Image

Imageal partió y el verano llegó y se fue. Adara contaba los días que faltaban para su cumpleaños. Hal volvió a pasar por su granja antes de que empezara a refrescar, cuando llevaba sus feos dragones al sur para pasar el invierno. Sin embargo, su ala parecía más pequeña cuando pasó sobrevolando el bosque ese otoño, y la visita de Hal fue más breve de lo habitual y acabó con una sonora pelea entre su padre y él.

—No se moverán durante el invierno —dijo Hal—. El terreno es demasiado peligroso en invierno, y no se arriesgarán a avanzar sin jinetes de dragones que los cubran desde lo alto. Pero cuando llegue la primavera no podremos contenerlos. Es posible que el rey ni siquiera lo intente. Vende la granja ahora, mientras todavía puedas conseguir un buen precio. Puedes comprar otro terreno en el sur.

—Esta es mi tierra —dijo su padre—. Yo nací aquí. Y tú también, aunque parece que lo hayas olvidado. Nuestros padres están enterrados aquí. Y Beth, también. Quiero que me entierren a su lado cuando muera.

—Morirás mucho antes de lo que te gustaría si no me haces caso —replicó Hal airadamente—. No seas tonto, John. Sé lo que esta tierra significa para ti, pero no merece la pena que pierdas la vida.

Siguió y siguió, pero su padre no se dejó convencer. Acabaron insultándose, y Hal se marchó a altas horas de la noche dando un portazo.

Adara, que había estado escuchando, había tomado una decisión. No importaba lo que su padre hiciera o dejara de hacer. Ella se quedaría. Si se iba, el dragón de hielo no sabría dónde buscarla cuando llegara el invierno, y si se marchaba al sur con su familia, no podría acudir a ella.

Sin embargo, sí que acudió poco después de su séptimo cumpleaños. Ese invierno fue el más frío de todos. Adara volaba tan a menudo y tan lejos que apenas tenía tiempo para trabajar en su castillo de hielo.

Hal volvió esa primavera. Solo había una docena de dragones en su ala, y ese año no llevó regalos. Él y su padre se pelearon otra vez. Hal se puso hecho una furia, suplicó y amenazó, pero su padre se mantuvo firme. Al final, Hal se marchó con rumbo a los campos de batalla.

Ese fue el año que se rompió la línea del rey al norte, cerca de una ciudad con un nombre largo que Adara no sabía pronunciar.

Teri fue la primera en enterarse. Una noche volvió de la posada encendida y alborotada.

—Ha venido un mensajero que iba a ver al rey —les dijo—. El enemigo ha ganado una batalla importante, y el mensajero va a pedir refuerzos. Ha dicho que nuestro ejército se está retirando.

Su padre frunció el ceño, y unas arrugas de preocupación se dibujaron en su frente.

—¿Ha dicho algo de los jinetes de dragones del rey?

Peleados o no, Hal era de la familia.

—Le he preguntado —dijo Teri—. Me ha dicho que los jinetes de dragones son la retaguardia. Tienen que atacar y quemar, retrasar al enemigo mientras nuestro ejército se retira. ¡Oh, espero que el tío Hal esté a salvo!

—Hal les enseñará lo que es bueno —dijo Geoff—. Él y Azufre los quemarán a todos.

Su padre sonrió.

—Hal siempre ha sabido cuidar de sí mismo. En cualquier caso, nosotros no podemos hacer nada. Teri, si aparecen más mensajeros, pregúntales cómo va.

Ella asintió con la cabeza; su preocupación no ocultaba del todo su entusiasmo. Todo era muy emocionante.

Durante las siguientes semanas, la emoción pasó cuando la gente de la zona empezó a comprender la magnitud del desastre. El camino real estaba cada vez más concurrido, todo el tráfico circulaba de norte a sur, y todos los viajeros vestían de verde y dorado. Al principio, los soldados marchaban en columnas disciplinadas, a las órdenes de oficiales con yelmos dorados, pero ni siquiera ellos resultaban imponentes. Las columnas marchaban con cansancio, los uniformes estaban sucios y raídos, y las espadas, las picas y las hachas que llevaban los soldados estaban melladas y a menudo manchadas. Algunos hombres habían perdido sus armas; avanzaban cojeando a tientas, con las manos vacías. Y las filas de heridos que seguían a las columnas con frecuencia eran más largas que las propias columnas. Adara estaba en la hierba al borde del camino observando cómo pasaban. Vio a un hombre sin ojos que caminaba apoyado en otro con una sola pierna. Vio a hombres sin piernas, sin brazos, o sin ambas cosas. Vio a un hombre con la cabeza abierta por un hacha y a muchos hombres cubiertos de sangre coagulada y mugre, hombres que gemían en voz baja mientras andaban. Olió a hombres con cuerpos terriblemente verdosos e hinchados. Uno de ellos murió y fue abandonado al borde del camino. Adara se lo contó a su padre, y él y unos hombres del pueblo fueron a enterrarlo.

Image

Pero sobre todo Adara vio a los hombres quemados. Había docenas de ellos en cada columna que pasaba, hombres con la piel negra y chamuscada cayéndose a tiras, que habían perdido un brazo o una pierna o la mitad de la cara por culpa del aliento caliente de un dragón. Teri les contó lo que decían los oficiales que paraban en la taberna para beber o descansar: el enemigo tenía muchísimos dragones.

Image