57

Pendergast bajó la radio y miró a Margo.

—El monstruo acaba de matar a casi todo el comando, al doctor Wright también, por lo visto. Coffey ha conseguido evacuar a todos los demás. Se niega a responder a mis llamadas. Al parecer, me culpa de lo sucedido.

—¡Ese hombre debe escucharnos! —exclamó Frock—. Sabemos cómo hemos de actuar. ¡Basta con que traigan lámparas klieg!

—Comprendo cómo se siente Coffey —afirmó Pendergast—. Está abrumado, busca chivos expiatorios. No podemos esperar su ayuda.

—Dios mío —intervino Margo—. El doctor Wright… —Se llevó una mano a la boca—. Si mi plan hubiera funcionado…, si hubiera considerado todas las posibilidades…, tal vez esa gente aún estaría viva.

—Y quizá el teniente D'Agosta, el alcalde y quienes están con ellos ahí abajo habrían muerto —replicó el agente. Miró hacia el fondo del pasillo—. Supongo que es mi deber sacarles a ustedes dos de aquí sanos y salvos. Quizá deberíamos seguir la ruta que indiqué a D'Agosta, suponiendo que esos planos sean correctos, claro está. —Observó a Frock—. No, creo que no es buena idea.

—¡Adelante! —vociferó el doctor—. ¡No se quede aquí por mi culpa!

Pendergast esbozó una sonrisa.

—No se trata de eso, profesor, sino del tiempo inclemente. Ya sabe que el subsótano se inunda cuando llueve mucho. Oí comentar a alguien por la radio de la policía que ha diluviado en la última hora. Cuando esparcí las fibras por el subsótano, observé que el agua tenía al menos sesenta centímetros de profundidad y corría con rapidez hacia el este. Eso significa que el río desagua por ahí. No podríamos bajar aunque quisiéramos. —El hombre arqueó las cejas—. Si D'Agosta no ha logrado salir ya… Bueno, sus posibilidades serán mínimas. —Se volvió hacia Margo—. Tal vez sería mejor que ustedes dos permanecieran aquí, en la zona de seguridad. Sabemos que la bestia no puede derribar esa puerta reforzada.

»Suponen que dentro de un par de horas restablecerán la corriente eléctrica. Creo que aún quedan varios hombres atrapados en el mando de seguridad y la sala de ordenadores. Puede que sean vulnerables. Ustedes me han enseñado mucho acerca de ese ser. Conocemos sus puntos débiles. Esas zonas se hallan cerca de un pasillo largo y carente de obstáculos. Ustedes dos permanecerán aquí, y yo saldré de caza, para variar.

—No —protestó Margo—. No podrá hacerlo solo.

—Tal vez no, señorita Green, pero me propongo intentarlo.

—Iré con usted —afirmó Margo sin vacilar.

—Lo lamento, es imposible.

Pendergast se detuvo junto a la puerta abierta de la zona de seguridad, expectante.

—Esa criatura es muy inteligente —admitió la joven—. Dudo de que pueda enfrentarse solo a ella. Si considera que porque soy una mujer.

El agente compuso una expresión de estupor.

—Señorita Green, me entristece que tenga tan mala opinión de mí. Lo cierto es que usted nunca se ha encontrado en una situación semejante. Sin una pistola, no podrá hacer nada.

Ella lo miró con aire desafiante.

—Le salvé antes, cuando le aconsejé que encendiera la lámpara —replicó.

El agente enarcó una ceja.

—Pendergast, deje de interpretar el papel de caballero sureño —reprendió Frock desde la oscuridad—. Permita que le acompañe.

Pendergast se volvió hacia él.

—¿Está seguro de que se las arreglará bien solo? Tendremos que llevarnos la linterna y el casco de minero para contar con una mínima posibilidad de éxito.

—¡Por supuesto! —exclamó el profesor con una mueca despectiva—. Me conviene un poco de descanso después de tantas emociones.

Pendergast todavía titubeaba.

—Muy bien —dijo por fin—. Margo, encierre al doctor en la zona de seguridad, coja las llaves y lo que queda de mi chaqueta, y vámonos.

Smithback agitó la linterna con violencia. La luz parpadeó, adquirió más brillo un momento y volvió a perder intensidad.

—Si las pilas se agotan —dijo D'Agosta—, la hemos jodido. Apáguela. La encenderemos de vez en cuando para ver por dónde vamos.

Avanzaban en las tinieblas, ensordecidos por el ruido del agua. Ambos caminaban cogidos de la mano. El periodista guiaba al grupo, con el cuerpo entumecido casi por completo. De repente aguzó el oído. Poco a poco, percibió un nuevo sonido en la oscuridad.

—¿Oye eso? —preguntó.

El teniente prestó atención.

—Oigo algo —murmuró.

—Me suena a… —el escritor se interrumpió.

—Una cascada —concluyó D'Agosta—. Sea lo que sea, se halla bastante lejos. No comente nada.

El grupo continuó andando en silencio.

—Luz —pidió D'Agosta.

Smithback encendió la linterna, la apuntó hacia delante y la apagó. El ruido era más fuerte. Notó que el agua se agitaba.

—Mierda —masculló el teniente.

Se produjo una súbita conmoción a sus espaldas.

—¡Socorro! —exclamó una voz femenina—. ¡He resbalado! ¡No me suelten!

—Que alguien la coja —vociferó el alcalde.

Smithback encendió la luz y la dirigió hacia atrás. Una mujer de edad madura se batía en el agua mientras su traje de noche largo flotaba en la negruzca superficie.

—¡Levántese! —indicó el alcalde a voz en cuello—. ¡Afiance los pies!

—¡Socorro!

El periodista guardó la linterna en el bolsillo y se lanzó contra la corriente, que arrastraba a la mujer hacia él. Vio que ésta tendía el brazo y le enlazaba el muslo con todas sus fuerzas. Notó que empezaba a perder el equilibrio.

—¡Espere! —vociferó—. ¡Deje de debatirse! ¡Ya la tengo!

La mujer pataleó y le rodeó las rodillas con las piernas. Smithback se soltó de D'Agosta y se tambaleó hacia adelante. Se maravilló de la fuerza de la mujer.

—¡Está hundiéndome! —protestó a voces.

Cayó de bruces en el agua y sintió que la corriente le succionaba hacia abajo. Vio con el rabillo del ojo que D'Agosta vadeaba en su dirección. Presa del pánico, la mujer se aferraba a él hasta sumergirle la cabeza. Se irguió bajo el vestido mojado de la mujer, que se agarró a su nariz y su barbilla, desorientándole y asfixiándole. Una gran lasitud se apoderó de él. Se hundió por segunda vez, con un extraño zumbido en los oídos.

De pronto se encontró de nuevo en la superficie. Tosió repetidas veces. Se oyó un siniestro chillido. Alguien le sujetaba con fuerza; D'Agosta.

—Hemos perdido a la mujer —anunció el teniente—. Vámonos.

Los gritos de la mujer se perdieron en la lejanía. Algunos de los invitados chillaban histéricos, otros sollozaban abatidos.

—¡Deprisa! ¡Todo el mundo contra la pared! —ordenó el teniente—. Sigamos adelante. Y pase lo que pase, no se suelten. ¿Aún tiene la linterna? —masculló a Smithback.

—Aquí está.

—Hemos de continuar avanzando o perderemos a todo el mundo —murmuró D'Agosta. A continuación lanzó una carcajada carente de alegría—. Parece que esta vez he sido yo quien le ha salvado la vida. Estamos en paz, Smithback.

Éste permaneció callado. Se esforzaba por ignorar los horrorosos gritos de angustia, ya más tenues y amortiguados por el amenazador rugido del agua.

El incidente había desmoralizado al grupo.

—¡No ocurrirá nada si nos cogemos de las manos! —trató de animar el alcalde—. ¡Mantengan la cadena intacta!

Smithback aferró la mano del policía con todas sus fuerzas. Continuaron caminando en la oscuridad.

—Luz —indicó D'Agosta.

El periodista encendió la linterna. Y se le cayó el alma a los pies.

A cien metros de distancia, el alto techo del túnel se inclinaba hacia un angosto embudo semicircular. Debajo, el agua se precipitaba con estrépito hacia un abismo tenebroso. Una bruma espesa se elevaba y rodeaba la garganta musgosa del pozo. Smithback contempló, boquiabierto, cómo todas sus ilusiones de convertirse en un escritor de éxito, todos sus sueños, incluso el anhelo de seguir con vida, desaparecían en aquella cascada.

Apenas se percató de que no sonaban chillidos de espanto a sus espaldas, sino vítores. Volvió la cabeza y observó que el grupo miraba hacia arriba. En el punto en que se unían la curva del techo y la pared del túnel, bostezaba un agujero negro, de unos noventa centímetros cuadrados. De él sobresalía una escalerilla de hierro herrumbroso, fijada con pernos a la antigua obra de albañilería.

Las exclamaciones de júbilo no tardaron en desvanecerse, cuando la espantosa verdad emergió.

—Está demasiado alta para alcanzarla —masculló D'Agosta.