenía encima. Me arrojé al suelo y me cubrí la cabeza con las manos.
Pasaron unos instantes interminables. Respiraba polvo y estaba envuelta en una nube de terror.
No sucedió nada, pero luego, de golpe, un cuerpo se abatió sobre mí aplastándome y enseguida un reguero de sangre empapó mis ropas. Grité de terror y traté de liberarme. Alguien había traspasado a uno de mis perseguidores con una jabalina y ahora avanzaba al galope hacia ellos y hacia mí. Aunque tenía el rostro cubierto por el yelmo, reconocí sus armas y su caballo.
¡Menón!
Lo recuerdo como si fuese ahora. Mi mirada estaba tan concentrada en su figura que cada movimiento suyo era descompuesto por mis ojos, instante por instante, de modo que me parecía verlo avanzar como si estuviera suspendido sobre el suelo, en un espacio distinto del mío y del resto del mundo. Lo percibí de nuevo en toda su violencia física cuando irrumpió en el grupo. Lanzó otro venablo y un segundo jinete cayó muerto al suelo. Blandió la espada poniendo de manos al caballo. Las patas del corcel separaron a los adversarios uno del otro y Menón los golpeó por separado con precisión y potencia mortíferas. Luego se quitó el yelmo, me cogió de un brazo haciéndome subir al caballo y se dirigió hacia un punto lejano del campo de batalla y del círculo de carros, un espeso bosquecillo de tamarindos. Allí me depositó en tierra. Me sonrió por un instante, con sus dientes blancos, de lobo, burlón, enigmático, y de nuevo volvió atrás para socorrer a los suyos, que estaban rodeados. Se batía como un león rabioso, pero eran demasiado inferiores en número: ¿dónde estaban los demás? La luz era roja como sangre. ¿Por qué no llegaban? ¿Por qué, por qué?
Llegó uno solo, a caballo, de la nada, blandiendo la lanza en una mano y la espada en la otra, guiando a su cabalgadura con la sola fuerza de las piernas, imponente, macizo, arrollador: ¡Sofo!
Arrojó la lanza traspasando de parte a parte al comandante enemigo e inmediatamente después irrumpió en la refriega con la espada empuñada como una furia, golpeando a derecha e izquierda con espantosa potencia. Menón y los suyos tomaron aliento y contraatacaron con renovado vigor; barrieron a los últimos adversarios y luego se lanzaron hacia la llanura del lado meridional quizá para unirse al ejército de Clearco.
Sofo se quedó.
Limpió la espada en la arena, la devolvió a su funda y se sentó inmóvil en una piedra mirando al vacío delante de él. Ya no tenía ninguna intención de combatir, parecía que la cosa no fuera con él. Pero estaba interesado en la evolución de la batalla que ahora se encaminaba hacia su final.
Los gritos y el ruido prosiguieron aún durante un rato, pero con el paso del tiempo y la puesta del sol se amortiguaron cada vez más hasta cesar por completo.
Entonces Sofo se volvió hacia mí y me hizo una seña de que fuera con él hacia la colina. Lo seguí. El espectáculo que se ofreció ante nosotros me dejó petrificada de horror. Delante de mí había una extensión inmensa sembrada de cadáveres de hombres y de caballos. Muchos animales heridos o cojos se arrastraban penosamente aquí y allá resoplando de dolor por los ollares ensangrentados. En el fondo se veía el polvo levantado por el ejército vencedor que se alejaba.
Seres humanos irreconocibles vagaban tambaleándose en medio de la espantosa carnicería. De repente, la mirada de Sofo y la mía se detuvieron en el mismo instante en un punto, exactamente en el centro de nuestro campo visual. Allí había una figura humana erguida e inmóvil, de una inmovilidad irreal. El rostro siempre impasible de Sofo se contrajo en una mueca y de inmediato se encaminó en esa dirección a pie, sujetando al caballo por las bridas. Yo fui tras él por un terreno que se había vuelto resbaladizo de sangre, en una atmósfera fétida, repugnante.
Era Ciro.
Su cuerpo desnudo estaba clavado en un palo aguzado que le salía por la espalda. La cabeza, casi separada del busto, colgaba sobre el pecho. Estaba convencida de que en breve encontraría también el cuerpo de Jeno masacrado entre el cúmulo de cadáveres que atestaban el suelo. Me puse a gritar sin contención, grité toda mi desesperación; nunca había visto ni imaginado tanto horror.
Sofo se volvió hacia mí y me ordenó:
—¡Calla, déjalo estar!
No era para humillarme. Era por otro ruido que se acercaba. Venía de la parte del Éufrates. Alguien que avanzaba… ¡cantando!
—Son los nuestros —dijo Sofo.
—¿Los nuestros? ¿Cómo es posible?
—Han perseguido al ala izquierda enemiga durante toda la jornada y ahora están de vuelta. Menón iba en la avanzadilla. Con ellos estará también tu Jenofonte. Al menos eso espero.
—¿Y por qué cantan?
Se veía ya avanzar una nube rosada por la parte del río.
—Cantan el peán. Creen que han vencido.
Esperamos inmóviles junto al cadáver de Ciro hasta que los oficiales que cabalgaban a la cabeza nos vieron y corrieron hacia nosotros: Clearco, Sócrates, Agias, Próxeno, Menón. Poco después llegó también Jeno, casi irreconocible por la sangre y el polvo que recubrían sus ropas y sus armas. Tuve que contenerme para no correr a lanzarme entre sus brazos, tuve que contentarme con encontrar sus ojos que expresaban el mismo sentimiento. Y poco después llegó Menón a la cabeza de sus jinetes tesalios. No sé si leyó la gratitud en mi mirada en el instante en que me topé con sus ojos.
El rostro de Clearco se petrificó:
—¿Qué ha pasado?
—¿Y dónde está Arieo? —preguntó Próxeno.
Sofo indicó una mancha oscura a una distancia de media parasanga en dirección norte.
—Creo que allí. Con los suyos. A estas horas, ese bastardo estará seguramente negociando con Artajerjes.
Clearco señaló el cuerpo de Ciro:
—¿Y él?
Sofo respondió con otra pregunta:
—¿Qué quería de ti cuando se reunió contigo a caballo?
—Quería que dejase la orilla del Éufrates para lanzarme contra el centro de los enemigos porque allí estaba el Rey.
—¿Y por qué no lo hiciste?
—Porque habría sido un suicidio. Los enemigos nos superaban ya en dos tercios más allá de nuestra izquierda; si me hubiese separado del Éufrates nos habrían rodeado también por ese lado.
—Y habría sido el fin.
—Así es —respondió Clearco.
—¿Y esto qué es? —replicó sarcástico Sofo—. Ciro sabía que estaba en una aplastante inferioridad numérica, pero contaba con un arma absoluta en la que confiaba ciegamente: tus soldados. Si hubieras obedecido sus órdenes, habrían roto el centro y arrollado al Rey en persona.
Clearco replicó resentido:
—En situaciones tan extremas, yo recibo sólo órdenes de Esparta.
Sofo lo miró fijamente a los ojos.
—Esparta soy yo —dijo.
Y se alejó.
Mientras tanto el canto de los soldados de Clearco se apagó a medida que, al acercarse, se daban cuenta de la amarga realidad. Creían que habían vencido.
Pero habían perdido.