El viento.
Sopla sin descanso a través de los pasos angostos del monte Amanos como por las fauces de un dragón y se abate violentamente sobre nuestra llanura secando la hierba y los campos. Durante todo el verano.
A menudo también durante la mayor parte de la primavera y del otoño.
De no ser por el riachuelo que desciende de las estribaciones del Tauro, no crecería nada en estos parajes. Sólo matojos para magros rebaños de cabras.
El viento tiene su propia voz, continuamente modulada. A veces es un largo quejido que parece que no fuera a aplacarse nunca; otras, un silbo que se cuela de noche por las grietas de los muros, por las rendijas de las hojas de las puertas y las jambas, envolviéndolo todo con una fina neblina y enrojeciendo los ojos y secando las bocas hasta cuando se duerme.
A veces es un rugido que trae consigo el eco del trueno sobre los montes y el chasquear de las tiendas de los nómadas del desierto. Un sonido que penetra en uno y hace vibrar cada fibra del cuerpo. Los viejos dicen que cuando el viento ruge de ese lado algo extraordinario va a suceder.
Hay cinco aldeas en nuestra tierra: Naim, Beth Qada, Ain Ras, Sula Him y Sheeb Mlech. En total viven en ellas unos pocos cientos de personas y todas se alzan sobre un pequeño realce del terreno formado por los restos de otras aldeas disgregadas por el tiempo, construidas y luego abandonadas y reconstruidas de nuevo unas sobre otras en el mismo sitio, con el mismo barro secado al sol. Los administradores del Gran Rey las llaman «las aldeas de Parisatis» por el nombre de la Reina Madre.
Las llaman también «las aldeas del cinturón» porque todo nuestro trabajo, todo lo que producimos y conseguimos vender, todo lo que nos sirve para sobrevivir está destinado a comprar todos los años un nuevo y precioso cinturón para el traje de la Soberana. Al final del verano llega un persa ricamente ataviado escoltado por numerosos soldados de la guardia para llevarse las ganancias que nuestros padres han acumulado a lo largo de un año de durísimo trabajo. Ello nos expone al riesgo del hambre y a la certeza de la miseria sólo para comprar otro cinturón a una mujer que tiene ya docenas y seguramente no necesita ninguno más. Y también se nos dice que para nosotros ello es un honor del que deberíamos sentirnos orgullosos. No todo el mundo tiene el privilegio de proveer a un jefe de guardarropa para un miembro tan importante de la casa real.
He tratado muchas veces de imaginarme esa casa, pero no lo consigo, tales y tantas son las historias que circulan sobre esa morada hiperbólica. Hay quien dice que está en Susa, otros que en Persépolis, o también en Pasagarde, en la gran llanura. Quizá se encuentra en todos esos lugares al mismo tiempo, tal vez en ninguno. O quizá se alza en un lugar equidistante de todas esas ciudades.
Yo vivo en una casa con dos habitaciones, una para dormir y otra para comer. El suelo es de tierra batida y quizá por ello lo que comemos sabe a polvo; el techo está hecho de troncos de palmera y de paja. Cuando vamos al pozo a sacar agua, mis amigas y yo, nos paramos a charlar, a dejar volar la imaginación, a costa de ganarnos una paliza cuando volvemos demasiado tarde.
A menudo soñamos despiertas que vemos llegar a un hermoso, noble, amable joven que nos arranca de este lugar donde cada día es igual al anterior, aunque sabemos que esto no sucederá jamás. Pero no por eso estoy menos contenta: me gusta estar en el mundo, trabajar, ir al pozo con mis amigas.
Soñar no cuesta nada y es como vivir otra vida: la que todas habríamos querido y que no tendremos jamás.
Un día, mientras íbamos al pozo, la fuerza del viento nos embistió haciéndonos tambalear y doblar hacia delante para aguantar el poderoso empuje. Lo conocíamos: ¡era el viento que ruge!
Todo se vio inmerso en la calina durante un rato, una calina densa que lo oscurecía todo. El disco solar era lo único que se distinguía con claridad, pero su color tenía una insólita tonalidad rosada. Parecía suspendido en la nada, sobre un páramo sin límites ni formas definidas, en un país de espectros.
Y apareció en aquella neblina una forma vaga que parecía moverse fluctuando en el aire.
Un fantasma.
Uno de los espíritus que salen a la hora del crepúsculo de debajo de tierra para adentrarse en la noche apenas se pone el sol en el horizonte.
—Mirad —les dije a mis amigas.
La figura se perfilaba, pero el rostro permanecía invisible. A nuestras espaldas oíamos los ruidos del atardecer: los campesinos que volvían de los campos, los pastores que aguijaban a sus ganados hacia los apriscos, las madres que llamaban a los niños. Luego, de repente, se hizo el silencio. El viento que ruge calló, la calina se disolvió lentamente. A nuestra izquierda apareció el soto de doce palmeras que circundaba el pozo; a la derecha, la colina de Ain Ras.
En el centro, ella.
Podía distinguirse ya con contornos nítidos: su figura, el rostro enmarcado por unos largos cabellos oscuros. Una mujer joven, hermosa aún.
—¡Mirad! —repetí, como si aquella imagen no fuera ya el centro de la atención de todas.
La figura delgada avanzaba lentamente como si notara todo el peso de las miradas sobre ella a cada paso que la acercaba a la entrada de Beth Qada.
Nos volvimos y vimos que muchos hombres se habían reunido en la entrada del pueblo formando una muralla ante la proximidad de la mujer. Hubo quien gritó algo: unas palabras terribles, cargadas de una violencia desconocida para nosotras. También acudieron las mujeres y una de ellas gritó: «¡Vete! ¡Vete mientras estés a tiempo!», pero ella no lo oyó o no quiso oírlo. Continuó su camino. También ahora el peso de aquel odio se dejaba sentir sobre ella y la oprimía, dificultándole el paso.
Un hombre se agachó para coger una piedra del suelo y se la lanzó. Casi dio en el blanco. Otros también cogieron piedras y las lanzaron contra la mujer, que se tambaleó. Una le dio en el brazo izquierdo e inmediatamente después otra en la rodilla derecha hizo que se cayera. Volvió a levantarse a duras penas. En vano buscaba con la mirada entre aquella multitud feroz un rostro amigo.
También yo grité:
—¡Dejadla estar! ¡No le hagáis ningún daño!
Pero nadie me escuchó. El apedreamiento se transformó en una granizada. La mujer cayó de hinojos.
Aunque no la conociera, ni supiera nada de ella, veía en su resistencia bajo una lluvia de piedras algo de milagroso, un acontecimiento nunca visto en aquel olvidado rincón del Imperio del Gran Rey.
La lapidación continuó hasta que la mujer dejó de dar señales de vida. Luego los hombres se dieron la vuelta y regresaron al pueblo. Pensaba que no tardarían en sentarse a la mesa y partirían el pan para sus hijos y comerían lo que les habían preparado sus mujeres. Matar a pedradas, de lejos, no mancha las manos de sangre.
Mi madre debía de estar entre aquel gentío porque oí que me llamaban:
—¡Ven aquí, estúpida, vamos!
Estábamos todas petrificadas por lo que habíamos visto: algo que no hubiéramos sido capaces de imaginar. Yo fui la primera en volver a la realidad y me fui para casa. Venciendo el horror, pasé a poca distancia del cuerpo de aquella desconocida, lo bastante cerca para ver un riachuelo de sangre que salía de debajo de las piedras y teñía el polvo de rojo. Pude ver su mano derecha y sus pies, también ensangrentados; luego aparté la vista y me alejé deprisa, llorando.
Mi madre me recibió con un par de bofetones y poco faltó para que yo dejara caer el cántaro del agua. No tenía ningún motivo para pegarme, pero imaginé que quería desahogar la tensión y la angustia que había sentido al ver matar a pedradas a una persona que no había hecho ningún daño a nadie.
—¿Quién era esa mujer? —pregunté sin preocuparme del dolor.
—No lo sé —respondió mi madre—. Y ten la boca callada.
Comprendí que mentía; no hice más preguntas y me puse a preparar la cena. Mientras estaba poniendo la mesa entró mi padre; comió cabizbajo sobre su plato y sin decir palabra. Luego se fue a la otra habitación y poco después oímos su pesada respiración. Mi madre se reunió con él cuando llegó el momento de encender la lucerna y yo le pedí que no me dejara acostarme aún. No dijo nada.
Pasó un buen rato. La última claridad del atardecer se apagó y cayó la noche, una noche de luna nueva. Me había sentado cerca de la ventana, que mantenía entreabierta para ver las estrellas. Se oía ladrar a los perros: quizás olían el olor a sangre o la presencia de aquel cuerpo desconocido que yacía allí fuera cubierto de piedras. Me preguntaba si al día siguiente le darían sepultura o si la dejarían pudriéndose bajo las piedras.
El viento en cambio callaba, como si aquel crimen lo hubiera enmudecido también a él, y todos dormían ya en Beth Qada. Pero yo no. No habría podido abandonarme en ningún caso al sueño, porque sentía que el espíritu de aquella mujer vagaba inquieto por las calles de la aldea amodorrada buscando a alguien a quien afligir con su propio tormento. Incapaz de aguantar la angustia que me dominaba en la oscuridad de mi casa e incapaz de dormirme sobre la estera extendida en un rincón de la cocina, finalmente salí, y ver la inmensa bóveda celeste estrellada me infundió un poco de paz. Dejé escapar un largo suspiro y me senté en el suelo junto a la pared tibia aún y allí me quedé con los ojos abiertos en la oscuridad esperando que se calmara el latido de mi corazón.
Al cabo de un rato advertí que no era la única que no podía conciliar el sueño: una sombra pasó a escasa distancia de mí, silenciosa, pero sus andares era inconfundibles y reconocí a una de mis amigas.
La llamé:
—Abisag.
—¿Eres tú?… Me has dado un susto de muerte.
—¿Adónde ibas?
—No consigo pegar ojo.
—Tampoco yo.
—Voy a ver a esa mujer.
—Está muerta.
—Pues entonces, ¿por qué siguen ladrando los perros?
—No lo sé.
—Porque huelen que está viva y tienen miedo.
—Tal vez temen que su espíritu los atormente.
—Los perros no les temen a los muertos. Sólo los hombres. Yo voy a ver.
—Espera, voy contigo.
Nos pusimos en camino juntas, conscientes de que, si nuestras familias se enteraban, nos molerían a palos. De camino, al llegar cerca de casa de Mermah, nuestra otra amiga, la llamamos en voz baja desde debajo de la ventana y dimos unos golpes con los nudillos en el postigo. Debía de estar despierta, porque nos abrió inmediatamente y, cuando se disponía a salir, también llegó su hermana y se unió a nosotras.
Caminamos al arrimo de las paredes hasta salir de la aldea y en un momento llegamos al lugar donde había sido lapidada la extranjera. Un animal huyó a nuestra llegada: un chacal, probablemente, atraído por el olor de la sangre. Nos detuvimos delante de aquel montón informe de piedras.
—Está muerta —dije—. ¿Qué hemos venido a hacer aquí?
No había terminado de decirlo cuando una piedra desplazada rodó sobre las demás.
—Está viva —dijo Abisag.
Nos inclinamos sobre ella y comenzamos a retirar las piedras una por una, sin hacer el menor ruido, hasta que la liberamos completamente. Con aquella oscuridad no conseguimos verle siquiera la cara. En cualquier caso, era una máscara tumefacta, con los cabellos pegoteados de sangre y de polvo. Pero su vena yugular palpitaba y por su boca salía un leve estertor. Sin duda estaba viva, pero por lo que parecía podía morir en cualquier momento.
—Llevémonosla —dije.
—¿Y adónde? —preguntó Mermah.
—A la cabaña que hay cerca del torrente —propuso Abisag—. No la utiliza ya nadie desde hace mucho tiempo.
—¿Y cómo vamos a hacerlo? —preguntó de nuevo Mermah. Tuve una idea:
—Quitaos la ropa. Al fin y al cabo no nos ve nadie. Las muchachas hicieron lo que les pedía intuyendo lo que tenía en mente y se quedaron casi desnudas.
Extendí las ropas y las anudé para formar una especie de ancha tela que pusimos en el suelo al lado de la mujer. Luego, con sumo cuidado, la cogimos de las manos y de los brazos, la elevamos y la depositamos encima. Cuando la levantamos del suelo dejó escapar un lamento; sus miembros debían de estar machucados y nosotras tratamos de levantar la tela con la máxima delicadeza. La pobre debía de estar en los huesos, pues no nos pareció pesada ni siquiera para unas chiquillas como nosotras. Conseguimos trasladarla hasta la cabaña sin excesivo esfuerzo, deteniéndonos de vez en cuando para descansar y recuperar el aliento.
Le preparamos una yacija con paja, heno y una estera. La lavamos con agua fresca y la cubrimos con una tela de arpillera. No pasaría frío en aquella noche templada, pero de todos modos éste era el problema menos importante. Ninguna de nosotras sabía si sobreviviría a aquella noche o si al día siguiente la encontraríamos muerta. Pensamos que no podíamos hacer nada más por ella en ese momento y que lo mejor era volver a casa antes de que nuestros padres advirtieran nuestra ausencia. Lavamos también nuestros vestidos en el torrente porque se habían manchado de sangre y los llevamos a casa esperando que se secaran durante la noche.
Antes de separarnos acordamos socorrer por turnos a nuestra protegida, si es que sobrevivía, para llevarle comida y agua hasta que estuviera en condiciones de cuidar de sí misma. Juramos que no se lo diríamos a nadie, que aquél sería nuestro secreto y que no lo traicionaríamos por nada del mundo, aun al precio de nuestra vida.
No nos dábamos cuenta de lo que aquello significaba, pero sabíamos que para que un juramento fuera válido debía incluir afirmaciones tremendas. Nos separamos con un largo abrazo: estábamos cansadas, emocionadas, extenuadas, pero al mismo tiempo tan excitadas que tal vez no íbamos a conseguir pegar ojo.
Empezó a soplar de nuevo el viento y siguió así hasta el amanecer, cuando el canto de los gallos despertó a los vecinos de Beth Qada y de las otras Aldeas del Cinturón.
Lo primero que advirtieron los hombres al salir al campo a trabajar fue que la mujer lapidada había desaparecido, lo cual los dejó consternados a todos. Corrieron extrañas habladurías entre la gente, la mayoría de ellas aterradoras, de modo que nadie quiso indagar: preferían olvidar aquella acción sangrienta que de algún modo los había contaminado a todos. Así pudimos, sin llamar la atención, cuidar de la mujer que habíamos salvado de una muerte segura.
Éramos por aquel entonces nada más que unas niñas y habíamos llevado a cabo una empresa que nos superaba con creces. Ahora nos asustaban sus consecuencias. ¿Lograríamos mantenerla con vida? No sabíamos cómo prestarle asistencia y tampoco cómo conseguiríamos comida para alimentarla si sobrevivía. Mermah tuvo una idea que nos sacó del aprieto. Una vieja cananita vivía sola en una especie de guarida abierta en el terraplén que impedía al torrente desbordarse en los días de crecida. Preparaba ungüentos y pociones de hierbas con los que curaba las quemaduras, la tos y las fiebres malignas a cambio de comida y de algún andrajo con el que cubrirse. Era conocida como La Muda porque no sabía hablar o tal vez porque no había querido hacerlo nunca. Fuimos a verla a la tarde siguiente y la llevamos a la cabaña.
La mujer todavía respiraba, pero cada vez que espiraba aire parecía su último aliento.
—¿Puede hacer algo por ella? —preguntamos.
La Muda pareció no haber oído lo que habíamos dicho, pero se inclinó sobre la desconocida que estaba en las últimas. Cogió un saquete de cuero de su cinturón y derramó el contenido dentro de un cubilete que llevaba colgado de su bastón, luego hizo un amago de acercarse a la mujer, pero se interrumpió. Se volvió hacia nosotras y nos hizo seña de que nos fuéramos.
Miré dubitativa a mis compañeras, pero la vieja nos amenazó con el bastón, de modo que nos precipitamos afuera sin pérdida de tiempo. Esperamos hasta que de la cabaña salió un grito que nos dejó heladas. Ninguna de nosotras se movió; nos quedamos sentadas en el suelo hasta que la vieja salió para dejamos entrar. Atisbamos desde la puerta y vimos que la desconocida dormía. La vieja nos hizo seña de que regresáramos al día siguiente y que le trajéramos algo de comer: le indicamos por señas que así lo haríamos y nos alejamos a regañadientes volviendo la vista atrás de vez en cuando. La Muda no volvió a salir. Pensamos que tal vez se quedaría con ella toda la noche.
Volvimos al día siguiente con leche de cabra y sopa de cebada. La Muda había desaparecido, pero la desconocida abrió sus ojos tumefactos al entrar nosotras y nos miró con una expresión intensa y doliente. La ayudamos a tomar ese poco de alimento y nos quedamos un rato velándola después de que se hubiera dormido de nuevo.
Pasaron así varios días durante los cuales vimos varias veces a la Muda entrar y salir de la cabaña; durante ese tiempo no salió ni una sola palabra de nuestras bocas. Guardábamos nuestro secreto tratando de comportarnos de forma que no despertáramos sospechas en nuestras familias y en los vecinos de la aldea. La mujer se recuperaba lentamente, pero era evidente cierta mejoría. Las tumefacciones iban desapareciendo poco a poco, los morados habían disminuido y las heridas tendían a cicatrizarse.
Debía de tener algunas costillas rotas porque respiraba de forma entrecortada y evitaba expandir el tórax. Probablemente no había un solo palmo de su cuerpo que no le doliese, que no hubiera sido martirizado por la cruel lapidación sufrida.
Estaba sola con ella cuando abrió los ojos, un día de mediados de otoño con las primeras luces. Le había llevado un poco de sopa de cebada y de zumo de granada que habíamos preparado todas juntas. Dijo una sola palabra:
—Gracias.
—Me alegro de que estés mejor —respondí—; se lo diré a mis amigas. También ellas se pondrán contentas.
Suspiró y volvió la cabeza hacia el ventanuco por el que entraban los rayos del sol.
—¿Puedes hablar? —le pregunté.
—Sí.
—¿Quién eres?
—Me llamo Abira y soy de este pueblo, pero tú quizá no te acuerdes de mí.
Indiqué que no con la cabeza.
—¿Por qué te lapidaron? ¿Por qué trataron de matarte?
—Porque hice algo que una muchacha honesta no debería hacer nunca y ellos no lo olvidaron. Me reconocieron, me condenaron y trataron de matarme.
—¿Tan terrible fue lo que hiciste?
—No. A mí no me lo parecía. No creía hacer daño a nadie, pero hay leyes aceptadas por todos que rigen nuestra vida desde hace mucho tiempo y que no es lícito infringir. Sobre todo para las mujeres. Para nosotras la ley es despiadada.
Estaba cansada y no insistí más, pero a medida que la vi mejorar y recuperar las fuerzas volví a su lado con mis amigas para escuchar, día tras día, su historia.
Durante una serie de extrañas circunstancias Abira, en el curso de su aventura, había entrado en contacto con personas de la más diversa procedencia: un joven en particular, bello y misterioso, como tantas veces habíamos soñado en nuestras conversaciones en el pozo, y también hombres y mujeres que les habían contado lo que sabían o lo que habían aprendido en el curso de sus turbulentas peripecias; y, así, habían confluido en ella muchas historias distintas para formar una sola, grande y terrible, como cuando en la estación de las lluvias cada wadi se convierte en un torrente y cada torrente vierte sus aguas en el río que crece y ruge y al final rompe los diques y anega la campiña arrasándolo todo: casas, hombres y ganados.
Era una historia de aventura, de amor y de muerte, vivida por miles de personas, que había trastornado la existencia de Abira arrancándola de la vida tranquila y monótona de Beth Qada, nuestra aldea, una de las cinco Aldeas del Cinturón. Pero al comienzo, aquella historia tan impresionante y sobrecogedora que implicó a casi todo el mundo había sido solamente… la historia de dos hermanos.