Se alejaron de la zona de seguridad y subieron por una escalera. Pendergast se volvió hacia Margo, se cruzó los labios con un dedo y señaló manchas escarlatas de sangre en el suelo. La joven asintió; la bestia había tomado aquella dirección cuando huyó de la luz. Recordó que había ascendido por aquella escalera el día anterior con Smithback para esquivar al guardia. El agente apagó la luz, abrió con cautela la puerta del primer piso y se internó en la oscuridad, con el manojo de fibras sobre el hombro. Se detuvo un momento y olfateó.
—Yo no huelo nada —susurró—. ¿Cómo se llega al mando de seguridad y la sala de ordenadores?
—Creo que por aquí, a la izquierda —respondió Margo—. Después hay que atravesar la Sala de los Mamíferos Primitivos. No está demasiado lejos. Pasado el mando de seguridad se encuentra el pasillo largo que el doctor Frock mencionó.
Pendergast encendió un instante la linterna e iluminó el corredor.
—No hay manchas de sangre —murmuró—. El monstruo subió directamente desde la zona de seguridad, dejó atrás este rellano y se encaminó hacia el doctor Wright, me temo. —Se volvió hacia Margo—. ¿Cómo conseguirá atraer a la bestia?
—Usando las fibras.
—La última vez, no picó el anzuelo.
—En esta ocasión no intentaremos atraparla. Sólo pretendemos que doble la esquina. Arrojaremos algunas fibras en un extremo del pasillo, y usted se situará en el otro, listo para disparar. Le tenderemos una trampa. Nos esconderemos en la oscuridad. Cuando aparezca, le deslumbraré con la luz del casco y usted disparará.
—En efecto. ¿Cómo sabremos que la bestia ha llegado? Si el pasillo es tan largo como afirma el doctor Frock, cabe la posibilidad de que no captemos su olor a tiempo.
Margo guardó silencio.
—Tiene razón —admitió por fin.
Callaron unos momentos.
—Al final del pasillo hay una vitrina destinada a la exhibición de libros escritos por el personal del museo —explicó la joven—. La señora Rickman nunca se ha tomado la molestia de llenarla. Por lo tanto, no estará cerrada con llave. Meteremos el manojo dentro. Dudo que la bestia, por muy sedienta de sangre que esté, sea capaz de resistirse. Hará ruido cuando fuerce la vitrina. Al oírlo, usted disparará.
—Lo siento, pero lo considero demasiado descarado —objetó Pendergast—. Hemos de formularnos la pregunta de nuevo; si me topo con un montaje semejante, ¿me daría cuenta de que se trata de una trampa? En este caso, la respuesta es afirmativa. Debemos maquinar algo más sutil. Cualquier trampa nueva en que las fibras se empleen como cebo despertará sus sospechas.
Margo se apoyó contra la fría pared de mármol.
—Su sentido del oído es también muy agudo.
—¿Sí?
—Quizá el método más sencillo sea el mejor. ¿Por qué no nos utilizamos como cebo? Haremos ruidos, hablaremos en voz alta; pareceremos una presa fácil.
Pendergast asintió.
—Como la perdiz blanca, que simula un ala rota para engañar al zorro. ¿Cómo sabremos que se aproxima?
—Encenderemos la linterna de forma intermitente. La pasearemos por el pasillo. La pondremos a baja intensidad. Así la luz irritará a la bestia, pero no la alejará. Y podrá vernos. Pensará que nos hemos perdido y tratamos de orientarnos. Después, cuando se disponga a atacar, conectaré la luz del casco y usted empezará a disparar.
Pendergast reflexionó un momento.
—¿Y si la bestia aparece por detrás?
—El pasillo desemboca en la puerta reservada al personal de la Sala de los Pueblos del Pacífico —señaló Margo.
—Por lo tanto, quedaremos atrapados en un callejón sin salida —protestó Pendergast—. No me gusta.
—Aunque no estuviéramos atrapados, no podríamos escapar si sus disparos fallaran. Según el Extrapolador, esa criatura puede moverse con la rapidez de un galgo.
Pendergast meditó.
—Este plan podría funcionar, Margo. Es muy sencillo, como un bodegón de Zurbarán o una sinfonía de Bruckner. Si esta bestia ha eliminado a un comando del SWAT, tal vez piense que puede vencer a los humanos con suma facilidad. No actuará con demasiada cautela.
—Y está herida, lo cual disminuye su velocidad.
—Sí, está herida. Creo que D'Agosta la alcanzó, y es posible que el comando del SWAT le alojara un par de balas más. Tal vez yo consiga acertarla. No obstante, Margo, al estar herida, se ha convertido en un ser aún más peligroso. Prefiero perseguir a diez leones sanos que a uno herido. —Enderezó los hombros y buscó su revólver—. Cárguelo, por favor. Estar de pie en la oscuridad con este fardo a la espalda resulta muy incómodo. De ahora en adelante, sólo utilizaremos la linterna. Vaya con mucho cuidado.
—¿Por qué no me entrega también el casco? Así podrá utilizar el arma con toda libertad —sugirió Margo—. Si nos topamos con el monstruo de improviso, tendremos que ahuyentarlo con la luz.
—Dudo de que algo consiga ahuyentarlo si está malherido —repuso Pendergast—. Cójala, de todos modos.
Avanzaron en silencio por el corredor, doblaron una esquina y cruzaron la puerta de servicio que conducía a la Sala de los Mamíferos Primitivos. Margo tuvo la impresión de que sus pasos sigilosos resonaban como disparos sobre el pulido suelo de piedra. Las vitrinas, que exhibían alces gigantes, tigres de dientes de sable y lobos sobrecogedores, proyectaban destellos apagados a la luz de la linterna. Esqueletos de mastodonte y mamuts se alzaban en el centro de la galería. La pareja se encaminó con cautela hacia la salida de la sala. Pendergast empuñaba el revólver.
—¿Ve aquella puerta del final con el rótulo «Sólo para empleados»? —susurró Margo—. Al otro lado se encuentra el pasillo que alberga el mando de seguridad, los servicios de personal y la sala de ordenadores. Al doblar la esquina se halla el corredor donde tenderemos la trampa. —Vaciló—. Si la bestia sigue allí…
—Me arrepentiré de no haberme quedado en Nueva Orleans, señorita Green.
Entraron en la sección 18 por la puerta de personal y se encontraron en un angosto pasillo flanqueado por puertas. Pendergast barrió la zona con la linterna. Nada.
—Ésa es —anunció Margo, indicando una puerta situada a su izquierda—. Ahí está el mando de seguridad.
La joven oyó un murmullo de voces cuando pasaron por delante. Dejaron atrás otra puerta con la indicación «Ordenador central».
—Están atrapados ahí dentro —dijo Margo—. ¿Deberíamos…?
—No; no hay tiempo.
Doblaron la esquina y se detuvieron. Pendergast inspeccionó el corredor con la linterna.
—¿Qué hace eso ahí? —preguntó.
A mitad del pasillo, una maciza puerta de seguridad metálica devolvió destellos burlones a la luz de la linterna.
—Nuestro buen doctor se equivocaba —dijo el agente—. El módulo dos debe de dividir este pasillo. Ahí está el borde del perímetro.
—¿Qué distancia hay? —preguntó Margo.
El hombre se humedeció los labios.
—Yo diría que entre treinta y cuarenta metros.
La joven se volvió hacia el agente.
—¿Hay espacio suficiente?
Pendergast permaneció inmóvil.
—No, pero tendrá que bastar. Vamos, señorita Green, ocupemos nuestros puestos.
La atmósfera era casi irrespirable en la unidad de mando móvil. Coffey se desabrochó la camisa y se aflojó la corbata con un brusco tirón. La humedad debía de ser del 110 por ciento. No había visto un aguacero semejante en veinte años. Los desagües burbujeaban como géiseres, el agua llegaba hasta los tapacubos de los vehículos de emergencia.
La puerta trasera se abrió y apareció un hombre vestido con el uniforme del SWAT.
—¿Señor?
—¿Qué quiere?
—Los hombres preguntan cuándo entraremos.
—¿Cuándo entrarán? —repitió Coffey, irritado—. ¿Han perdido el juicio? Seis de sus hombres han sido asesinados ahí dentro, convertidos en hamburguesas.
—Pero, señor, aún queda gente atrapada en el edificio. Quizá podríamos…
Coffey miró al hombre con ojos destellantes.
—¿No lo ha comprendido? No podemos entrar ahí a saco. Enviamos a unos hombres ignorando a qué nos enfrentábamos. Hemos de restablecer la corriente eléctrica, reparar los sistemas antes de…
Un policía asomó la cabeza por la puerta de la furgoneta.
—Señor, acabamos de recibir un informe sobre un cadáver que flota en el río Hudson. Fue visto en la dársena. Parece que fue expulsado por uno de los desagües.
—¿A quién le importa una mierda…?
—Señor, se trata de una mujer vestida con traje de noche, y ha sido identificada como una de las personas desaparecidas de la fiesta.
—¿Qué? —Coffey estaba confuso. No era posible—. ¿Alguien del grupo del alcalde?
—Una de las personas atrapadas en el interior. Las únicas mujeres que permanecen desaparecidas bajaron al sótano hace dos horas.
—¿Con el alcalde?
—Creo que sí, señor.
Coffey sintió que su vejiga se aflojaba. No podía ser cierto.
Aquellos cabrones, Pendergast y D'Agosta, tenían la culpa de todo. Le habían desobedecido, habían condenado a muerte a aquellas personas. El alcalde, muerto. Le cortarían los huevos por aquello.
—¿Señor?
—Lárguese —susurró el agente—. Lárguense los dos.
La puerta se cerró.
—Aquí García. ¿Alguien me recibe? —La radio chirrió.
Coffey giró en redondo.
—¡García! ¿Qué ocurre?
—Nada, señor, excepto que aún no hay luz. Tom Allen está aquí. Quiere hablar con usted.
—Pásemelo.
—Soy Allen. Aquí estamos un poco preocupados, señor Coffey. No podemos hacer nada hasta que se restablezca la electricidad. Las baterías del transmisor de García empiezan a fallar, y lo hemos desconectado para ahorrar energía. Queremos que nos saque de aquí.
Coffey soltó una estridente carcajada. Los agentes sentados ante las consolas intercambiaron una mirada de inquietud.
—¿Quieren que los saque de ahí? Escuche, Allen, ustedes, los grandes genios, son los culpables de este lío. Juró y perjuró que el sistema funcionaría, que había unidades de emergencia. De modo que arréglenselas solitos. El alcalde ha muerto, y ya he perdido a más hombres de los que… ¿Oiga?
—Soy García otra vez. Señor, esto está negro como boca de lobo, y sólo disponemos de dos linternas. ¿Qué ha sucedido con el comando del SWAT que enviaron al interior?
—Están muertos, García. ¿Me oye? ¡Muertos! Sus tripas cuelgan como guirnaldas de Navidad. Y todo por culpa de Pendergast y D'Agosta, por culpa del cabrón de Allen y también por su culpa, probablemente. Aquí fuera, algunos hombres intentan restablecer la corriente eléctrica. Afirman que pueden conseguirlo, que es cuestión de horas. ¿Entendido? Pienso acabar con esa maldita cosa, a mi manera, y a su debido tiempo. De manera que aguántense. No permitiré que mueran más hombres por salvar sus miserables culos.
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —ladró Coffey, mientras desconectaba la radio.
Un agente entró y se acuclilló a su lado. El resplandor de los monitores iluminó su rostro.
—Señor, acabo de enterarme de que el teniente de alcalde viene hacia aquí. Y la oficina del gobernador está al teléfono. Piden un informe de la situación actual.
Coffey cerró los ojos.
Smithback alzó la vista hacia la escalerilla. El oxidado inferior se hallaba a más de un metro sobre su cabeza. Tal vez habría podido alcanzarlo de un salto de no haber sido por el agua, que ya le cubría hasta el pecho.
—¿Ve algo ahí arriba? —preguntó el teniente.
—Nada —contestó—. Esta luz es débil. No sé hasta dónde sube.
—Pues apague la linterna —dijo D'Agosta con brusquedad—. Déjeme pensar un momento.
Siguió un largo silencio. El agua continuaba ascendiendo con rapidez. Otros treinta centímetros, y todos flotarían corriente abajo. Irritado, Smithback sacudió la cabeza, cómo para desechar aquella idea.
—¿De dónde coño sale toda esta agua? —gimió.
—El subsótano fue edificado bajo las capas freáticas del río Hudson —contestó D'Agosta—. Se filtra agua siempre que llueve mucho.
—Pues claro que se filtra… Hasta es posible que se inunde —jadeó el periodista—. Estarán construyendo arcas ahí fuera.
—A la mierda todo —dijo una voz—. Que alguien suba sobre mis hombros. Subiremos uno por uno.
—¡Olvídelo! —replicó D'Agosta—. Está demasiado alto para eso.
Smithback tosió y carraspeó.
—¡Tengo una idea! —exclamó.
Se hizo el silencio.
—Escuche, esa escalera de acero parece muy fuerte —explicó el escritor—. Si atamos nuestros cinturones y los enlazamos alrededor de ella, podemos aguardar a que el agua ascienda lo bastante para cogernos al peldaño inferior.
—¡No puedo esperar tanto! —exclamó alguien.
D'Agosta traspasó al joven con la mirada.
—Smithback, es la peor idea que he oído en mi vida. Además, la mitad de los hombres llevan tirantes.
—He observado que usted lleva cinturón —replicó Smithback.
—Claro que sí. ¿Por qué cree que el agua subirá lo suficiente para permitirnos asir el peldaño?
—Mire ahí arriba —dijo Smithback, enfocando la linterna hacia el final de la escalerilla—. ¿Ve esa franja más clara? A mí me parece una señal de altitud máxima del agua. En el pasado, al menos una vez, el agua llegó hasta ahí. Si esta tormenta es la mitad de fuerte de lo que usted piensa, no tardará en alcanzar esa marca.
D'Agosta meneó la cabeza.
—Bien, continúo opinando que es una locura —dijo—, pero supongo que es mejor que esperar de brazos cruzados. ¡A ver, los hombres de ahí atrás! ¡Los cinturones! ¡Pásenmelos!
Una vez se los hubieron entregado, el teniente ató las hebillas con los extremos, empezando por la más ancha. Después los tendió a Smithback, que los colocó sobre sus hombros. Volteó sobre su cabeza el extremo más pesado, afianzó los pies lo mejor que pudo y, echándose hacia atrás, lo arrojó hacia el peldaño inferior. Los tres metros y medio de cuero cayeron al agua tras fallar por unos centímetros. Lo intentó de nuevo y volvió a errar.
—Déme eso —dijo D'Agosta—. Deje que un hombre haga un trabajo de hombre.
—Y una mierda —replicó el periodista.
Retrocedió peligrosamente y probó de nuevo. En esta ocasión se agachó cuando la pesada hebilla descendió oscilando, introdujo el otro extremo por ella y tiró de la improvisada cuerda enganchada al peldaño inferior.
—Muy bien —dijo el teniente—. Ahora todos nos cogeremos de los brazos. No se suelten. Cuando el agua suba, nos elevará hasta la escalerilla. Ascenderemos por grupos. Espero que la hijaputa aguante —murmuró, dirigiendo una mirada escéptica hacia los cinturones anudados.
—Y que el agua suba lo suficiente —añadió Smithback.
—Si no lo hace, se enterará usted de lo que vale un peine.
El escritor se volvió para replicar, pero decidió ahorrar aliento. La corriente continuaba ascendiendo, y Smithback notó una presión, lenta pero inexorable, desde abajo, cuando sus pies comenzaron a alejarse del pulido suelo de piedra.