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Cuando el chófer del Buick se alejó, Pendergast, que sujetaba dos tubos largos de cartón bajo el brazo, subió por los peldaños que conducían a una entrada lateral del museo. Enseñó su identificación al guardia de seguridad.

Ya en el puesto de mando provisional, cerró la puerta de su despacho y extrajo de los tubos varios planos amarillentos que extendió sobre el escritorio.

Apenas se movió durante la siguiente hora, que dedicó a estudiar los planos, con la cabeza apoyada sobre las manos. De vez en cuando apuntaba algunas palabras en una libreta o consultaba las hojas mecanografiadas que había en una esquina de la mesa.

De repente se puso en pie. Echó un último vistazo a los planos y deslizó lentamente un dedo de un punto a otro al tiempo que se humedecía los labios. A continuación recogió casi todas las hojas, las devolvió a los tubos de cartón y los guardó en la taquilla. Dobló el resto y lo depositó en una bolsa de tela de dos asas que descansaba sobre el escritorio. Abrió un cajón para sacar un Colt 45 Anaconda, estrecho, largo y de aspecto siniestro, que encajó a la perfección en la pistolera sujeta bajo su brazo izquierdo. Introdujo un puñado de municiones en el bolsillo. También sacó del cajón un objeto amarillo, grande y voluminoso, que guardó en la bolsa de tela. Por último se alisó el traje, enderezó su corbata, deslizó la libreta en el bolsillo interior de su chaqueta, recogió la bolsa de tela y salió del despacho.

Nueva York tenía poca memoria para la violencia, y ríos de visitantes inundaban de nuevo los inmensos espacios públicos del museo. Grupos de niños se congregaban alrededor de las vitrinas, pegaban la nariz al cristal, señalaban y reían. Los padres revoloteaban en las cercanías, pertrechados con planos y cámaras. Visitas guiadas desfilaban, recitando letanías. Los guardias vigilaban en las puertas. Pendergast logró pasar desapercibido.

Entró con parsimonia en el Planetario. Palmeras plantadas en macetas flanqueaban la enorme sala, y un pequeño ejército de trabajadores se ocupaban de los últimos preparativos. Dos técnicos probaban el sonido en la plataforma del estrado, mientras se colocaban fetiches de imitación sobre un centenar de manteles blancos. El rumor de la actividad ascendía por las columnas corintias hasta la inmensa cúpula.

Pendergast consultó el reloj: las cuatro en punto. Todos los agentes estarían reunidos con Coffey para presentar sus informes. Cruzó a toda prisa la sala en dirección a la entrada precintada de «Supersticiones». Tras un breve intercambio de palabras, el agente uniformado de guardia abrió la puerta.

Varios minutos después, el agente del FBI abandonó la exposición. Se detuvo un momento, pensativo, y volvió a cruzar la sala en dirección a los pasillos exteriores. Se adentró en las silenciosas dependencias privadas del museo, alejadas de los espacios públicos. Se encontraba en las zonas de almacenamiento y laboratorios, prohibidas a los turistas. Los techos altos y las enormes galerías decorativas daban paso a monótonos corredores flanqueados de armarios. Las tuberías rugían y siseaban sobre su cabeza. Se detuvo en lo alto de una escalera metálica para mirar alrededor un momento, consultar la libreta y cargar el arma. Por último se internó en los intrincados laberintos del oscuro corazón del museo.