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De pie detrás del estrado, D'Agosta, que contemplaba la espalda de Wright mientras éste se dirigía al público, cogió su radio.

—¿Bailey? —susurró—. Cuando corten esa cinta, usted y McNitt se adelantarán al gentío. Sitúense detrás de Wright y el alcalde, y delante de todos los demás. ¿Entendido? Procuren pasar desapercibidos y no permitan que los aparten.

—Recibido, Loo.

—Cuando la mente humana evolucionó hasta la comprensión de los misterios del universo, la primera pregunta fue: ¿qué es la vida? Luego preguntó: ¿qué es la muerte? Hemos averiguado mucho sobre la vida. En cambio, pese a los avances tecnológicos, hemos averiguado muy poco acerca de la muerte y lo que hay más allá… —La multitud escuchaba, embelesada—. Hemos sellado la exposición para que ustedes, nuestros invitados de honor, sean los primeros en entrar. Verán muchos objetos raros y exquisitos, en su gran mayoría expuestos al público por primera vez. Verán imágenes hermosas y terribles, símbolos de la bondad y la maldad más espantosa, símbolos del esfuerzo del hombre por asimilar y comprender el misterio definitivo…

D'Agosta se preguntó qué habría sido del anciano conservador de la silla de ruedas. Se llamaba Frock. Había vociferado algo, y Cuthbert, el pope del acontecimiento, le había expulsado. Política museística, mucho peor aún que en One Police Plaza.

—Expreso mi más ferviente esperanza de que esta exposición iniciará una nueva era en nuestro museo, una era en que la innovación tecnológica y un renacimiento en la metodología científica se combinarán para infundir nuevo vigor al interés del público por los museos…

D'Agosta paseó la vista por la sala y se fijó en la posición que ocupaban sus hombres. Todos se hallaban en sus puestos. Cabeceó en dirección al guardia que custodiaba la entrada a la exposición y le ordenó que retirara la cadena de las pesadas puertas de madera.

Cuando el discurso concluyó, una salva de aplausos estalló de nuevo en el enorme recinto. Entonces Cuthbert regresó al estrado.

—Quiero dar las gracias a algunas personas…

D'Agosta consultó su reloj y se preguntó dónde estaría Pendergast. No había conseguido localizarlo en la sala, y el agente era un tipo que destacaba en la multitud.

Cuthbert sostenía en alto unas grandes tijeras que tendió al alcalde. Éste aferró un ojo y ofreció el otro a Wright, y ambos bajaron por los peldaños del estrado hasta una cinta suspendida ante la entrada de la exposición.

—¿A qué esperamos? —preguntó el alcalde, y soltó una carcajada.

Cortaron la cinta por la mitad ante una descarga de flashes, y dos guardias del museo abrieron lentamente las puertas. La orquesta interpretó The Joint Is Jumpin'.

—Ahora —dijo D'Agosta—. Ocupen sus puestos.

Mientras los aplausos y los vítores retumbaban, el teniente corrió a lo largo de la pared y entró en la exposición vacía. Tras efectuar una rápida inspección, habló por radio.

—Despejado.

Ippolito, que le pisaba los talones, lo miró con el entrecejo fruncido. Codo con codo, el director y el alcalde posaron para los fotógrafos ante la puerta y después, sonrientes, la cruzaron.

A medida que D'Agosta se adentraba en el recinto de la exposición, muy por delante del grupo, los vítores y aplausos se apagaban. En el interior, que olía a alfombras nuevas y polvo, con un tenue aroma a descomposición, hacía frío.

Wright y el director guiaban al alcalde. Detrás de ellos se apiñaba un inmenso océano de gente que estiraba el cuello, gesticulaba y hablaba. D'Agosta observó a la muchedumbre. «Una sola salida. Mierda».

Habló por radio.

—Walden, ordene a los guardias del museo que organicen mejor la entrada. Hay demasiada gente apelotonada.

—Diez-cuatro, teniente.

—Esto es un ara de sacrificios muy extraña de América Central —explicó Wright, sin soltar el brazo del alcalde—. Aquí está el Dios Sol, representado en la parte delantera, custodiado por jaguares. Los sacerdotes sacrificaban a las víctimas sobre el ara, les arrancaban el corazón aún palpitante y lo elevaban hacia el sol. La sangre se derramaba por estos canalones y se acumulaba en el fondo.

—Impresionante —dijo el alcalde—. No me iría mal una de éstas en Albany.

Wright y Cuthbert rieron, y sus carcajadas despertaron ecos en los objetos y las vitrinas.

Coffey se hallaba en el puesto de seguridad avanzado, de pie, con las piernas separadas, los brazos en jarras y el rostro inexpresivo. Casi todos los invitados se habían presentado, y quienes no lo habían hecho probablemente no se habían aventurado a salir de casa. La lluvia había arreciado, y cortinas de agua caían sobre la acera. Desde su posición, el agente veía con toda claridad a través de la puerta este la fiesta que se celebraba en el Planetario, una sala muy bonita, con estrellas que destellaban en la cúpula negra aterciopelada, suspendida a treinta metros de altura; galaxias y nebulosas brillantes formaban remolinos a lo largo de las paredes. Wright hablaba desde el estrado, y la ceremonia de inauguración no tardaría en concluir.

—¿Cómo va? —preguntó Coffey a uno de sus agentes.

—Nada anormal —contestó el hombre, examinando el tablero de seguridad—. Ni infracciones, ni alarmas. El perímetro está tranquilo como una tumba.

—Como a mí me gusta —comentó su superior.

Desvió la vista hacia el Planetario a tiempo de ver cómo los dos guardias abrían las enormes puertas que permitían el acceso a la exposición. Se había perdido el momento en que cortaban la cinta. La multitud avanzaba; los cinco mil a un tiempo, al parecer.

—¿Qué cojones tramará Pendergast? —preguntó Coffey a otro de sus agentes. Se alegraba de que el sureño no hubiera aparecido, pero le inquietaba pensar que andaba a su aire, sin control alguno.

—No lo he visto —respondió su subordinado—. ¿Quiere que llame al mando de seguridad?

—No —contestó Coffey—. Todo va mejor sin él, y sin problemas.

La radio de D'Agosta siseó.

—Aquí Walden. Escuche, necesitamos ayuda. A los guardias les cuesta mucho controlar a la muchedumbre. Hay demasiada gente.

—¿Dónde está Spencer? Tendría que estar por ahí. Ordénele que prohíba la entrada; que permita salir, pero no entrar. Mientras tanto, usted y los guardias del museo organicen una fila ordenada. Hay que dominar a ese gentío.

—Sí, señor.

La exposición se llenaba por momentos. Habían transcurrido veinte minutos, y Wright y el alcalde ya se encontraban cerca de la entrada posterior cerrada con llave. Al principio habían avanzado a buen paso, sin desviarse de los pasillos centrales hacia los secundarios. En aquellos momentos se habían detenido ante una vitrina, y el director explicaba algo al alcalde, mientras los invitados pasaban de largo, dirigiéndose a los rincones más retirados del recinto.

—No se alejen de la vanguardia —indicó D'Agosta a Bailey y McNitt, los dos agentes más avanzados.

El teniente continuó caminando y echó un rápido vistazo a dos hornacinas laterales. «Una exposición acojonante», pensó. Una casa encantada muy sofisticada, con todos los complementos pertinentes; la luz mortecina, por ejemplo, no tan tenue como para que los detalles escalofriantes pasaran desapercibidos. Como la imagen maléfica del Congo, con sus ojos saltones y el torso erizado de uñas afiladas. O la momia contigua, erguida en un expositor vertical, manchada de sangre. «Esto es increíble», pensó D'Agosta.

La multitud entró en el siguiente conjunto de nichos. Todo despejado.

—¿Cómo va, Walden? —preguntó por radio.

—Teniente, no encuentro a Spencer. No lo veo por ninguna parte y, con la gente que hay, no puedo abandonar la entrada para localizarlo.

—Mierda. De acuerdo, contactaré con Drogan y Frazier para que le echen una mano.

D'Agosta llamó por radio a una de las dos unidades de paisano que patrullaban en la fiesta.

—¿Me recibe, Drogan?

Una pausa.

—Sí, teniente.

—Quiero que Frazier y usted presten apoyo a Walden, en la entrada de la exposición.

—Diez-cuatro.

Miró alrededor. Más momias, ninguna cubierta de sangre. De pronto se detuvo, petrificado. «Las momias no sangran», pensó.

Dio media vuelta lentamente y se abrió paso entre la ansiosa muchedumbre de curiosos. Tal vez se tratase tan sólo de una idea enfermiza de un conservador, de un truco efectista. En cualquier caso, debía asegurarse.

La vitrina estaba rodeada de gente, al igual que las demás. D'Agosta avanzó y leyó la etiqueta: «Sepultura Anasazi de la Cueva de la Momia, Cañón del Muerto, Arizona».

Daba la impresión de que las franjas de sangre seca que manchaban la cabeza y el pecho de la momia procedían de arriba. El teniente se acercó cuanto pudo al expositor y alzó la vista. La parte superior de la vitrina, abierta, dejaba al descubierto un techo repleto de tuberías de vapor y conductos. Una mano, un reloj y el puño de una camisa azul sobresalían sobre el borde de la vitrina. Un pequeño coágulo de sangre seca colgaba del dedo corazón.

D'Agosta retrocedió hasta un rincón, miró alrededor y habló por la radio.

—D'Agosta llamando a mando de seguridad.

—Soy García, teniente.

—García, he descubierto un cadáver. Hay que desalojar el edificio. Si la gente lo ve y cunde el pánico, la hemos cagado.

—Cielos —exclamó García.

—Póngase en contacto con los guardias y Walden. Nadie más debe entrar en la exposición. ¿Comprendido? Quiero que evacuen el Planetario, por si hay una estampida. Saque a todo el mundo, procurando no alarmar a nadie. Ahora, póngame con Coffey.

—Recibido.

D'Agosta paseó la vista por el recinto tratando de localizar a Ippolito. La radio chirrió.

—Aquí Coffey. ¿Qué coño ocurre, D'Agosta?

—He descubierto un cadáver tendido en la parte superior de una vitrina. De momento soy el único que lo ha visto. Hemos de desocupar el edificio.

D'Agosta se interrumpió al oír una voz que, por encima del rumor de la muchedumbre, exclamaba:

—Esa sangre parece muy real.

—Allí arriba hay una mano —apuntó alguien.

Dos mujeres se apartaron de la vitrina y alzaron la vista.

—¡Es un cadáver! —afirmó una.

—No es real —replicó la otra—. Seguro que es un truco para la inauguración.

El teniente levantó las manos y se aproximó a la vitrina.

—¡Calma, por favor!

Tras un breve y aterrador instante de silencio, alguien vociferó:

—¡Un cadáver!

La multitud se removió un momento para luego adoptar una inmovilidad escalofriante. Después se oyó otro grito.

—¡Lo han asesinado!

La muchedumbre comenzó a dispersarse. Varias personas tropezaron y cayeron. Una mujer gruesa, ataviada con un vestido de noche, se derrumbó sobre D'Agosta y lo empujó contra la vitrina. El teniente se vio privado de aire cuando más cuerpos se precipitaron sobre él. De pronto notó que la vitrina empezaba a ceder.

—¡Esperen! —exclamó con voz quebrada.

Desde la oscuridad del techo, algo grande se desplomó sobre la apiñada multitud y arrojó al suelo a varios de los invitados. Debido a su precaria posición, D'Agosta sólo vio que la figura estaba cubierta de sangre y que era humana; tuvo la impresión de que carecía de cabeza.

El caos se desató. Gritos y chillidos resonaron en el abarrotado espacio, y la gente echó a correr. D'Agosta advirtió que la vitrina se ladeaba. Súbitamente la momia cayó sobre él, y un cristal se hundió en su palma. Intentó ponerse de pie, pero la muchedumbre enloquecida le arrolló.

Oyó el siseo de su radio, observó que aún la sujetaba con la mano derecha y la levantó hacia su cara.

—Soy Coffey. ¿Qué coño ocurre, D'Agosta?

—El pánico se ha desencadenado, Coffey. Tiene que evacuar de inmediato la sala, o… ¡Mierda! —exclamó cuando el histérico gentío le arrebató la radio.