V

Me he preguntado cuántas historias constituyen el acervo de los pueblos del mundo, historias de reyes y de reinas, de humildes gentes del pueblo, de criaturas misteriosas de los bosques y de los ríos. Cada grupo de casas o de cabañas tiene la suya, pero sólo algunas pueden crecer y difundirse y ser conocidas. Jeno me contó muchas de su tierra en las noches en que permanecíamos largo tiempo tumbados el uno al lado del otro después de haber hecho el amor. Me habló de una guerra que había durado diez años contra una ciudad de Asia llamada Ilión y luego la historia de un reyezuelo de las islas occidentales que se hacía llamar «Nadie», que había viajado por todos los mares, había derrotado a monstruos, gigantes y magas, y había descendido incluso al mundo de los muertos. Al final había vuelto a su isla y había encontrado la casa llena de pretendientes que devoraban sus riquezas y acosaban a su mujer. Les había dado muerte a todos excepto a uno: al poeta.

Había hecho bien en perdonarle la vida: los poetas no deberían morir nunca, porque nos regalan lo que de lo contrario no podríamos tener nunca. Ellos ven mucho más allá de nuestro horizonte; como si vivieran en la cima de una montaña altísima, oyen sonidos y voces que nosotros no oímos, viven muchas vidas al mismo tiempo, y sufren y gozan como si estas vidas fueran reales y concretas. Viven el amor, el dolor, la esperanza con una intensidad desconocida incluso a los dioses. He estado siempre convencida de que son una estirpe en sí misma: están los dioses y están los humanos. Y están los poetas. Éstos nacen cuando reina la paz entre Cielo y Tierra o cuando estalla el rayo en plena noche y hiere la cuna de un niño sin matarlo, rozándolo tan sólo con una caricia de fuego.

Me gustaba la historia de ese rey vagabundo y cada noche le pedía que me contara una parte. Yo me identificaba con el personaje de su esposa, la reina que tenía un nombre largo e impronunciable. Había esperado al marido durante veinte años por servil devoción, pero también porque no podía contentarse con nada menos que el héroe de mente multiforme.

«Intentad curvar este arco, si sois capaces, y yo elegiré a quien lo consiga», había dicho. Y luego se arrojó entre los brazos de su esposo que finalmente había vuelto porque sabía el secreto que sólo ellos dos conocían: el tálamo nupcial instalado entre las ramas de un olivo. ¡Qué maravilla aquel lecho entre los brazos del olivo, como un nido de gorriones! ¡Qué felices debían de haber sido en aquel lecho, jóvenes príncipes de una tierra tranquila, pensando en el futuro de su hijo recién nacido! Y yo pensaba en los horrores de la guerra que había seguido.

Estaba segura de que también a nosotros nos pasaría lo mismo. Sólo era cuestión de tiempo.

Los primeros síntomas se habían manifestado cuando Jeno y yo todavía no nos conocíamos, al atravesar el ejército la inmensa meseta. Cundía cierto malhumor entre las tropas, tanto entre los griegos como entre los asiáticos. Jeno consiguió comprender el motivo: faltaba el dinero; Ciro no pagaba a sus hombres desde hacía algún tiempo. Era algo sumamente extraño. Ciro era riquísimo: ¿cómo es que no tenía bastante dinero para sufragar el coste de una expedición contra una tribu indígena? Jeno, intuía el motivo, pero los soldados no y tampoco la mayoría de los oficiales. Alguno, sin embargo, comenzaba a sospechar algo y a propalar por el campamento rumores que creaban inquietud y tensión. Por fortuna se produjo un acontecimiento que, al menos por un tiempo, trajo la calma.

Un día los soldados se habían detenido en el centro de una gran explanada circundada por bosquecillos de álamos y de sauces; al atardecer se había presentado en el campamento un gran cortejo de soldados armados que escoltaba un carro cubierto de ondeantes velos. En su interior había una mujer de increíble belleza. Una reina. La reina de Cilicia, la tierra que confina con la mía, pero mucho más hermosa y feraz, asomada al mar espumeante, rica en olivos y vides. Su marido, soberano de aquella tierra hermosísima, debía de estar preocupado. Estaba sometido al Gran Rey, aunque en teoría era independiente, y su reino se encontraba en la dirección de la marcha del príncipe Ciro, cuyo objetivo cabía ya adivinar. Si presentaba resistencia, Ciro lo arrollaría. Si no resistía, el Gran Rey podría pedirle cuentas por no haberlo detenido, y no era persona con la que se pudiera discutir. Probablemente pensó que tenía que afrontar un problema cada vez y el de Ciro era el más inmediato y urgente. La única verdadera arma con la que contaba era la belleza de su mujer, un arma invencible, más fuerte que cualquier ejército. Bastaba con mandar dinero y meterla en el lecho del príncipe y todo estaría resuelto. Dinero y bellas mujeres mueven incluso montañas, y ambas cosas a la vez hacen venirse abajo cualquier baluarte.

Ciro era joven, apuesto, audaz y poderoso. Ella no lo era menos y estaba dispuesta a complacerlo en todo. Le llevó una gran suma de parte del marido con la que pudo costear las pagas de los soldados y se entregó al príncipe. Durante unos días pareció que el mundo se hubiese detenido. El ejército estaba acampado, las tiendas, sólidamente plantadas. El pabellón real había sido adornado con las telas más finas y las más preciosas alfombras, con bañeras de bronce para el baño de la hermosa. Se decía que él asistía mientras ella se desnudaba y se sumergía en el agua caliente y perfumada y la miraba mientras se hacía lavar y masajear por dos doncellas egipcias cubiertas nada más que con un minúsculo taparrabos. Él estaba sentado en un escabel revestido de púrpura y acariciaba un guepardo echado a sus pies. Las formas sinuosas de la fiera debían de recordarle las de la reina que estiraba con suavidad sus miembros en la bañera de bronce.

Al tercer día quiso mostrarle un espectáculo excitante, el despliegue de su poderío: su joya militar.

Pidió a Clearco que formara a todos los guerreros de mantos rojos cubiertos con sus armaduras resplandecientes y embrazando los grandes escudos redondos. Debían marchar a paso cadencioso al son de los tambores y de las flautas delante del príncipe y de su bellísima huésped, erguidos en sus carros de gala. Y así fue. La reina estaba feliz, excitada como una niña que asiste a un espectáculo de malabaristas callejeros.

De pronto un toque de trompeta, agudo, prolongado. Los guerreros rojos demoraron el paso, realizaron una larga y perfecta conversión a la derecha, y acto seguido, a un segundo toque, cargaron con las lanzas bajadas hacia el campamento de las tropas asiáticas de Arieo. El ataque era tan realista que aquéllos se dieron a la fuga en todas direcciones, muertos de miedo. Cuando un tercer toque los llamó, los guerreros de Clearco volvieron atrás entre risas y burlándose de los soldados de Arieo que ciertamente no habían dado prueba de resistencia ni de valor.

Extrañamente Ciro se mostró contento de aquel comportamiento, porque le confirmaba el efecto impresionante que tenía sobre los asiáticos una carga de infantería pesada de los mantos rojos.

La reina dejó el campamento una semana después, tras haber obtenido garantías de Ciro de que su marido no sufriría daños ni vejación alguna. A cambio el rey no opondría resistencia en el desfiladero llamado de las «Puertas Cilicias». Se trataba de un paso tan estrecho que no podían transitar por él al mismo tiempo dos caballos enjaezados. En efecto, quien situara en aquel lugar unas pocas tropas escogidas y bien adiestradas podía impedir a cualquiera franquearlo, aunque fuese el más poderoso ejército de la Tierra, pero parecía que el rey de Cilicia no tenía ningunas ganas de entablar un conflicto y prefirió dejar pasar a Ciro en vez de pararlo. Se trataba de fiarse de su palabra: quien dominaba las Puertas tenía, en cualquier caso, las de ganar. Era cuestión de pocos días y las cosas se aclararían para todos. Las Puertas distaban unas jornadas de camino.

La reina volvió a partir colmada de presentes preciosos y quizá Ciro la emplazó a una cita secreta en Cilicia. Una mujer hermosísima, además de reina, no puede ser considerada como el objeto de una fugaz relación de dos o tres noches.

Algunos días después el ejército pasó cerca del monte Argeo, donde se decía que Marsias había sido desollado vivo por Apolo. Una montaña solitaria, altísima, que amenazaba como un gigante toda la meseta. Circulaban otras muchas leyendas sobre aquella montaña. Se decía que en sus entrañas había encadenado un titán y que de vez en cuando sacudía sus cadenas y expelía llamas por la boca. De las cumbres del monte brotaban entonces ríos de fuego, nubes incandescentes, y toda la región resonaba con espantosos retumbos. Pero la mayor parte del tiempo, sin embargo, el Argeo estaba tranquilo, perennemente cubierto de blanca nieve.

Transcurrieron otros quince días más sin que sucediera nada digno de reseñarse hasta que llegaron a una ciudad llamada Tyana. Enfrente se perfilaba imponente la cadena del Tauro. Allí arriba, en aquellos picos nevados, terminaba Anatolia: más allá comenzaba Cilicia. Mientras el ejército se aprestaba a subir hacia el desfiladero, Ciro mandó encarcelar al gobernador persa de la ciudad y darle muerte. Otro personaje cuyo nombre fue mantenido en secreto fue arrestado del mismo modo y pasado por las armas. Ninguno de los dos había hecho nada merecedor de un castigo semejante.

Jeno no sabía persa y no había más que un intérprete para mantener los contactos entre los oficiales griegos y Ciro. Y la razón era evidente: no se podían difundir conversaciones reservadas a demasiadas personas, y en este caso demasiadas personas significaba más de una.

Del mismo modo, quien conferenciaba con Ciro era únicamente Clearco. Los otros oficiales superiores —Menón, Agias, Sócrates, Próxeno— eran invitados de vez en cuando a los banquetes y algunas veces también a las reuniones del consejo de guerra, pero en este último caso Ciro hablaba personalmente con el intérprete y éste se lo refería personalmente a Clearco en voz baja. Clearco transmitía a continuación las órdenes a sus oficiales, sin duda según lo que consideraba oportuno.

Cualquiera que se hubiera acercado al único intérprete habría levantado sospechas y llamado la atención de personajes poco recomendables. Jeno no podía hacer nada más que recoger rumores difíciles de comprobar. Pero era verosímil que Ciro quisiera esconder en la medida de lo posible su presencia en aquella zona, signo evidente de que no debía encontrarse allí por nada. En la expedición contra los montañeses que amenazaban Capadocia no creía ya nadie.

Es más, Jeno estaba también convencido de que la marcha de un ejército tan grande era ya conocida en las capitales: tal vez en Susa, y en Esparta. De esto nos enteraríamos más tarde y, en efecto, Jeno supo enseguida que en Grecia estaba sucediendo algo importante que influiría en la suerte de todos nosotros. Alguien, en Esparta, había tomado en su momento una decisión que podía modificar los equilibrios de nuestro mundo, pero en aquel momento no sabía cómo controlar los acontecimientos que había desencadenado. El instrumento era el ejército mercenario que estaba ahora atravesando Anatolia, pero ¿cómo manejar la situación? ¿Cómo permanecer fuera del juego y estar al mismo tiempo dentro de él?

Era noche entrada en Esparta cuando los dos reyes fueron despertados uno tras otro en sus residencias por un mensajero: tenían que dirigirse lo antes posible a la sala del consejo donde los cinco éforos, los hombres que gobernaban la ciudad, estaban ya reunidos en sesión.

Es probable que se discutiera largamente, se tratara de establecer, con la ayuda de informadores, dónde se encontraba el ejército en aquel momento y dónde era posible interceptar su itinerario en las fronteras entre Cilicia y Siria.

Parecía ya evidente que el objetivo de Ciro era el que todos imaginaban, aunque oficialmente nadie supiera nada: un ataque al corazón del Imperio para derribar a Artajerjes.

—Contra su mismo hermano —concluyó alguien—. Difícil imaginar otra posibilidad.

Durante unos momentos en la sala del consejo se hizo un cerrado silencio, luego los dos reyes intercambiaron algunas frases en voz baja y también los éforos entre sí.

Por último tomó la palabra el éforo de más edad:

—Cuando decidimos satisfacer la petición de Ciro examinamos todo con cuidado y prudencia y consideramos haber hecho la mejor elección de acuerdo con el interés de la ciudad.

»Hubiéramos podido decir que no, pero Ciro habría podido pedir ayuda a algún otro: a los atenienses, por ejemplo, o a los tebanos, o a los macedonios. Mejor no dejar pasar esta oportunidad: si Ciro marcha verdaderamente contra su hermano, nos deberá el trono si vence y nuestro poder en esa parte del mundo no conocerá límites. Si es derrotado, el ejército será destruido, los supervivientes pasados por las armas o vendidos como esclavos en lugares lejanos: nadie podrá acusarnos de haber tramado contra el Gran Rey o haber dado apoyo a la acción de un usurpador, porque ninguno de los hombres enrolados conoce el motivo por el que han sido reunidos en Sardes a las órdenes de Ciro, aparte de uno que no hablará nunca. Y no hay entre ellos un solo oficial regular espartano.

Alguien, quizás el rey, debía de pensar en cómo habían cambiado los tiempos en cosa de tres generaciones. Entonces Leónidas y los suyos habían combatido en las Puertas Ardientes trescientos contra treinta mil, los atenienses en el mar con cien naves contra quinientas, y luego todas las ciudades de Grecia, juntas, en campo abierto. Habían derrotado conjuntamente al imperio más grande, rico y poderoso del mundo, y garantizado la libertad de todos los griegos. Ahora la península era una extensión de ruinas y de devastación. La flor de la juventud había visto segada su vida durante treinta años de guerras intestinas. Esparta ostentaba la hegemonía en un cementerio, en ciudades y naciones que eran la sombra de sí mismas, y para mantener este fantasma de poder seguía mendigando el dinero de los bárbaros, los enemigos de otro tiempo. Y esta expedición constituía un punto sin retorno. Se llegaba al extremo de lanzar en una empresa seguramente casi desesperada a un cuerpo escogido de más de diez mil extraordinarios combatientes. Pero ¿qué ciudad era aquella en la que reinaban? Y ¿qué raza de hombres constituían aquellos cinco bastardos llamados éforos que tenían la responsabilidad de gobierno?

Quizás habrían querido gritar esto, ellos que eran los descendientes de los héroes de otro tiempo, pero se limitaron a un discurso más realista; podía suceder algo imprevisto, producirse una verdadera eventualidad a causa de la cual la situación quedara fuera de control. Era una eventualidad que había que prever.

El jefe de los éforos admitió que la observación era acertada y, en efecto, había sido ya tomada en consideración. Por eso un oficial regular, uno de los absolutamente mejores, se incorporaría al ejército con consignas precisas que no fueron reveladas. Se trataba de una misión secreta que debía permanecer así al precio que fuese. Sólo cuando todo hubiera sido resuelto, los reyes serían informados.

El hombre elegido para una misión tan delicada que exigía valor, pero también inteligencia y sobre todo una fidelidad absoluta a las consignas, partiría, al día siguiente, en una nave desde Gythion. Su identidad sólo sería dada a conocer a los reyes tras su partida.

La sesión se disolvió inmediatamente después y los dos reyes regresaron a sus casas, preocupados e inquietos, en plena noche. Pocas horas después el enviado de Esparta fue despertado por un ilota y acompañado a su caballo ya listo y ensillado. El hombre montó de un salto, fijó su alforja a los arreos y espoleó a su montura. Salía el sol del mar cuando llegó a la vista de las primeras casas de Gythion. Un trirreme de la marina de guerra aguardaba anclado con un estandarte azul arriado en popa: la señal de que lo estaban esperando.

El hombre subió a bordo por una pasarela, sujetando el caballo por las bridas.

El ejército dejó sus acuartelamientos de Tyana al amanecer, pero antes de moverse Ciro había pedido a Clearco que mandara un destacamento de los suyos por otro desfiladero por el que se llegaba a Tarso, la ciudad más grande de la región, capital del reino de Cilicia. Si los cilicios oponían resistencia a su entrada, el destacamento atacaría por occidente y todo se resolvería.

Clearco eligió a Menón de Tesalia y lo envió con su batallón hacia un desfiladero del Tauro, mientras el grueso del ejército afrontaría los pasos angostos de las Puertas Cilicias llegando a la capital del norte.

Menón fue el primero en partir cuando todavía era de noche, siguiendo a un guía indígena, mientras que Ciro se puso en marcha al amanecer, directo a un punto de parada al pie de las montañas. Como el camino iniciaba una subida no había posibilidad alguna de acampar desde el desfiladero, no sólo para un ejército tan ingente, sino tampoco para una simple caravana. Era, por tanto, necesario dividir el trayecto en dos etapas. Tras haber acampado al pie de la cadena del Tauro, Ciro reanudó la marcha al amanecer para estar en las Puertas antes de la puesta del sol. El camino era poco más que una tortuosa senda de mulas con un precipicio que daba sobre un valle.

Si el rey de Cilicia hubiera querido oponer resistencia, los habría tenido en jaque sin dificultad durante días y días, quizá también durante meses.

Había mucha tensión entre las filas del ejército: los soldados continuaban mirando hacia lo alto, hacia los picos rocosos que los dominaban. Por si fuera poco, el camino, normalmente transitado por todas las caravanas que desde Mesopotamia subían hacia Anatolia y el mar y por las que lo recorrían en sentido inverso, estaba desierto: ni un asno ni un camello, sólo algún que otro campesino pasaba con el cuévano a la espalda en dirección a su tierra. Otros se detenían al borde del camino para observar el paso de la larguísima columna. Seguramente se había corrido la voz de que algo peligroso podía suceder a lo largo de aquel camino y nadie se había movido, y no lo haría mientras no hubiese terminado.

Antes de aventurarse por el desfiladero, que estaba cortado en la viva roca y permitía el paso de una única bestia de carga por vez, el príncipe envió exploradores en una misión de reconocimiento: éstos volvieron para contar que allí arriba no había nadie y que del otro lado habían observado un campamento desierto. Tal vez había sido un plan de resistencia posteriormente abandonado. En aquel campamento se detuvo el mismo Ciro con sus hombres, pero durante toda la noche la columna continuó subiendo: cuando el último hubo llegado a la cima era ya hora de volver a partir.

Mientras tanto Menón atravesaba con su batallón el otro desfiladero, más a occidente. Iba bastante expedito y sin preocuparse demasiado, porque el guía le había dicho que por aquella parte estaba todo tranquilo.

El paso se encontraba en la divisoria entre dos torrentes: uno iba hacia la meseta anatólica, el otro descendía hacia el mar. La primera parte del trayecto subía con una pendiente bastante constante y moderada, era un paisaje despejado y podía dominarse fácilmente con la mirada, pero cuando, superado el collado, Menón se asomó a la vertiente opuesta vio que el valle del otro torrente era muy hondo: una garganta áspera y accidentada que serpenteaba entre paredes altas y escabrosas. De aquel lado, en efecto, la pendiente era mayor y más fuerte la corriente del agua.

Al comienzo pareció que todo iba sobre ruedas y luego, a medida que el batallón se adentraba por la garganta, empezaron a manifestarse signos preocupantes: primero se alzó de improviso una bandada de cuervos de unos matorrales, a continuación se oyó el ruido de una piedra que rodaba cuesta abajo. Menón apenas si tuvo tiempo de gritar: «¡Cuidado! ¡Cubríos! ¡Hay alguien allá arriba!» cuando desde lo alto llovió una nube de flechas. Tres de sus hombres cayeron traspasados. Luego siguieron otros lanzamientos, densísimos y sin tregua, que continuaron hiriendo a mansalva.

Menón gritó:

—¡Los escudos en alto! ¡Cubríos! ¡Hay que salir de aquí! ¡Fuera, fuera!

Sus hombres alzaron los escudos por encima de sus cabezas para protegerse de la lluvia de dardos y al mismo tiempo echaron a correr, pero la pendiente era muy pronunciada y la garganta, estrecha. Muchos tropezaban y caían, quien estaba detrás empujaba al que tenía delante, y se estorbaban unos a otros. Sembraban, al avanzar, el camino de muertos y de heridos. Por un momento pareció que la lluvia letal hubiera cesado, pero no era más que la calma que anunciaba una nueva tempestad. Inmediatamente después se oyó un gran fragor y una avalancha de piedras y gruesos pedruscos se precipitó hacia abajo causando más víctimas. Cuando finalmente pudieron detenerse en un ensanchamiento fuera del alcance de los enemigos, Menón contó a sus hombres. Faltaron setenta a la llamada, masacrados por los dardos y las piedras.

—No podemos volver atrás y recuperar sus cuerpos —dijo—, pues caerían otros de nosotros. Pero podemos vengarlos.

Y mientras pronunciaba aquellas palabras sus ojos azules se volvieron de hielo.