Cuatro semanas después
Cuando Margo llegó, Pendergast y D'Agosta ya se hallaban en el despacho de Frock. Pendergast examinaba algo depositado sobre una mesa baja, en tanto el científico hablaba animadamente a su lado. Con aspecto aburrido, D'Agosta caminaba de arriba abajo, cogía cosas y volvía a dejarlas. El molde en látex de la garra descansaba en el escritorio del doctor, como un pisapapeles de pesadilla. En medio de la habitación, iluminada por el sol, había un gran pastel que Frock había comprado para celebrar la inminente partida de Pendergast.
—La última vez que estuve allí, tomé una sopa de cangrejo riquísima —explicaba Frock, cogiendo el codo del agente—. Ah, Margo —dijo, girando en redondo—. Entre y eche un vistazo.
La joven cruzó la habitación. La primavera había llegado por fin a la ciudad, y por las grandes ventanas se veía la extensión azul del río Hudson, que discurría hacia el sur y centelleaba a la luz del sol. Filas de corredores practicaban su deporte favorito en el paseo.
Una recreación aumentada de los pies del monstruo reposaba sobre la mesa baja, junto a la placa de pisadas fósiles del cretácico. Frock recorrió las huellas con el dedo.
—Si no pertenecen a la misma familia, sí al mismo orden —aseguró—. Y el ser tenía cinco dedos en las patas traseras; otro vínculo con la estatuilla de Mbwun.
Margo observó atentamente la placa y la reproducción y pensó que no eran tan parecidas.
—¿Evolución fractal? —sugirió.
Frock la miró.
—Es posible, pero se precisarían análisis comparados completos para tener la certeza. —Hizo una mueca—. No será posible, claro, ahora que el gobierno se ha llevado los restos con sabe Dios qué propósito.
En el mes transcurrido desde la trágica inauguración, el sentimiento del público había derivado de la conmoción y la incredulidad hacia la aceptación definitiva, pasando por la fascinación. Durante las dos primeras semanas, la prensa lo había bombardeado con artículos sobre la bestia, y las declaraciones contradictorias de los supervivientes habían creado confusión e incertidumbre. El único elemento que podía solucionar la controversia (el cadáver de la criatura) había sido trasladado inmediatamente del lugar de los hechos a no se sabía dónde en una furgoneta blanca con matrícula del gobierno. Incluso Pendergast afirmaba desconocer su paradero. Los periódicos no tardaron en centrarse en el costo humano del desastre y las querellas criminales que amenazaban a los fabricantes del sistema de seguridad y, en menor grado, el Departamento de Policía y al propio museo. La revista Time había publicado un editorial titulado: «¿Hasta qué punto son seguras nuestras instituciones nacionales?»
En aquellos momentos, transcurridas cuatro semanas, la gente consideraba a la bestia un fenómeno único en su especie, un atavismo monstruoso, como los peces dinosaurio que a veces aparecían en las redes de los pescadores de alta mar. El interés y el sobresalto se habían desvanecido. Ya no se entrevistaba a los supervivientes en los programas de televisión, la serie de dibujos animados proyectada se había suspendido y las figuras de la Bestia del Museo acumulaban polvo en las jugueterías.
Frock paseó la vista por el despacho.
—Disculpen mi falta de hospitalidad. ¿Alguien quiere un jerez?
Los presentes declinaron la invitación.
—No, a menos que tenga un 7-Up para mezclarlo —respondió D'Agosta.
El policía cogió el molde de látex y lo levantó.
—Desagradable —dijo.
—Muy desagradable —puntualizó Frock—. Era en parte reptil, en parte primate. No entraré en detalles técnicos, que dejaré a Gregory Kawakita, quien está analizando los datos con que contamos. Al parecer, los genes reptilianos dotaban al ser de fuerza y velocidad, en tanto que los de primate lo convertían en un ser inteligente y tal vez homeotérmico, es decir, de sangre caliente; una combinación formidable.
—Sí, claro —repuso D'Agosta, dejando el molde—. Pero ¿qué coño era?
Frock lanzó una risita.
—Mi querido amigo, aún carecemos de los datos suficientes para precisar de qué se trataba. Y como por lo visto era el último de su especie, tal vez no lo averigüemos nunca. Acabamos de recibir un informe oficial sobre el tepui de que procedía la criatura. La devastación fue completa. Al parecer, la planta de que se alimentaba, a la que por cierto hemos bautizado a título póstumo Liliceae mbwunensis, se extinguió definitivamente. La explotación minera que se llevó a cabo envenenó el pantano que rodeaba el tepui, por no mencionar el hecho de que toda la zona fue arrasada con napalm con el fin de facilitar las obras de minería. No se encontraron rastros de otros seres semejantes en la selva. Si bien me horrorizan esos atentados criminales contra el medio ambiente, en este caso considero que se liberó a la tierra de una amenaza terrible. —Suspiró—. Como medida de precaución, y en contra de mi opinión, debería añadir, el FBI ha destruido todas las fibras de embalar y especímenes de plantas del museo. Por lo tanto, la planta también se ha extinguido.
—¿Cómo sabemos que era el último de su especie? —preguntó Margo—. ¿No podría existir otro en algún lugar?
—No es probable —contestó Frock—. Ese tepui constituía una isla ecológica en todos los sentidos; un paraje único donde animales y vegetales habían desarrollado una interdependencia singular a lo largo de millones de años.
—Y, desde luego, no hay más bestias en el museo —intervino Pendergast—. Gracias a esos viejos planos que encontré en la Sociedad Histórica, pudimos dividir en secciones el subsótano y rastrear cada centímetro cuadrado. Hallamos muchas cosas de interés para los arqueólogos urbanos, pero ninguna huella de más seres.
—Parecía muy triste —dijo Margo—, muy solo. Casi sentí pena de él.
—Estaba solo —repuso Frock—, solo y perdido después de haber viajado seis mil kilómetros desde la selva que era su hogar para seguir la pista de los últimos especímenes de las preciosas plantas que lo mantenían con vida y le libraban del dolor. No obstante, era una criatura malvada y feroz. Vi al menos doce agujeros de bala en el cuerpo antes de que se lo llevaran.
La puerta se abrió, y Smithback entró agitando con gestos teatrales un sobre de papel manila mientras en la otra mano sostenía una botella de champán. Extrajo un fajo de papeles del sobre y los alzó hacia el techo.
—¡Un contrato para un libro! —anunció sonriente.
D'Agosta frunció el entrecejo, desvió la vista y cogió de nuevo la garra.
—He conseguido lo que deseaba, y he enriquecido a mi agente —explicó el periodista.
—Y a ti también —rezongó D'Agosta, haciendo ademán de arrojar la garra contra el escritor.
Éste carraspeó melodramáticamente.
—He decidido donar la mitad de los derechos de autor a un fondo en memoria del agente John Bailey. A beneficio de su familia. —El policía se volvió hacia él.
—Piérdete —masculló.
—No, de veras. Cederé la mitad de los derechos de autor, después de que me hayan entregado el adelanto, por supuesto —se apresuró a añadir.
D'Agosta avanzó hacia el joven y se detuvo de repente.
—Cuenta con mi colaboración —murmuró, con la mandíbula tensa.
—Gracias, teniente. Creo que la necesitaré.
—Es capitán desde ayer —corrigió Pendergast.
—¿Capitán D'Agosta? —preguntó Margo—. ¿Le han ascendido?
El hombre asintió.
—No podría proponer a un tío mejor, me dijo el jefe. —Apuntó un dedo hacia el escritor—. Quiero leer lo que cuentes sobre mí antes de que se imprima, Smithback.
—Espera un momento. Los periodistas nos regimos por una ética…
—¡Chorradas! —atajó D' Agosta.
Margo se volvió hacia Pendergast.
—Sospecho que será una colaboración de lo más emocionante —susurró. El agente asintió.
Se oyó un tamborileo sobre la puerta, y la cabeza de Greg Kawakita asomó por ella.
—Oh, lo siento, doctor Frock. Su secretaria no me informó de que estaba ocupado. Repasaremos los resultados más tarde.
—¡Tonterías! —exclamó Frock—. Entra, Gregory. Señor Pendergast, capitán D'Agosta, les presento a Gregory Kawakita, el creador del programa de extrapolación que nos ha permitido obtener un perfil tan preciso de la bestia.
—Le estoy muy agradecido —dijo Pendergast—. Sin ese programa, ninguno de nosotros estaría hoy aquí.
—Muchas gracias, pero el programa surgió del cerebro del doctor Frock —explicó Kawakita, con la vista clavada en el pastel—. Yo me limité a ensamblar las piezas. Además, hay muchas cosas que el Extrapolador no indicó, como por ejemplo que tenía los ojos en la parte delantera de la cara.
—Caramba, Greg, el éxito te ha vuelto humilde —comentó Smithback—. En cualquier caso —agregó, dirigiéndose a Pendergast—, he de formularle algunas preguntas. Este champán no es gratis, se lo aseguro. —Miró al hombre del FBI con ojos expectantes—. ¿De quién eran los cadáveres que descubrimos en la madriguera?
El agente se encogió de hombros.
—Supongo que nada me impide responderle, pero no podrá publicar lo que le diga hasta que reciba la comunicación oficial. Por el momento se han identificado cinco de los ocho cadáveres. Dos eran de vagabundos que se refugiaron en el sótano antiguo, supongo que para protegerse del frío una noche de invierno. Otro era de un turista extranjero cuyo nombre constaba en la lista de personas desaparecidas de la Interpol. Otro, como ya sabe, era George Moriarty, el ayudante de conservador que estaba a las órdenes de Ian Cuthbert.
—Pobre George —susurró Margo, que había evitado pensar en los últimos momentos de Moriarty, su lucha final contra la bestia. Morir de aquella manera, para luego ser colgado como una res…
Pendergast esperó un momento antes de proseguir.
—El quinto cadáver ha sido identificado provisionalmente a partir de la dentadura como un hombre llamado Montague, un empleado del museo desaparecido hace varios años.
—¡Montague! —exclamó Frock—. De modo que la historia era cierta.
—Sí —confirmó el agente—. Al parecer algunos miembros de la administración del museo, Wright, Rickman, Cuthbert y tal vez Ippolito, sospechaban que había algo escondido en el museo. Cuando encontraron una enorme cantidad de sangre en el sótano antiguo, ordenaron que la limpiaran sin avisar a la policía. Como la desaparición de Montague coincidió con ese descubrimiento, el grupo no hizo nada para arrojar luz sobre el incidente. Tenían motivos para creer que la bestia estaba relacionada con la expedición Whittlesey, por lo que decidieron trasladar las cajas. Cometieron una imprudencia, pues el traslado precipitó los asesinatos.
—Tiene razón, por supuesto —dijo Frock, desplazándose en la silla hacia el escritorio—. Sabemos que el ser era muy inteligente. Comprendió que, si se descubría su presencia en el museo, correría peligro. Presumo que reprimió su naturaleza feroz como medio de supervivencia. Cuando llegó al museo, estaba desesperado, tal vez en un estado de furia desatada, y mató a Montague al ver que manipulaba los objetos y las plantas. Después optó por actuar con gran cautela. Como conocía el paradero de las cajas, contaba con una provisión de plantas, al menos hasta que se agotaran. Las consumía lentamente, pues las hormonas de las plantas estaban muy concentradas. Además, añadía un complemento a su dieta de vez en cuando; ratas que vivían en el subsótano, gatos escapados del Departamento de Conducta Animal… e incluso un par de veces seres humanos desafortunados que se aventuraron a internarse en lugares secretos del museo. Siempre tomaba la precaución de ocultar sus matanzas, y pasaron varios años sin que fuera detectado. —Se removió un poco y la silla de ruedas crujió.
»Después, cuando trasladaron las cajas y las encerraron con llave en la zona de seguridad, la bestia experimentó primero hambre, luego desesperación. Quizá se despertaron en él instintos asesinos contra los seres que le habían privado de sus plantas, seres que podían constituir un sustituto, aunque pobre, de lo que le habían arrebatado. La desazón aumentó, y la bestia comenzó a matar y matar. —Frock se enjugó la frente con un pañuelo—. Sin embargo, no perdió toda su capacidad de raciocinio.
»¿Recuerdan cómo escondió el cuerpo del policía en la exposición? A pesar de su sed de sangre, de su ansia por conseguir las plantas, tuvo la lucidez de comprender que los asesinatos atraían hacia él una atención indeseable. Tal vez había planeado llevar el cadáver de Beauregard a su guarida. Quizá no pudo hacerlo, pues la exposición estaba muy alejada de sus dominios, de modo que escondió el cadáver. Al fin y al cabo, el hipotálamo era su objetivo primordial: el resto sólo era comida.
Margo se estremeció.
—Me he preguntado más de una vez por qué la criatura se arriesgó a presentarse en la exposición —dijo Pendergast.
Frock levantó el dedo índice.
—Yo también. Creo adivinar el motivo. Recuerde, señor Pendergast, qué más había en la exposición.
El agente asintió.
—Claro. La estatuilla de Mbwun.
—Exacto —confirmó el científico—. La estatuilla representaba a la bestia, constituía el único vínculo del ser con el hogar que había perdido para siempre.
—Parece que ha meditado mucho sobre el asunto —intervino Smithback—. Por cierto, si Wright y Cuthbert conocían la existencia de esa cosa, ¿por qué sospechaban que estaba relacionada con la expedición Whittlesey?
—Creo que puedo contestar a eso —dijo Pendergast—. Sabían, desde luego, la causa del retraso del barco que transportó las cajas desde Belem a Nueva Orleans…, del mismo modo que usted lo averiguó, señor Smithback.
El periodista se puso nervioso.
—Bueno, yo…
—También habían leído el diario de Whittlesey, y conocían las leyendas tan bien como cualquiera. Después, cuando Montague, la persona designada para ocuparse de las cajas, desapareció y un charco de sangre fue descubierto cerca de donde se almacenaban las cajas… bien, no hacía falta ser un genio para sumar dos y dos. Además —agregó, con expresión sombría— Cuthbert me confirmó que así ocurrió; en la medida de sus posibilidades, por supuesto.
Frock asintió.
—Pagaron un precio terrible. Winston y Lavinia muertos, Ian Cuthbert ingresado en un psiquiátrico… Es espantoso.
—Cierto —intervino Kawakita—. Por otro lado, no es ningún secreto que todo lo sucedido le convierte a usted en el candidato a director del museo con más posibilidades.
«Sólo él podría pensar en eso», reflexionó Margo. Frock meneó la cabeza.
—Dudo de que me ofrezcan el cargo, Gregory. En cuanto todo se tranquilice, la razón prevalecerá. Soy un personaje demasiado controvertido. Además, no me interesa la dirección. Tengo demasiado material nuevo aquí y no deseo retrasar aún más mi próximo libro.
—Lo que el doctor Wright y los demás ignoraban —continuó Pendergast—, de hecho algo que ninguno de los presentes sabe, es que las muertes no empezaron en Nueva Orleans. Se produjo un asesinato muy parecido en Belem, en el almacén donde se guardaban las cajas para ser embarcadas. Lo averigüé cuando investigaba los crímenes cometidos a bordo del barco.
—Debió de ser la primera parada de la bestia camino de Nueva York —dijo Smithback—. Creo que el círculo de la historia se cierra. —Condujo al agente hacia el sofá—. Ahora, señor Pendergast, supongo que también se ha solucionado el misterio de la suerte de Whittlesey.
—El ser lo mató; eso parece seguro —contestó el agente—. Diga, ¿no le importa si me sirve un trozo de ese pastel…?
El periodista apoyó la mano en su brazo.
—¿Cómo lo sabe?
—¿Que mató a Whittlesey? Encontramos un recuerdo en su cubil.
—¿Sí?
Smithback sacó la grabadora.
—Guarde eso en el bolsillo, señor Smithback, se lo ruego. Sí, era algo que, al parecer, Whittlesey llevaba alrededor del cuello. Un medallón en forma de doble flecha.
—¡Estaba grabado en su diario!
—¡Y en la cabecera de la nota que envió a Montague! —añadió Margo.
—Por lo visto, era el timbre familiar de Whittlesey. Lo descubrimos en la guarida; un trozo, cuando menos. Nunca averiguaremos por qué la bestia lo trajo desde el Amazonas, pero así fue.
—También hallamos otros objetos —intervino D'Agosta, mientras masticaba un trozo de pastel— y un montón de vainas de Maxwell. Ese ser era un coleccionista consumado.
—¿Cómo qué? —preguntó Margo, encaminándose hacia una de las ventanas.
—Cosas que nunca adivinaría. Un juego de llaves de coche, un montón de monedas y fichas de metro, e incluso un precioso reloj de cadena de oro. Localizamos al tipo cuyo nombre aparecía grabado en el reloj, y afirmó que lo había perdido hacía tres años; se lo habían robado en una visita al museo. —D'Agosta se encogió de hombros—. Tal vez el carterista es uno de los cadáveres no identificados. O quizá no lo encontraremos nunca.
—La bestia lo tenía colgado por la cadena de un clavo fijo a una pared de su guarida —dijo Pendergast—. Le gustaban las cosas bonitas; otra señal de inteligencia, supongo.
—¿Todo lo había cogido del interior del museo? —inquirió Smithback.
—Sí, por lo que sabemos —respondió Pendergast—. No existen pruebas de que la criatura pudiera, o quisiera, salir del museo.
—¿No? Entonces ¿qué me dice de esa salida hacia la que usted guiaba a D'Agosta? —preguntó el periodista.
—Él la descubrió —se limitó a contestar el agente—. Ustedes tuvieron mucha suerte.
Smithback se volvió hacia D'Agosta para formular otra pregunta, oportunidad que Pendergast aprovechó para servirse un trozo de pastel.
—Ha sido muy amable por su parte ofrecerme esta fiesta, doctor Frock —agradeció cuando se reunió con los demás.
—Nos salvó la vida. Pensé que un pastelito sería una forma de desearle bon voyage.
—En tal caso, me temo que mi presencia en esta fiesta es injustificada —replicó Pendergast.
—¿Por qué? —preguntó el profesor.
—Es posible que no abandone Nueva York de manera permanente. La dirección de la oficina de Nueva York ha quedado vacante.
—¿Quiere decir que no ofrecerán el cargo a Coffey? —Smithback sonrió.
Pendergast negó con la cabeza.
—Pobre señor Coffey. Espero que lo pase bien en la oficina de Waco. En cualquier caso el alcalde, que se ha convertido en un gran admirador del capitán D'Agosta piensa que cuento con grandes posibilidades.
—¡Felicidades! —exclamó Frock.
—Aún no es seguro —repuso Pendergast—. Tampoco sé si quiero quedarme aquí, aunque la ciudad tiene sus encantos.
Se levantó y caminó hacia la ventana desde donde Margo contemplaba el río Hudson y las colinas verdes de las Palisades.
—¿Y qué planes tienes tú, Margo? —preguntó.
Ella, se volvió.
—He decidido permanecer en el museo hasta que termine la tesina.
Frock rió.
—La verdad es que me he negado a que se marche.
Margo sonrió.
—De hecho, he recibido una oferta de Columbia para trabajar como profesora ayudante el año que viene. Columbia fue el alma máter de mi padre. De modo que he de apresurarme a concluirla.
—¡Espléndida noticia! —exclamó Smithback—. Lo celebraremos esta noche después de cenar.
—¿Una cena? ¿Esta noche?
—Café des Artistes, a las siete en punto —anunció—. Escucha, has de venir. Soy un autor mundialmente famoso, o no tardaré en serlo. Este champán empieza a calentarse.
El joven cogió la botella, y todos se arremolinaron alrededor de él mientras Frock sacaba copas. Smithback apuntó la botella hacia el techo y disparó el corcho con un «pop» muy satisfactorio.
—¿Por qué brindamos? —preguntó D'Agosta cuando las copas estuvieron llenas.
—Por mi libro —propuso Smithback.
—Por el agente especial Pendergast, para que llegue a casa sano y salvo —sugirió Frock.
—A la memoria de George Moriarty —murmuró Margo.
—Por George Moriarty.
Se hizo el silencio.
—Que Dios nos bendiga a todos —entonó Smithback. Margo le propinó un puñetazo en broma.