59

García observaba cómo el charco de luz que proyectaba la linterna de Allen se desplazaba poco a poco sobre una hilera de controles apagados, para luego describir el mismo arco al revés. Nesbitt, el guardia encargado de vigilarlos, se hallaba ante el escritorio manchado de café que había en mitad del mando de seguridad. A su lado estaban sentados Waters y el programador larguirucho de la sala de ordenadores. Habían llamado a la puerta del mando de seguridad diez minutos antes, y los otros tres hombres se habían llevado un susto de muerte. El programador, sentado en la oscuridad, se mordisqueaba los padrastros y resollaba. Waters había dejado la pistola reglamentaria sobre la mesa y la hacía girar nerviosamente.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó de repente, deteniendo el movimiento del arma.

—¿Qué ha sido qué? —preguntó García con indiferencia.

—Creí oír un ruido en el pasillo hace un momento —respondió Waters, y tragó saliva—. Unos pasos.

—Siempre estás oyendo ruidos, Waters. Por eso estamos encerrados aquí —recriminó García.

Se produjo un breve e incómodo silencio.

—¿Estás seguro de que has entendido bien a Coffey? —inquirió Waters—. Si esa cosa destruyó al comando del SWAT, no le costará nada acabar con nosotros.

—No pienses en eso —aconsejó García—. Y deja de hablar del tema. Ocurrió tres pisos más abajo.

—No puedo creer que Coffey deje que nos pudramos aquí…

—Waters, o cierras el pico, o te largas a la sala de ordenadores.

Waters calló.

—Llama otra vez a Coffey —dijo Allen a García—. Hemos de salir de aquí ahora mismo.

García negó con la cabeza.

—No servirá de nada. Me dio la impresión de que había bebido cinco cervezas de golpe. Tal vez la presión le ha afectado demasiado. Permaneceremos encerrados aquí hasta que todo termine.

—¿Quién es su jefe? —preguntó Allen—. Dame la radio.

—Ni hablar. Las baterías de emergencia están casi agotadas.

Allen empezó a protestar, pero se interrumpió de repente.

—Huelo algo —dijo.

García se incorporó.

—Yo también.

Cogió el fusil lentamente, como alguien atrapado en una pesadilla.

—¡Es la bestia asesina! —exclamó Waters.

Todos los hombres se pusieron en pie al instante, y las sillas cayeron hacia atrás con estrépito. Alguien tropezó con el escritorio y lanzó una maldición. De inmediato, un monitor cayó al suelo. García aferró la radio.

—¡Coffey! ¡Está aquí!

Se oyó un arañazo y el pomo de la puerta comenzó a vibrar. García notó que una oleada de calor descendía por sus piernas y comprendió que su vejiga se había aflojado. De pronto, la puerta se combó hacia adentro y la madera se astilló por obra de un impacto salvaje. En la oscuridad, alguien empezó a rezar.

—¿Ha oído eso? —susurró Pendergast.

Margo iluminó el pasillo con la linterna.

—Sí, he oído algo.

Escucharon el ruido de madera al astillarse procedente del otro lado de la esquina.

—¡Está rompiendo una puerta! —murmuró el agente—. Hemos de atraer su atención. ¡Eh! —exclamó.

Margo le agarró del brazo.

—No diga nada que no quiera que comprenda —musitó.

—Señorita Green, no es momento de bromas —replicó él—. Seguro que no entiende el inglés.

—No lo sé. Es arriesgado confiar tan sólo en los datos del Extrapolador, pero esa cosa tiene un cerebro muy desarrollado. Es posible que haya vivido en el museo durante años, escuchando desde lugares oscuros. Tal vez entienda ciertas palabras. No podemos correr el riesgo.

—Como quiera —susurró Pendergast—. ¿Dónde estás? —llamó en voz alta—. ¿Me oyes?

—¡Sí! —vociferó Margo—. ¡Me he perdido! ¡Socorro! ¿Alguien nos oye?

El hombre bajó la voz:

—Tiene que habernos oído. Ahora sólo nos resta esperar. —Dobló una rodilla y apuntó el 45 con la mano derecha, apoyando la muñeca sobre la izquierda—. Continúe enfocando hacia la esquina y mueva la linterna de un lado a otro, como si se hubiera perdido. Cuando yo vea al monstruo, le daré la señal. Entonces, encienda el casco de minero y, pase lo que pase, no aparte la luz de la bestia. Si está irritada, si ahora sólo busca venganza, tendremos que utilizar todos los medios a nuestro alcance para disminuir su velocidad. Sólo disponemos de treinta metros de corredor para matarla. Si puede avanzar tan rápido como usted afirma, será capaz de recorrer esa distancia en un par de segundos. No puede vacilar, y refrene el pánico.

—Un par de segundos —musitó Margo—. Comprendido.

García, arrodillado frente a la hilera de monitores, con la culata del fusil apoyada contra la mejilla, apuntaba el cañón hacia la oscuridad. El perfil de la puerta apenas era visible. Detrás de él se erguía Waters, en posición de combate.

—Cuando entre, dispara, y no pares —indicó García—. Sólo me quedan ocho balas. Intentaré espaciar los tiros para que puedas cargar al menos una vez antes de que nos alcance. Y apaga esa linterna. ¿Pretendes delatar nuestra posición?

Allen, el programador y el guardia habían retrocedido hasta la pared del fondo, donde se habían acurrucado bajo los controles de la red de seguridad del museo.

Waters estaba temblando.

—Se cargó a un comando del SWAT —dijo con voz quebrada.

Se produjo otro crujido, y la puerta chirrió cuando los goznes saltaron. Waters chilló, se levantó de un salto y se refugió en las tinieblas, dejando la pistola en el suelo.

—¡Waters, cobarde, vuelve aquí!

García oyó el ruido de hueso al chocar contra metal cuando Waters cayó bajo los escritorios y se golpeó la cabeza.

—¡No permitas que me coja! —exclamó.

García se obligó a volverse hacia la puerta. Intentó enderezar el fusil. El hedor nauseabundo de la bestia le impregnaba las fosas nasales, mientras la puerta se estremecía bajo el peso de otro potente impacto. No quería ver lo que estaba a punto de entrar por la fuerza en la habitación. Maldijo y se secó la frente con el dorso de la mano. A excepción de los sollozos de Waters, el silencio era total.

Margo alumbraba el pasillo, tratando de imitar los movimientos fortuitos de alguien que intenta orientarse. La luz recorría las paredes y el suelo, iluminaba las vitrinas. La joven respiraba de forma entrecortada, y su corazón martilleaba.

—¡Socorro! —vociferaba de vez en cuando—. ¡Nos hemos perdido!

Detectó una ronquera sobrenatural en su voz.

No se oía nada al otro lado de la esquina. La bestia estaba alerta.

—¿Hola? —llamó con un gran esfuerzo de voluntad—. ¿Hay alguien ahí?

La voz resonó y murió en el pasillo. Escudriñó la oscuridad para captar el menor movimiento.

Una forma oscura comenzó a definirse en la distancia, tan lejos que la linterna apenas la iluminaba. El movimiento cesó. Daba la impresión de que la silueta tenía la cabeza erguida. Percibieron un extraño sonido líquido.

—Aún no —susurró Pendergast.

La cosa se acercó más al recodo. Su resuello sonó con mayor claridad, y de inmediato el hedor invadió el corredor.

La bestia avanzó otro paso.

—Aún no —repitió el agente.

La mano de García temblaba con tal violencia que a duras penas consiguió oprimir el botón de transmisión.

—¡Coffey! —murmuró—. ¡Coffey, por el amor de Dios! ¿Me recibe?

—Aquí el agente Slade, del puesto de mando avanzado. ¿Quién habla, por favor?

—Aquí mando de seguridad —balbuceó García—. ¿Dónde está Coffey? ¿Dónde está Coffey?

—El agente especial Coffey se encuentra indispuesto. En este momento, yo dirijo la operación, hasta la llegada del director regional. ¿Cuál es su situación?

—¿Cuál es nuestra situación? —García lanzó una carcajada entrecortada—. Nuestra situación es… bien jodida. Está en la puerta, a punto de entrar. Le suplico que envíe un equipo de rescate.

—¡Hostia! —masculló Slade—. ¿Por qué no me informaron? —García oyó voces apagadas—. ¿Tiene un arma, García?

—¿De qué me sirve el fusil? —susurró, reprimiendo el llanto—. Tienen que traer un jodido bazuka. Ayúdennos, por favor.

—García, estamos intentando poner un poco de orden. Aquí reina el caos. Resistan un momento. Ese animal no puede atravesar la puerta del mando de seguridad, ¿verdad? Será de metal, supongo.

—¡Es de madera, Slade! ¡Una jodida puerta de madera! —masculló García mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—¿De madera? ¿Qué clase de lugar es éste? Escuche, García; aunque enviáramos a alguien, tardarían veinte minutos en llegar.

—Por favor…

—Tendrán que arreglárselas como puedan. No sé a qué se enfrenta. García, pero serénese. Acudiremos lo antes posible. Mantenga la calma y apunte…

Desesperado, García se dejó caer al suelo, y su dedo resbaló del botón. No había esperanza; todos eran hombres muertos.