En la Gran Rotonda del museo, D'Agosta contemplaba divertido cómo dos fornidos obreros desenrollaban una alfombra roja entre dos hileras de palmeras, la extendían por el umbral de la puerta y la colocaban sobre la escalinata delantera.
«Se mojará», pensó. Comenzaba a oscurecer, y nubarrones de tormenta se habían acumulado hacia el norte y el oeste, como montañas sobre los árboles que, azotados por el viento, bordeaban Riverside Drive. Un trueno lejano hizo vibrar la vidriera de la Rotonda, y algunas gotas cayeron sobre el cristal mate de las puertas de bronce; se anunciaba una fuerte tormenta. La fotografía del satélite que habían enseñado en el telediario de la mañana no dejaba lugar a dudas. Aquella alfombra roja tan elegante se empaparía, al igual que mucha gente fina.
El museo había cerrado las puertas al público a las cinco de la tarde. Los distinguidos invitados no se presentarían hasta las siete. La prensa ya había acudido; furgonetas de televisión, fotógrafos que hablaban entre sí a voz en grito, equipos por doquier…
D'Agosta dio órdenes a través de su radio. Había apostado a casi dos docenas de hombres en lugares estratégicos; alrededor del Planetario y otras zonas del interior y el exterior del edificio. Era una suerte, pensó, que hubiera logrado orientarse por el museo. Dos de sus hombres se habían extraviado y sólo habían conseguido rescatarlos mediante mensajes por radio.
D'Agosta no estaba contento. En la reunión de las cuatro, había solicitado un rastreo final del recinto de la exposición. Coffey lo había vetado, así como las armas pesadas para los policías de paisano y uniformados que vigilarían la fiesta; podrían asustar a los invitados, había afirmado el subdirector. D'Agosta desvió la vista hacia los cuatro detectores de metales, equipados con correas transportadoras de rayos X. «Gracias a Dios, tenemos eso», pensó.
Se volvió y, una vez más, buscó con la mirada a Pendergast. No se había presentado a la reunión. De hecho, el teniente no lo había visto desde la entrevista que habían mantenido con Ippolito aquella mañana.
Su radio crepitó.
—¿Teniente? Soy Henley. Estoy delante de los elefantes disecados, pero no logro encontrar la Sala Marina. Creo que dijo…
D'Agosta le interrumpió:
—Henley, ¿ve esa puerta grande con colmillos? Bien, salga y gire dos veces a la izquierda. Llámeme cuando llegue a su puesto. Su compañero es Wilson.
—¿Wilson? Ya sabe que no me gusta tener por compañero a una mujer, señor…
—Otra cosa, Henley.
—¿Qué?
—Wilson llevará el fusil del doce.
—Espere un momento, teniente, está…
D'Agosta cortó.
Oyó un fuerte chirrido a su espalda, y una gruesa puerta de acero comenzó a descender desde el techo en el extremo norte de la Gran Rotonda; empezaban a cerrar el perímetro. Dos hombres del FBI se erguían en la oscuridad al otro lado de la puerta, con fusiles de cañón corto que no conseguían ocultar debajo de sus chaquetas. D'Agosta resopló.
Cuando la puerta de acero descansó sobre el suelo, se oyó un estruendo que resonó en el recinto. Antes de que el eco se desvaneciera, la puerta del extremo sur duplicó el ruido al descender. Sólo quedaba levantada la puerta este, donde terminaba la alfombra roja. «Cojones —pensó D'Agosta—, no me gustaría que se declarara un incendio».
Al oír una voz procedente del fondo de la sala, se volvió y vio a Coffey, que impartía órdenes a sus hombres. El agente lo miró.
—¡Eh, D'Agosta! —exclamó, indicándole por señas que se acercara.
El teniente no obedeció. Coffey caminó hacia él contoneándose, con el rostro sudoroso. Artilugios y armas de que D'Agosta había oído hablar, pero nunca visto, colgaban del grueso cinturón del agente.
—¿Está sordo, D'Agosta? Quiero que dos de sus hombres vigilen esta puerta. Nadie debe entrar ni salir.
«Caramba —pensó el policía—. Hay cinco tíos del FBI tocándose los huevos en la Gran Rotonda».
—Todos mis hombres están ocupados, Coffey. Utilice a un par de sus Rambos. He observado que ha desplegado a casi todos sus hombres en la parte exterior del perímetro. He de apostar mis fuerzas en el interior para proteger a los invitados, por no mencionar a los que se encargan del tráfico en la calle. El resto del museo estará casi vacío, y la fiesta contará con escasa protección. No me gusta esto.
Coffey se subió el cinturón y le lanzó una mirada amenazadora.
—¿Sabe una cosa? Me importa una mierda que no le guste. Limítese a hacer su trabajo. Y mantenga un canal abierto para mí.
Se alejó a grandes zancadas.
Blasfemando en voz baja, el teniente consultó su reloj; sesenta minutos para el gran acontecimiento.