A medida que se acercaban las siete, una confusión de taxis y limusinas se formaba ante la entrada oeste del museo. Personas vestidas con elegancia se apeaban con cautela; los hombres ataviados con esmóquines casi idénticos, las mujeres con pieles. Se abrían paraguas cuando los invitados avanzaban presurosos por la alfombra roja hacia la marquesina del edificio, con el fin de evitar la insistente lluvia que ya había convertido las aceras en ríos y las cunetas en torrentes.
En el interior, la Gran Rotonda, acostumbrada al silencio a una hora tan avanzada, resonaba con los ecos de miles de zapatos caros que cruzaban su extensión de mármol entre las hileras de palmeras que conducían al Planetario. La sala albergaba altísimos tallos de bambú adornados con ramos de orquídeas y sostenidos por maceteros guarnecidos con luces violetas.
En alguna parte una orquesta invisible interpretaba con brío New York, New York. Un ejército de camareros con corbata blanca, cargados con grandes bandejas de plata llenas de copas de champán y canapés, se abría paso con pericia entre la multitud. Riadas de invitados se unían a las filas de científicos y empleados del museo, que ya se habían lanzado sobre la comida. Focos de un azul pálido arrancaban destellos de las lentejuelas de los largos trajes de noche, ristras de diamantes, gemelos de oro y diademas.
De la noche a la mañana, la inauguración de la exposición «Supersticiones» se había convertido en el acontecimiento más importante de los círculos elegantes de Nueva York. Toda clase de personajes había hecho lo posible para acudir al evento y conocer la causa de tanto alboroto. Se habían enviado tres mil invitaciones y recibido cinco mil aceptaciones.
Smithback, ataviado con un esmoquin mal entallado de solapas anchas y puntiagudas, y una camisa con volantes, escudriñó el Planetario en busca de caras conocidas. Al final de la sala se alzaba una gigantesca plataforma; a un lado se hallaba la entrada de la exposición, adornada, cerrada con llave y custodiada. Una enorme pista de baile improvisada en el centro del recinto se llenaba a toda prisa de parejas. Una vez en el interior, Smithback se encontró rodeado al instante de innumerables conversaciones.
—Esa nueva psicohistoriadora ¿Grant? Bien, ayer me confesó por fin en qué había estado trabajando todo este tiempo. Escucha bien; intenta demostrar que las andanzas de Enrique IV después de la segunda cruzada no fueron más que una fuga de sus deberes de estado debida a la tensión emocional. Estuve a punto de decirle que…
—Me vino con la ridícula idea de que los Baños Estabianos eran un montón de establos para caballos. Ese hombre ni siquiera ha visitado Pompeya. No sabría distinguir la Villa de los Misterios de un Pizza Hut. Y tiene la cara dura de llamarse papirólogo…
—¿Mi nueva ayudante de investigaciones? ¿La de las tetas enormes? Bien, ayer estaba de pie junto al autoclave y dejó caer un tubo de ensayo lleno de…
Smithback respiró hondo y se abrió paso hacia las mesas de canapés. «Esto será fantástico», pensó.
Frente a las puertas principales de la Gran Rotonda, D'Agosta vio más destellos de flashes procedentes de un grupo de fotógrafos, y otro invitado distinguido cruzó la puerta; un tipo delgado y atractivo flanqueado por dos mujeres de aspecto demacrado.
Desde su posición, el teniente podía vigilar los detectores de metales, la gente que entraba y las multitudes que accedían al Planetario por la única puerta. El piso de la Rotonda estaba resbaladizo a causa del agua de lluvia, y la chica del guardarropa no cesaba de recoger paraguas. El FBI había instalado su puesto de seguridad avanzado en un rincón del fondo; Coffey quería controlar de cerca todos los acontecimientos de la noche. D'Agosta no pudo evitar reír. Habían intentado que pasara desapercibido, pero la red de cables eléctricos, telefónicos y de fibra óptica que se extendían como un pulpo desde el puesto conseguía que fuera tan discreto como una resaca de las malas.
Se oyó el estruendo de un trueno. Las copas de los árboles que flanqueaban el paseo paralelo al río Hudson se agitaron violentamente a causa del viento.
La radio de D'Agosta siseó.
—Teniente, tenemos otra discusión a causa del detector de metales.
D'Agosta oyó una voz chillona de fondo.
—Estoy segura de que usted me conoce.
—Échela. Hemos de lograr que esa multitud avance. Si no quieren pasar por el aro, sáquelos de la cola; están estorbando.
Cuando D'Agosta guardó la radio en el estuche, Coffey se acercó, seguido del jefe de seguridad del museo.
—¿Informe? —preguntó con brusquedad el agente.
—Todo el mundo está en su sitio. —El teniente retiró el puro de su boca y examinó el extremo humedecido—. Cuatro policías de paisano circulan por la fiesta. Cuatro de uniforme patrullan el perímetro con sus hombres. Cinco controlan el tráfico del exterior, y otros tantos supervisan los detectores de metales y la entrada. Cinco hombres uniformados se hallan dentro de la sala; dos de ellos me acompañarán a la exposición cuando corten la cinta. He apostado a un hombre en la sala de ordenadores, otro en la de control de seguridad…
Coffey entornó los ojos.
—Esos hombres uniformados que se mezclarán con los invitados en la exposición no estaban previstos en el plan.
—No es nada oficial. Sólo pretendo que estén cerca de la cabeza de la multitud a medida que vaya entrando. No se nos permitió rastrear la zona, ¿recuerda?
Coffey suspiró.
—Haga lo que le dé la gana, pero no quiero un jodido servicio de escolta. Procuren ser discretos y no bloquear la exposición, ¿de acuerdo?
D'Agosta asintió. Coffey se volvió hacia Ippolito.
—¿Y usted?
—Bien, señor, todos mis hombres están también en su sitio. Exactamente donde usted los quería.
—Estupendo. Mi base de operaciones estará aquí, en la Rotonda, durante la ceremonia. Después nos desplegaremos. Entretanto, Ippolito, adelántese con D'Agosta. Manténganse cerca del director y el alcalde. Ya conoce la rutina. D'Agosta, quiero que permanezca en segundo plano. Nada de chupar cámara; no la cague el último día. ¿Entendido?
Waters sentía el frío de la sala de ordenadores, bañada en luz de neón. Le dolía el hombro a causa del pesado fusil. Era el servicio más aburrido que le habían asignado. Echó un vistazo al chiflado (había empezado a llamarlo así mentalmente) que tecleaba. El tío llevaba horas tecleando y bebiendo Coca-Colas bajas en calorías. Waters meneó la cabeza. Lo primero que haría por la mañana sería pedir a D'Agosta un cambio de turno. Se volvería loco allí.
El chiflado se rascó la nuca y se estiró.
—Un día largo —comentó.
—Sí —contestó el agente.
—Casi he terminado. Es increíble lo que este programa puede hacer.
—Supongo que tiene razón —dijo Waters sin entusiasmo. Consultó su reloj; aún faltaban tres horas para el relevo.
—Mire.
El chiflado pulsó un botón. El policía se acercó un poco más a la pantalla y observó. Nada, sólo un puñado de palabras; un galimatías que debía de ser el programa.
De pronto apareció la imagen de una cucaracha en la pantalla. Al principio permaneció inmóvil, luego estiró sus patas verdes y comenzó a caminar sobre las palabras. Entonces otra cucaracha animada surgió en la pantalla. Ambos bichos repararon en su mutua presencia y se aproximaron. Empezaron a copular.
Waters miró al chiflado.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Siga mirando —contestó el chiflado.
Cuatro cucarachas nacieron al poco y se pusieron a copular. Al cabo de escasos momentos, la pantalla estaba plagada de aquellos insectos, que en un par de minutos engulleron las letras de la pantalla. Por último las cucarachas procedieron a devorarse entre sí. Pasado un instante, el monitor quedó en negro.
—Guay, ¿eh? —exclamó el chiflado.
—Sí —contestó Waters. Tras una pausa, añadió—: ¿Para qué sirve el programa?
—Sólo es… —El chiflado se mostró un poco confuso—. Sólo es un programa guay. No sirve para nada.
—¿Cuánto tiempo ha tardado en elaborarlo?
—Dos semanas —respondió el chiflado con orgullo—. En mi tiempo libre, por supuesto.
El chiflado se volvió hacia la terminal y continuó tecleando. Waters se apoyó contra la pared, cerca de la puerta de la sala de ordenadores. Oyó el sonido de un millar de pies, que se arrastraban y deslizaban en el piso de arriba, y la música de la orquesta que tocaba; el matraqueo de la batería, la vibración de los bajos, el lamento de los saxos. Y allí estaba él, atrapado en aquel pabellón de psicóticos, con un chiflado por única compañía. El momento de mayor emoción fue cuando éste se levantó para ir a buscar otra Coca-Cola baja en calorías.
De pronto oyó un ruido procedente del cuarto de la instalación eléctrica.
—¿Ha oído eso? —preguntó.
—No —respondió el chiflado.
Tras un largo silencio, sonó un golpe sordo.
—¿Qué coño es eso? —inquirió Waters.
—No lo sé —contestó el chiflado, que dejó de teclear y miró alrededor—. Tal vez debería echar un vistazo.
Waters acarició la pulida culata del fusil y miró la puerta que comunicaba con el cuarto. «Probablemente no será nada. La última vez, con D'Agosta, no fue nada». Debería entrar. Siempre podía pedir refuerzos al mando de seguridad, que se hallaba al final del pasillo. Su compañero García estaría allí. ¿O no?
El sudor cubrió su frente. Waters alzó un brazo instintivamente para enjugarlo y no hizo ademán de avanzar hacia la puerta del cuarto de la instalación eléctrica.