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Bajo la alta arcada de la entrada oeste del museo, Coffey contemplaba cómo la lluvia azotaba las trabajadas puertas de cristal y bronce. Vociferaba con la radio pegada a la boca, pero D'Agosta no contestaba. ¿Y qué era aquella mierda que Pendergast había propagado respecto a un monstruo? Supuso que el tipo ya estaba acojonado de entrada, y que el apagón le había puesto fuera de sí. Como de costumbre, todo el mundo la cagaba, y él, una vez más, tenía que limpiar la mierda.

En el exterior dos furgones de la policía frenaron ante el edificio, y agentes con material antidisturbios se apearon para cortar enseguida Riverside Drive. Oyó el aullido de las ambulancias que intentaban con desesperación abrirse paso entre la masa compacta de coches de radio, camiones de bomberos y furgonetas de prensa. Se habían formado corrillos de personas que lloraban o hablaban, bajo la lluvia o refugiados bajo la gran marquesina del museo. Miembros de la prensa conseguían saltarse el cordón y plantaban micrófonos y cámaras ante la cara de la gente hasta que la policía los empujaba hacia atrás.

Coffey corrió bajo la lluvia hacia la silueta plateada de la unidad de mando móvil. Abrió la puerta posterior de un tirón y saltó dentro.

En el interior, gélido y oscuro, varios agentes se encargaban de controlar las terminales. El resplandor de las pantallas teñía sus rostros de verde. Coffey se apoderó de unos auriculares y se sentó.

—¡Reagrúpense! —exclamó en el canal de mando—. ¡Todo el personal del FBI a la unidad de mando móvil! —Cambió de canal—. Mando de seguridad. Quiero un informe de la situación actual.

Se oyó la voz de García, cansada y tensa.

—Fallo total del sistema todavía, señor. El sistema de emergencia no se ha conectado, y nadie sabe por qué. Sólo contamos con las linternas y las pilas de este transmisor móvil.

—¿Y qué? Que lo conecten manualmente.

—Todo está regido por el ordenador, señor. Por lo visto, no hay conexión manual.

—¿Y las puertas de seguridad?

—Señor, todo el sistema empezó a fallar cuando se produjeron aquellas bajadas de tensión. Creen que es un problema de hardware. Todas las puertas de seguridad bajaron.

—¿Qué quiere decir? ¿Todas?

—Las puertas de seguridad de los cinco módulos se cerraron; no sólo ha pasado en el módulo dos. El museo está cerrado a cal y canto.

—García, ¿quién sabe más sobre este sistema de seguridad?

—Yo diría que Allen.

—Pásemelo.

Siguió una breve pausa.

—Al habla Tom Allen.

—Allen, ¿qué ocurre con los mandos manuales? ¿Por qué no funcionan?

—El mismo problema de hardware. El sistema de seguridad fue instalado por otra empresa; un distribuidor japonés. Estamos intentando localizar por teléfono a algún representante, pero resulta difícil porque el sistema telefónico es digital y se averió cuando el ordenador falló. Estamos derivando todas las llamadas por el transmisor de García. Ni siquiera las líneas TI funcionan. Se ha producido una reacción en cadena desde que volaron a tiros el tablero de distribución.

—¿Quién? No sabía que…

—Un policía. ¿Cómo se llama? ¿Waters? Estaba de servicio en la sala de ordenadores, creyó ver algo, disparó un par de veces el fusil y se cargó el tablero de distribución principal.

—Escuche, Allen, quiero enviar un equipo para evacuar a las personas atrapadas en el Planetario. El alcalde está allí dentro, por los clavos de Cristo. ¿Cómo podemos entrar? ¿Podríamos cortar la puerta este para entrar en la sala?

—Esas puertas fueron diseñadas para retrasar el corte. Podría realizarse, pero tardaría siglos.

—¿Y por el subsótano? Me han comentado que es como un laberinto de catacumbas.

—Es posible que se pueda acceder desde ahí, pero no existen planos completos de la zona.

—Pues las paredes. ¿Podríamos abrir un agujero en las paredes?

—Los muros inferiores que soportan el peso son muy gruesos, hasta noventa centímetros en algunas partes, y todas las paredes de albañilería más antiguas han sido reforzadas. El módulo dos sólo tiene ventanas en las plantas tercera y cuarta, y están protegidas con barras de hierro. De todos modos, la mayoría son demasiado pequeñas para pasar por ellas.

—Mierda. ¿Y el tejado?

—Todos los módulos están cerrados, y costaría mucho…

—Maldita sea, Allen, le pregunto cuál es la mejor forma de meter dentro a algunos hombres.

Se hizo el silencio.

—La mejor forma de entrar sería por el tejado —dijo por fin la voz—. Las puertas de seguridad de los pisos superiores no son tan gruesas. El módulo tres se extiende sobre el Planetario, por la quinta planta. Sin embargo, no es posible penetrar por allí, pues el tejado está blindado a causa de los laboratorios de radiografía. En cambio sí se podría entrar por el tejado del módulo cuatro. Podría colocarse una carga explosiva en una de las puertas de seguridad situadas en los pasillos más estrechos, y acceder así al módulo tres. Una vez ahí, podría pasarse por el techo del Planetario, donde hay una portilla para poder limpiar y cuidar la araña. Sin embargo, hay dieciocho metros hasta el suelo.

—Volveré a llamarle. —Coffey pulsó un botón de la radio y vociferó—: ¡Ippolito! Ippolito, ¿me recibe? ¿Qué coño está pasando en esa sala? —Cambió a la frecuencia de D'Agosta—. ¡D'Agosta! Soy Coffey. ¿Me recibe? —Recorrió frenéticamente las frecuencias—. ¡Waters!

—Aquí Waters, señor.

—¿Qué ha ocurrido, Waters?

—Oí un ruido en el cuarto de la instalación eléctrica y disparé como disponen las ordenanzas…

—¿Ordenanzas? ¡Idiota de mierda! ¡No hay ninguna ordenanza que disponga disparar contra un ruido!

—Lo siento, señor. Oí un ruido fuerte y gritos y carreras en la exposición. Creí que…

—Está acabado, Waters. Pediré que asen su culo y me lo sirvan en una bandeja. No lo olvide.

—Sí, señor.

Se oyeron, procedentes del exterior, una tos, un chisporroteo y un rugido cuando un generador portátil fue conectado. La puerta trasera de la unidad de mando móvil se abrió y entraron varios agentes con los trajes empapados.

—Los demás ya vienen, señor —anunció uno.

—Muy bien. Dígales que nos reuniremos aquí dentro de cinco minutos para intentar solucionar el problema.

Salió a la lluvia. Trabajadores de los servicios de emergencia transportaban pesadas maquinarias y tanques de acetileno amarillos por la escalinata del museo.

Coffey corrió bajo la lluvia y subió por la escalera de la Rotonda. Los médicos se apiñaban ante la puerta metálica de emergencia que bloqueaba la entrada este al Planetario. Coffey oyó el zumbido de una sierra que cortaba huesos.

—Dígame qué hay —pidió Coffey al jefe del equipo médico.

Sobre la mascarilla manchada de sangre, los ojos del doctor reflejaban cansancio.

—Aún no sabemos el número total de heridos: hay varios en estado crítico. Estamos efectuando algunas amputaciones. Creo que algunos más se salvarían si se pudiera levantar esa puerta antes de media hora.

Coffey negó con la cabeza.

—Dudo de que sea posible. Tendremos que cortarla.

Se acercó un trabajador de emergencias.

—Disponemos de algunas mantas térmicas con que podríamos cubrir a esa gente mientras trabajamos.

El agente retrocedió y levantó la radio.

—¡D'Agosta! ¡Ippolito! ¡Contesten!

Silencio. Tras un tenue siseo, se oyó una voz tensa:

—Aquí D'Agosta. Escuche, Coffey…

—¿Dónde estaba? Le dije…

—Cierre el pico y escuche, Coffey. Estaba usted haciendo demasiado ruido; tuve que silenciarle. Nos hallamos en el subsótano, no sé muy bien dónde. Una bestia merodea por el módulo dos. No bromeo, Coffey; es un jodido monstruo. Mató a Ippolito y se metió en la sala. Tuvimos que salir.

—¿Un qué? Está perdiendo la chaveta, D'Agosta. Cálmese, ¿me oye? Enviaremos hombres para que entren por el techo…

—¿Sí? Bien, será mejor que vayan bien preparados, si piensan hacer frente a esa cosa.

—D'Agosta, yo me ocuparé de ello. ¿Qué me decía de Ippolito?

—Está muerto; destripado, como los demás fiambres.

—Y lo hizo un monstruo. Oh, sí, claro. ¿Hay otro agente de policía con usted, D'Agosta?

—Sí, Bailey.

—Le relevo de su cargo. Páseme a Bailey.

—Que le folle un pez. Aquí está Bailey.

—Sargento —ladró Coffey—, usted está al mando ahora. ¿Cuál es la situación?

—Señor Coffey, el teniente tiene razón. Tuvimos que abandonar el Planetario. Bajamos por la escalera trasera situada cerca de la zona de servicio. Somos unos treinta, incluido el alcalde. Hay algo ahí dentro.

—No me toque las pelotas, Bailey. ¿Lo ha visto?

—No estoy seguro de lo que vi, señor. D'Agosta sí lo vio. No imagina lo que hizo con Ippolito…

—Escuche, Bailey. Tranquilícese y tome el mando, ¿de acuerdo?

—No, señor. En lo que a mí concierne, el teniente continúa al mando.

—¡Acabo de dárselo a usted! —Coffey resopló y levantó la vista, enfurecido—. El hijoputa ha cortado.

Greg Kawakita se erguía bajo la lluvia, inmóvil, entre una tormenta de chillidos, sollozos y blasfemias. Permanecía ajeno al agua que le empapaba el cabello, los vehículos de emergencias que circulaban, las sirenas que aullaban o los invitados aterrados que lo empujaban cuando pasaban a su lado. Una y otra vez repetía en su mente lo que Margo y Frock le habían explicado. Avanzó en dirección al museo, luego dio media vuelta lentamente, se ciñó el calado esmoquin y caminó con aire reflexivo en la oscuridad.