D'Agosta se incorporó entre los cristales rotos, aferró la radio y vio las espaldas de los invitados que huían. Los gritos y chillidos se perdieron en la lejanía.
—¿Teniente?
Uno de sus agentes, Bailey, salía de debajo de otra vitrina derribada. La sala se había convertido en un caos; objetos aplastados y diseminados por el suelo, cristales rotos por todas partes, zapatos, bolsos, prendas de ropa… Todo el mundo había abandonado la galería, excepto D'Agosta, Bailey y el hombre muerto. El teniente dirigió una fugaz mirada al cadáver decapitado, se fijó en las heridas de su pecho, la ropa apelmazada a causa de la sangre seca, los intestinos generosamente expuestos, como el relleno de un animal disecado. Había muerto hacía varios días, al parecer. Apartó la vista y volvió a mirarlo enseguida. El hombre llevaba uniforme de policía.
—¡Bailey! —exclamó—. ¿Quién es este hombre?
El agente se acercó, con la cara pálida.
—Es difícil decirlo, pero creo que Fred Beauregard tenía un anillo de la Academia grande como ése.
—No joda —susurró D'Agosta. Se aproximó más y se agachó para mirar el número de la placa. Bailey asintió.
—Es Beauregard.
—¡Hostia! —D'Agosta se incorporó—. ¿No tenía un permiso de cuarenta y ocho horas?
—Exacto. Su último turno fue el miércoles por la tarde.
—Entonces, ha estado aquí desde… —El teniente frunció el entrecejo—. Y ese hijoputa de Coffey se negó a rastrear las salas de la exposición. Voy a hacerle un culo nuevo.
—Está herido, teniente —observó Bailey.
—Ya me vendaré más tarde —replicó con brusquedad D'Agosta—. ¿Dónde está McNitt?
—No lo sé. La última vez que lo vi, estaba atrapado entre la multitud.
Ippolito surgió de una esquina alejada con la radio pegada a la boca. El respeto que D'Agosta sentía por el jefe de seguridad aumentó un punto. «Tal vez no sea muy listo, pero tiene un par de huevos cuando hace falta».
Las luces perdieron intensidad.
—Ha cundido el pánico en el Planetario —dijo Ippolito por radio—. Dicen que la puerta de seguridad está bajando.
—¡Malditos idiotas! ¡Es la única salida! —D'Agosta levantó su radio—. Walden, ¿me recibe? ¿Qué ocurre?
—¡Señor, esto es el caos! McNitt acaba de salir de la exposición. Por poco no lo cuenta. Nos hemos desplazado a la entrada para intentar que la gente salga más despacio, pero es inútil. Hay muchas personas atrapadas, teniente.
Las luces parpadearon por segunda vez.
—Walden, ¿está descendiendo la puerta de emergencia que comunica con la Rotonda?
—Espere un momento. —La radio zumbó—. ¡Mierda, sí! ¡Está a mitad de camino y sigue bajando! La multitud se apiña como ganado; aplastará a una docena o…
De pronto la exposición se sumió en la oscuridad. El impacto de algo pesado al caer al suelo se impuso por un instante a los gritos y los chillidos.
D'Agosta sacó una linterna.
—Ippolito, se puede subir la puerta manualmente, ¿verdad?
—Sí. En cualquier caso, el sistema de emergencia debería conectarse dentro de un se…
—No podemos esperar, de modo que vamos hacia allí. Y ande con cuidado, por el amor de Dios.
Se encaminaron con cautela hacia la entrada de la exposición. Ippolito abría la marcha entre la confusión de cristales, madera rota y restos diversos. Fragmentos de objetos muy valiosos se esparcían por doquier. Los alaridos aumentaban de volumen a medida que se aproximaban al Planetario.
D'Agosta, que seguía a Ippolito, no veía nada en la inmensa negrura de la sala. Hasta las velas votivas habían caído. El jefe de segundad enfocó la entrada con su linterna. «¿Por que no avanza?», se preguntó D'Agosta, irritado. De pronto Ippolito retrocedió, presa de las náuseas. La linterna cayó al suelo y rodó hasta perderse en la oscuridad.
—¿Qué coño…? —exclamó el teniente, echando a correr con Bailey. Se detuvo en seco.
El caos se había adueñado de la enorme sala. D'Agosta la iluminó con la linterna y recordó el reportaje sobre un terremoto que había visto en el telediario de la noche. La plataforma aparecía destrozada, el atril astillado. Sobre el estrado de la orquesta descansaban sillas volcadas e instrumentos aplastados. Sobre el suelo yacían restos de comida, ropas y programas impresos, así como cañas de bambú derribadas y orquídeas pisoteadas.
D'Agosta desvió el haz hacia la entrada de la exposición. Las altas columnas de madera se habían derrumbado, y bajo ellas sobresalían brazos y piernas.
Bailey se acercó a toda prisa.
—Hay por lo menos ocho personas aplastadas, teniente. No creo que ninguna esté viva.
—¿Alguno de los nuestros? —preguntó D'Agosta.
—Temo que sí. Creo que McNitt y Walden, y uno de los de paisano. También hay un par de guardias uniformados, y tres civiles, me parece.
—¿Todos muertos?
—Eso parece. No puedo mover esas columnas.
—Mierda. —D'Agosta apartó la vista y se frotó la frente.
Un golpe fuerte resonó en la sala.
—Es la puerta de seguridad, que se ha cerrado —explicó Ippolito y se secó la boca. Se arrodilló junto a Bailey—. Oh, no. Martine… Joder, no puedo creerlo. —Se volvió hacia D'Agosta—. Martine custodiaba la escalera posterior. Debió venir para ayudar a controlar a la muchedumbre. Era uno de mis mejores hombres…
El teniente avanzó entre las columnas derribadas, esquivando mesas volcadas y sillas rotas. Su mano todavía sangraba. Cuerpos inertes yacían en el suelo, y no consiguió adivinar si estaban vivos o muertos. Oyó gritos procedentes del fondo de la sala y hacia allí dirigió la linterna. La puerta de emergencia se había cerrado por completo, y una masa de gente se apiñaba contra ella, golpeando el metal y chillando. Algunos se volvieron cuando D'Agosta los iluminó.
Corrió hacia el grupo, ignorando los graznidos de su radio.
—¡Procuren conservar la calma, y apártense! Soy el teniente D'Agosta, de la policía de Nueva York.
La muchedumbre se tranquilizó un poco, y D'Agosta llamó a Ippolito. Observó a los congregados y reconoció a Wright, el director, a Ian Cuthbert, responsable de aquella payasada, a una mujer llamada Rickman, que parecía muy importante; en fin, las primeras cuarenta personas que habían entrado en la exposición. Las primeras en entrar, las últimas en salir.
—¡Escuchen! —vociferó—. El jefe de seguridad levantará la puerta de emergencia. Hagan el favor de retroceder.
Los presentes obedecieron, y D'Agosta emitió un gruñido involuntario al ver varios miembros atrapados bajo la pesada plancha de metal. El suelo estaba resbaladizo a causa de la sangre. Uno de los miembros se movía débilmente, y se oían leves chillidos al otro lado de la puerta.
—Santo Dios —susurró—. Ippolito, abra esa hija de puta.
—Ilumine aquí —pidió, señalando unos botones situados junto a la puerta. Se agachó y tecleó unas cifras.
Esperaron.
Ippolito se mostró perplejo.
—No lo entiendo…
Pulsó los números de nuevo, esta vez con mayor lentitud.
—No hay corriente eléctrica —dijo D'Agosta.
—No tendría que importar —replicó Ippolito, tecleando frenéticamente por tercera vez—. El sistema dispone de un grupo electrógeno.
La multitud comenzó a murmurar.
—¡Estamos atrapados! —exclamó un hombre.
D'Agosta enfocó a los congregados.
—Cálmense todos. El cadáver de la exposición lleva muerto dos días, como mínimo. ¿Lo entienden? Dos días. El asesino se marchó después de cometer el crimen.
—¿Cómo lo sabe? —espetó el mismo hombre.
—Cierre el pico y escuche —ordenó D'Agosta—. Los sacaremos de aquí. Si no podemos abrir la puerta, lo harán desde fuera. Tal vez tardemos unos minutos. Entretanto, manténgase apartados de la puerta, permanezcan juntos, busquen sillas que no se hayan roto y siéntense. ¿De acuerdo? No pueden hacer nada.
Wright se adelantó y dijo:
—Escuche, agente; hemos de salir de aquí. ¡Ippolito, por el amor de Dios, abra esa puerta!
—¡Un momento! —bramó D'Agosta—. Doctor Wright, haga el favor de unirse al grupo. —Observó los rostros que lo miraban con expresión de terror—. ¿Hay algún médico entre ustedes? —Silencio—. ¿Enfermeras? ¿ATS?
—Yo sé algo de primeros auxilios —respondió alguien.
—Estupendo. Señor…
—Arthur Pound.
—Pound, consiga un par de voluntarios para que le ayuden. Hay varias personas atrapadas. Necesito saber el número y su estado. Hay un agente apostado en la entrada de la exposición, Bailey, que podrá echarle una mano. Tiene una linterna. También necesitamos un voluntario que se ocupe de reunir velas.
Un joven flaco, vestido con un esmoquin arrugado, surgió de la oscuridad. Terminó de masticar y tragó.
—Yo colaboraré en eso —se ofreció.
—¿Nombre?
—Smithback.
—De acuerdo, Smithback. ¿Tiene cerillas?
—Sí.
El alcalde se adelantó. Tenía la cara manchada de sangre, y un ojo ligeramente amoratado.
—Yo también ayudaré.
D'Agosta lo miró asombrado.
—¡Alcalde Harper! Tal vez pueda encargarse del personal. Tranquilícelos.
—Por supuesto, teniente.
La radio de éste chirrió de nuevo.
—D'Agosta, soy Coffey. D'Agosta, ¿me recibe? ¿Qué coño ocurre ahí?
El policía habló con rapidez:
—Hay al menos ocho muertos, tal vez más, y un número indeterminado de heridos. Supongo que se habrá enterado de que se ha quedado gente atrapada bajo la jodida puerta. Ippolito no puede abrirla. Aquí somos treinta o cuarenta, incluyendo a Wright y al alcalde.
—¡El alcalde! ¡Mierda! Escuche, D'Agosta, el sistema electrónico ha fallado en su totalidad, y el manual de este lado tampoco funciona. Conseguiré un equipo con acetileno para que corte la plancha. Seguramente tardará un rato; esa puerta está construida como la cámara acorazada de un banco. ¿El alcalde se encuentra bien?
—Sí. ¿Dónde está Pendergast?
—No tengo ni idea.
—¿Quién más ha quedado atrapado en el interior del perímetro?
—Aún no lo sé —admitió Coffey—. Los informes empiezan a llegar. Había algunos hombres en la sala de ordenadores, y García y otros más se hallaban en el mando de seguridad. Quizá haya más en otras plantas. Aquí hay varios agentes de paisano y guardias. La multitud los arrolló, y algunos resultaron malheridos. ¿Qué coño ha sucedido en la exposición, D'Agosta?
—Descubrieron el cadáver de uno de mis hombres tendido en lo alto de una vitrina; destripado, como los demás. —Hizo una pausa y agregó con amargura—: Si me hubiera permitido efectuar el rastreo que le pedí, nada de esto habría ocurrido.
La radio chirrió otra vez y enmudeció.
—¡Pound! —llamó D'Agosta—. ¿Cuántas bajas hay?
—Hemos encontrado un hombre vivo; por poco no lo cuenta —contestó Pound, agachado junto a una forma inerte—. Los demás murieron aplastados; tal vez un par a causa de un infarto.
—Atienda al superviviente —indicó D'Agosta.
La radio zumbó.
—¿Teniente D'Agosta? —dijo una voz ronca—. Soy García, desde el mando de seguridad, señor. Tenemos…
Un pitido se impuso sobre la voz.
—¿García? ¡García! ¿Qué pasa? —exclamó el teniente D'Agosta.
—Lo siento, señor, las pilas de este transmisor están agotándose. Pendergast se ha puesto en contacto con nosotros. Se lo paso.
El teniente oyó la voz que tan bien conocía.
—Vincent.
—¡Pendergast! ¿Dónde está?
—En el sótano, sección 29. Tengo entendido que el museo se ha quedado sin corriente eléctrica y que estamos atrapados en el módulo dos. Me temo que debo comunicarle más malas noticias. ¿Puede trasladarse a un rincón donde podamos hablar en privado?
D'Agosta se alejó de la multitud.
—¿Qué sucede? —preguntó en voz baja.
—Escuche con atención, Vincent. He visto aquí abajo algo que no he logrado identificar. Se trata de una criatura grande, y creo que no es humana.
—No me tome el pelo, Pendergast. Ahora no.
—Hablo muy en serio, Vincent. Ésta no es la mala noticia. La mala noticia es que tal vez se desplaza hacia ustedes.
—¿Qué quiere decir? ¿Qué clase de animal es?
—Lo reconocerá cuando esté cerca. Despide un olor inconfundible. ¿Con qué armas cuenta?
—Veamos… Tres fusiles del calibre doce, un par de revólveres reglamentarios, dos pistolas de tiro, y quizá algo más.
—Olvide las pistolas. Atienda, hemos de hablar deprisa. Evacue a todo el mundo. Ese ser pasó junto a mí antes de que se fuera la luz. Lo vi por la ventanilla de un cuarto de almacenamiento, y parecía muy grande. Camina a cuatro patas. Le disparé dos veces, y después desapareció por una escalera que hay al final de este pasillo. He consultado unos planos antiguos que he traído. ¿Sabe dónde desemboca esa escalera?
—No —contestó D'Agosta.
—Sólo conduce a pisos alternos. También baja al subsótano, pero no podemos suponer que esa cosa se dirija ahí. Hay una salida en la cuarta planta, y otra detrás del Planetario, en la zona de servicio situada tras el estrado.
—Pendergast, no me lo ponga más difícil aún. ¿Qué coño quiere que hagamos?
—Coloque a sus hombres, armados con fusiles, ante esa puerta. Si la bestia aparece, disparen. Puede que ya haya salido, no lo sé. Vincent, le acerté en la cabeza con una bala del 45 de forro metálico, y ésta rebotó.
De haberse tratado de cualquier otra persona, D'Agosta habría sospechado que se burlaba de él o había enloquecido.
—De acuerdo, ¿cuándo ocurrió eso?
—Lo vi hace pocos minutos, inmediatamente antes de que se fuera la luz. Le disparé, pero fallé. Bajé para efectuar un reconocimiento hace un momento. El pasillo no tiene salida, y la bestia ha desaparecido. La única salida es la escalera que conduce a dónde se hallan ustedes. Quizá se haya escondido en la escalera, o tal vez, si tienen suerte, haya subido a otro piso. Sólo sé que no ha vuelto por aquí.
D'Agosta tragó saliva.
—Si puede bajar al sótano, reúnase conmigo. Estos planos parecen mostrar la salida. Volveremos a hablar cuando se encuentre en un sitio más seguro. ¿Comprendido?
—Sí.
—Otra cosa, Vincent.
—¿Qué?
—Este monstruo sabe abrir y cerrar puertas.
D'Agosta guardó la radio, se humedeció los labios y observó al grupo de personas. La mayoría, sentada en el suelo, parecía aturdida, mientras el resto intentaba encender las velas que el larguirucho había reunido.
D'Agosta habló a los congregados con la mayor suavidad posible:
—Acérquense aquí y apóyense contra la pared. Apaguen las velas.
—¿Qué pasa? —exclamó alguien. El teniente reconoció la voz de Wright.
—Silencio. Obedezcan. Usted, Smithback, deje eso y venga aquí.
La radio zumbó mientras D'Agosta paseaba el foco de la linterna por el recinto. La negrura que reinaba en los rincones más alejados parecía devorar la luz. En el centro de la sala unas velas encendidas rodeaban una forma inerte. Pound y otra persona estaban inclinados sobre ella.
—¡Pound! —llamó—. Ustedes dos, vengan aquí.
—Pero aún está vivo…
—¡Vengan ahora mismo! —Se volvió hacia la multitud apiñada—. No quiero que nadie se mueva o haga el menor ruido. Bailey e Ippolito, cojan los fusiles y síganme.
—¿Han oído eso? ¿Para qué necesitan las armas? —vociferó Wright.
D'Agosta reconoció la voz de Coffey en su radio y la apagó con un movimiento brusco. Los tres hombres avanzaban con cautela hacia el centro de la sala, mientras los haces de las linternas taladraban la oscuridad que se extendía ante ellos. D'Agosta enfocó la pared, localizó la zona de servicio, el contorno borroso de la puerta de la escalera. Estaba cerrada. Creyó captar un olor extraño en el aire, un peculiar olor a podrido que no consiguió identificar. En cualquier caso, la sala hedía; la mitad de los malditos invitados debía de haber perdido el control de sus esfínteres cuando las luces se apagaron.
Guió a sus compañeros hacia la zona de servicio y se detuvo.
—Según Pendergast, tal vez hay un ser, un animal, en esa escalera —susurró.
—Según Pendergast —masculló con sarcasmo Ippolito.
—Déjese de chorradas, Ippolito, y escuche. No podemos quedarnos de brazos cruzados. Entraremos ahí, ¿entendido? Lo haremos según las normas; seguros fuera, balas en las cámaras. Bailey, usted abrirá la puerta, y nos iluminará. Ippolito, usted cubrirá el tramo de escalera que sube; yo me encargaré del que baja. Si ve una persona, exija la identificación y dispare si no la obtiene. Si ve otra cosa, dispare al instante. Actuaremos cuando yo haga una señal.
D'Agosta apagó su linterna, la deslizó en un bolsillo y aferró con fuerza el fusil. A continuación indicó con un cabeceo a Bailey que dirigiera el haz de luz a la puerta. Cerró los ojos y musitó una breve oración en la oscuridad. Por último, dio la señal.
Ippolito se colocó a un lado de la puerta cuando Bailey la abrió. D'Agosta y el jefe de seguridad se precipitaron al instante, seguidos de Bailey, que trazó un veloz semicírculo con el foco de la linterna.
Un horrible hedor les aguardaba en la escalera. D'Agosta descendió unos cuantos escalones en las tinieblas, sintió un súbito movimiento arriba y oyó un gruñido siniestro que lo paralizó, seguido de un golpe sordo, como si alguien estampaba una toalla empapada contra la pared. Entonces cosas mojadas mancharon la pared, y algunas gotas cayeron sobre su cara. Se dio la vuelta y disparó contra algo grande y oscuro. La luz giró locamente.
—¡Mierda! —oyó que mascullaba Bailey.
—¡Bailey, no permita que entre en la sala!
D'Agosta disparó una y otra vez en la oscuridad, hacia arriba y abajo, hasta que la recámara se vació. El olor acre de la pólvora se mezcló con el hedor nauseabundo, mientras resonaban chillidos en el Planetario.
Temblando, el teniente subió hasta un rellano, casi tropezó con algo y entró en la sala.
—Bailey, ¿dónde está eso? —exclamó, mientras cargaba el fusil.
—¡No lo sé! —respondió Bailey—. ¡No veo nada!
—¿Bajó o entró?
«Dos balas en el fusil. Tres…».
—¡No lo sé, no lo sé!
D'Agosta sacó su linterna y enfocó a Bailey. El agente estaba cubierto de coágulos de sangre. Tenía trocitos de carne adheridos al pelo y las cejas. El hombre se frotaba los ojos. Un olor fétido impregnaba el aire.
—Estoy bien —dijo Bailey—; me parece. Es que, con toda esta mierda en la cara, no puedo ver.
Con el fusil apretado contra el muslo, D'Agosta paseó la luz por la sala describiendo un veloz arco. El grupo, acurrucado contra la pared, parpadeó aterrorizado. Dirigió el haz hacia la escalera y vio a Ippolito, o lo que quedaba de él, tendido en el rellano. Sangre oscura manaba sin cesar de sus intestinos expuestos.
La cosa había estado esperando a pocos pasos del rellano. «Pero ¿dónde coño está ahora?», se preguntó. Trazó desesperados círculos con la linterna. Había desaparecido. La tranquilidad reinaba en el recinto.
No; algo se movía en el centro de la sala. A pesar de la distancia y la débil luz, el teniente distinguió una forma grande y oscura inclinada sobre el hombre que yacía en la pista de baile. Los movimientos de la criatura eran bruscos, extraños. D'Agosta oyó al herido gemir una vez; después un tenue crujido y silencio. El policía se colocó la linterna bajo la axila, levantó el fusil, apuntó y apretó el gatillo.
Se produjo un destello acompañado de un rugido. Brotaron chillidos del grupo apiñado. Tras dos disparos más, la recámara se vació de nuevo.
El teniente buscó más cartuchos y, al no encontrarlos, arrojó el fusil y sacó la pistola reglamentaria.
—¡Bailey! —exclamó—. Reúna a todo el mundo y prepárese para salir.
Paseó el haz de la linterna por el suelo de la sala; la forma se había esfumado. Avanzó con cautela hacia el cuerpo. A tres metros de distancia, vio lo que habría preferido no ver; el cráneo partido y el cerebro esparcido por el piso. Una senda de sangre conducía a la exposición. La cosa se había dirigido allí al oír el disparo, y no permanecería mucho rato.
D'Agosta dio un brinco, rodeó a toda prisa las columnas derribadas y movió una de las pesadas puertas de madera hasta que consiguió cerrarla. Al oír unas pisadas veloces y potentes en el recinto de la exposición, se apresuró a cerrar la otra. Oyó que el pestillo caía. En ese instante las puertas se estremecieron cuando algo pesado las golpeó.
—¡Bailey! ¡Que todo el mundo baje por la escalera!
La violencia de los embates aumentó, y D'Agosta retrocedió instintivamente al observar que la madera comenzaba a astillarse. Cuando apuntó la pistola hacia la puerta, oyó gritos y chillidos a su espalda. Habían visto a Ippolito. Escuchó que Bailey discutía con Wright. Tras una fuerte acometida, una enorme grieta se abrió en la base de la puerta.
D'Agosta corrió hacia el otro extremo de la sala.
—¡Bajen por la escalera, ahora mismo! ¡Y no miren atrás!
—¡No! —replicó Wright, que bloqueaba la escalera—. ¡Mire a Ippolito! ¡No pienso bajar!
—¡Hay una salida! —exclamó D'Agosta.
—No, no la hay; en cambio por la exposición…
—¡Hay algo en la exposición! —bramó el teniente—. ¡Muévanse!
Bailey apartó a Wright de un empellón y empezó a empujar a través de la puerta a la gente, que gritaba y tropezaba con el cadáver de Ippolito. «Al menos, el alcalde aparenta serenidad —pensó D'Agosta—. Debió de presenciar cosas aún peores en su última conferencia de prensa».
—¡No pienso bajar! —insistió el director—. Cuthbert, Lavinia, escuchadme. Ese sótano es una trampa mortal; lo sé. Subiremos, nos esconderemos en el cuarto piso y regresaremos cuando el monstruo se haya marchado.
Los demás descendían ya por la escalera. D'Agosta oyó cómo la madera se astillaba. Se detuvo un momento y observó a las tres personas que vacilaban en el rellano.
—Es su última oportunidad de acompañarnos —dijo.
—Iremos con el doctor Wright —anunció la directora de relaciones públicas. A la luz de la linterna, su rostro demacrado y aterrado parecía una aparición.
El teniente se volvió sin decir palabra y siguió al grupo que descendía, oyendo cómo la voz desesperada de Wright suplicaba que subieran.