37

Un sonoro estornudo hizo vibrar vasos de precipitación y especímenes de plantas secas desechados en el laboratorio botánico auxiliar del museo.

—Perdón —se disculpó Kawakita y sorbió por la nariz—. Alergia.

—Toma un pañuelo —ofreció Margo.

Introdujo la mano en su bolso. Había escuchado la descripción de Kawakita del programa genético Extrapolador. «Es brillante —pensó—. Apuesto a que casi toda la teoría fue suministrada por Frock».

—En cualquier caso —dijo Kawakita—, se empieza con secuencias genéticas de dos animales o plantas. Eso se introduce y se obtiene una extrapolación, es decir, una estimación del ordenador sobre el vínculo evolutivo entre las dos especies. El programa empareja automáticamente fragmentos de ADN, compara secuencias similares y define cómo podría ser la forma extrapolada. Como ejemplo, haré una prueba con ADN de chimpancé y de humano. Deberíamos obtener la descripción de alguna forma intermedia.

—El eslabón perdido —Margo asintió—. No me digas que también realiza un dibujo del animal.

—¡No! —Kawakita rió—. Me concederían el premio Nobel si pudiera hacerlo. Facilita una lista, no definitiva, sino probable, de las características morfológicas y de conducta que el animal o la planta podría poseer. Y no se trata de una lista completa, por supuesto. Lo verás cuando terminemos la prueba.

Tecleó una serie de instrucciones, y los datos comenzaron a desfilar por la pantalla del ordenador; una progresión rápida y ondulante de ceros y unos.

—Esto se puede eliminar —aclaró Kawakita—, pero me gusta ver los datos volcados del secuenciador genético. Es tan hermoso como contemplar un río, lleno de truchas, a ser posible.

Al cabo de unos cinco minutos, los datos dejaron de aparecer y la pantalla proyectó una tenue luz azul. Entonces surgió la cara de Moe, de los Three Stooges,[7] y por el altavoz del ordenador se oyó:

—¡Pienso, pienso, pero no pasa nada!

—Esto significa que el programa está funcionando —explicó Kawakita, y rió su broma—. Puede tardar una hora, según lo alejadas que estén las dos especies.

Un mensaje apareció en la pantalla: «Tiempo estimado de conclusión: 3.03.40 min.».

—Chimpancés y humanos están muy próximos. Comparten el 98 por ciento de los genes. Esto debería ir deprisa.

Una bombilla encendida se materializó de repente sobre la cabeza de Moe.

—¡Hecho! —exclamó Kawakita—. Vamos a ver los resultados.

Pulsó una tecla. En la pantalla del ordenador apareció:

PRIMERA ESPECIE:

Especie: Pan troglodytes.

Género: Pan.

Familia: Pongidae.

Orden: Primata.

Clase: Mammalia.

Filum: Chordata.

Reino: Animal.

SEGUNDA ESPECIE:

Especie: Homo sapiens.

Género: Homo.

Familia: Hominidae.

Orden: Primata.

Clase: Mammalia.

Filum: Chordata.

Reino: Animal.

Coincidencia genética global: 98,4%.

—Lo creas o no —dijo Kawakita—, la identificación de estas dos especies se ha llevado a cabo sólo por los genes. No indiqué al ordenador qué eran esos dos organismos. Es un buen método para demostrar a los incrédulos que el Extrapolador no es una farsa o un juguete. Sea como sea, ahora obtendremos una descripción de la especie intermedia. En este caso, como tú has dicho, el eslabón perdido.

Características morfológicas de la forma intermedia:


Ágil.

Capacidad cerebral: 750 cc.

Bípedo, postura erecta.

Pulgar oponible.

Pérdida de oponibilidad en dedos pies.

Dimorfismo sexual por debajo de lo normal.

Peso macho adulto: 55 kg.

Peso hembra adulta: 45 kg.

Período de gestación: ocho meses.

Agresividad: de baja a moderada.

Período de ciclo en hembra: suprimido.

La lista proseguía, cada vez más oscura. Bajo «osteología», Margo no comprendió casi nada.

Proceso foraminal parietal atávico.

Cresta ilíaca muy reducida.

10-12 vértebras torácicas.

Trocánter mayor parcialmente articulado.

Borde prominente de la órbita.

Frontal atávico con proceso zigomático prominente.

«Eso debe de significar frente de escarabajo», pensó Margo.

Diurno.

Parcial o totalmente monógamo.

Vive en grupos sociales cooperativos.

—Vamos, vamos, ¿cómo puede el programa deducir cosas como ésas? —preguntó Margo señalando «monógamo».

—Hormonas —contestó Kawakita—. Hay un gen que codifica una hormona existente en especies mamíferas monógamas, pero no en las promiscuas. En los humanos, esta hormona está relacionada con el emparejamiento. No está presente en los chimpancés, que son animales muy promiscuos. Y el hecho de que el período de celo de la hembra esté suprimido… Sólo aparece en especies relativamente monógamas. El programa utiliza todo un arsenal de herramientas (sutiles algoritmos AI, lógica difusa), con el fin de interpretar el efecto de conjuntos de genes sobre el comportamiento y el aspecto de determinado organismo.

—¿Algoritmos AI? ¿Lógica difusa? Creo que me he perdido.

—Bien, no importa. Tampoco necesitas conocer todos los secretos. Se trata de hacer pensar al programa más como una persona que como un ordenador normal. Lanza suposiciones, utiliza la intuición. Esa característica en concreto, «cooperativo», se extrapola a partir de la presencia o ausencia de ochenta genes diferentes.

—¿Eso es todo? —bromeó Margo.

—No. También se puede utilizar el programa para conjeturar el tamaño, la forma y la conducta de un solo organismo, introduciendo el ADN de un solo ser en lugar de dos, es decir, inutilizando la extrapolación lógica. Si no me retiran la subvención, añadiré dos módulos más a este programa. El primero extrapolará hacia el pasado de una especie, y el segundo hacia el futuro. En otras palabras, podremos descubrir más cosas sobre seres extintos del pasado y conjeturar sobre criaturas del futuro. —Sonrió—. No está mal, ¿eh?

—Es asombroso —se maravilló Margo. Temió que su proyecto de investigación pareciera insignificante en comparación—. ¿Cómo lo desarrollaste?

Kawakita vaciló, mirándola con suspicacia.

—Cuando empecé a trabajar con Frock, me comentó que estaba frustrado por las diferencias del archivo de fósiles. Quería llenar los huecos, averiguar cuáles eran las formas intermedias. De modo que elaboré este programa. Él me facilitó casi todas las tablas normativas. Comenzamos a probarlo con diversas especies; chimpancés y humanos, así como bacterias varias de las que teníamos numerosos datos genéticos. Entonces ocurrió algo increíble. Frock, el viejo demonio, lo esperaba, pero yo no. Comparamos al perro doméstico con la hiena, y no obtuvimos una especie intermedia, sino una forma de vida extraña, muy diferente al perro o la hiena. Esto también sucedió con otros pares de especies. ¿Sabes qué dijo Frock?

Margo negó con la cabeza.

—Sonrió y dijo: «Ahora ya conoces el verdadero valor de este programa». —Kawakita se encogió de hombros—. Mi programa otorgó validez a la teoría del Efecto Calisto al demostrar que pequeñas modificaciones en el ADN pueden desencadenar a veces cambios radicales en un organismo. Me cabreé un poco, pero Frock trabaja así.

—No me extraña que Frock tuviera tantas ganas de que yo utilizara el programa —dijo Margo—. Esto puede revolucionar el estudio de la evolución.

—Sí, aunque de momento nadie le presta atención —afirmó con amargura Kawakita—. Últimamente todo lo relacionado con Frock es como el beso de la muerte. Es decepcionante dedicarte en cuerpo y alma a un proyecto y que luego la comunidad científica te ignore. Entre nosotros, Margo, pienso abandonar a Frock como supervisor e integrarme al grupo de Cuthbert. Creo que podría llevarme casi todo el material en que he trabajado. Tal vez también tú deberías planteártelo.

—Gracias, pero me quedaré con Frock —replicó Margo, ofendida—. No me habría dedicado a la genética de no haber sido por él. Le debo mucho.

—Como quieras. De todas formas, quizá no puedas quedarte en el museo, ¿verdad? Al menos, eso me ha comentado Bill Smithback. Yo he invertido todo en este lugar. Mi filosofía es: «Sólo te debes a ti». Mira alrededor. Piensa en Wright, Cuthbert, todos los demás. ¿Se preocupan de alguien aparte de sí mismos? Tú y yo somos científicos. Sabemos que sólo sobrevive el más apto y que hay que combatir con uñas y dientes. La lucha por la supervivencia también se aplica a los científicos.

Margo clavó la mirada en los centelleantes ojos de su compañero. En cierto sentido, tenía razón. Sin embargo, ella consideraba que los seres humanos, después de haber descifrado las brutales leyes de la naturaleza, tal vez podían trascender algunas.

Decidió cambiar de tema.

—¿El ESG funciona igual con ADN de plantas que de animales?

—Exactamente igual —contestó Kawakita, recuperando el tono magistral—. Aplicas el secuenciador de ADN a dos especies de plantas y luego introduces los datos en el Extrapolador, que indicará el porcentaje de coincidencia que presentan y describirá la forma intermedia. No te sorprendas si el programa hace preguntas o comentarios. Añadí algunos toques frívolos mientras desarrollaba las partes de inteligencia artificial.

—Creo que he captado la idea —dijo Margo—. Gracias. Has hecho un trabajo fenomenal.

Kawakita le guiñó un ojo y se acercó.

—Me debes una, nena.

—Cuando quieras —dijo ella.

«Me debes una, nena». No le gustaba la gente que hablaba así. Y cuando Kawakita lo decía, hablaba en serio.

El hombre se estiró y volvió a estornudar.

—Me voy. Comeré algo, iré a casa y me pondré el esmoquin para la fiesta de esta noche. Todo el mundo se ha marchado ya. Fíjate en este laboratorio; está desierto.

—Conque esmoquin, ¿eh? Yo he traído el vestido esta mañana. Es bonito, aunque no es un Nipon original o algo por el estilo.

Kawakita se inclinó hacia ella.

—Hay que vestirse bien para triunfar, Margo. Los poderes establecidos ven a un tipo en camiseta y, aunque sea un genio, no pueden imaginarle como director del museo.

—¿Quieres ser director?

—Pues claro —respondió él, sorprendido—. ¿Tú no?

—¿No basta con ser un buen científico?

—Cualquiera puede ser buen científico. Me gustaría ocupar un cargo importante. Como director, puedes hacer mucho más por la ciencia que un investigador encerrado en un sucio laboratorio como éste. Hoy no basta con realizar investigaciones notables. —Le dio una palmada en la espalda—. Que te diviertas. Y no rompas nada.

Se marchó, y el laboratorio quedó en silencio.

Margo permaneció sentada unos momentos, inmóvil. Después abrió la carpeta que contenía los especímenes de plantas kiribitu. Sin embargo, no pudo evitar pensar que había cosas más importantes que hacer. Cuando por fin había conseguido contactar por teléfono con Frock y le había descrito lo poco que habían encontrado en la caja, el hombre había enmudecido, como si, de repente, todas sus fuerzas le hubieran abandonado. Le notó tan deprimido que no se había atrevido a hablarle del diario y la falta de nueva información.

Consultó el reloj; pasaba de la una. Tardaría mucho tiempo en someter cada espécimen de planta al secuenciador de ADN y tenía que terminar las secuencias antes de utilizar el Extrapolador de Kawakita. No obstante, como Frock le había recordado, aquél era el primer intento de llevar a cabo un estudio metódico de un sistema de clasificación de plantas primitivas. Con ese programa podría confirmar que los kiribitu, con su extraordinario conocimiento de las plantas, las habían clasificado desde un punto de vista biológico. El programa le permitiría obtener plantas intermedias, especies hipotéticas cuyos auténticos duplicados tal vez podrían encontrarse en la selva tropical que habitaban los kiribitu. Al menos, ésa era la intención de Frock.

Para secuenciar el ADN de una planta, Margo debía separar cada parte del espécimen. Aquella mañana, después de un largo intercambio de correo electrónico, había recibido permiso para coger un decigramo de cada especie. Apenas era suficiente.

Contempló los delicados ejemplares, que olían levemente a hierba y especias. Algunos eran potentes alucinógenos, utilizados por los kiribitu en ceremonias religiosas. Otros eran medicinales, y tal vez serían de gran valor para la ciencia moderna.

Cogió la primera planta con unas pinzas y separó la parte superior de la hoja. La molió en un mortero con una enzima suave que disolvería la celulosa y causaría la lisis del núcleo de las células, liberando así el ADN. Trabajó con rapidez y meticulosidad. Añadió las enzimas apropiadas, centrifugó el resultado y efectuó una evaluación. Después repitió el proceso con las demás plantas.

El centrifugado final tardó diez minutos, y mientras la materia vibraba en la caja metálica gris, Margo volvió a sentarse y dejó vagar sus pensamientos. Se preguntó que tal le iría a Smithback en su nuevo papel de paria del museo. Se preguntó, con una pequeña punzada de temor, si la señora Rickman se habría percatado de la desaparición del diario. Recordó la descripción de los últimos días en la tierra de Whittlesey. Imaginó a la anciana, apuntando con un dedo sarmentoso hacia la estatuilla de la caja, advirtiendo a Whittlesey de la maldición. Imaginó el decorado; la cabaña en ruinas, invadida por plantas trepadoras y moscas que zumbaban al sol. ¿De dónde habría salido la mujer? ¿Por qué había huido? Luego imaginó que Whittlesey respiraba hondo, se internaba en la oscura y misteriosa cabaña por primera vez…

«Espera un momento», pensó. El diario refería que se habían topado con la anciana antes de entrar en la cabaña desierta. Además, la carta que había hallado oculta en la tapa de la caja indicaba con toda claridad que Whittlesey había descubierto la estatuilla en el interior de la cabaña. Había entrado en ella después de que la anciana hubiera escapado.

La vieja, pues, no miraba la estatuilla cuando proclamó que Mbwun estaba en la caja. «Debió ver otra cosa a la que llamó Mbwun». Nadie había reparado en ese detalle porque no habían encontrado la carta de Whittlesey. Por eso habían pensado que Mbwun era la talla.

Estaban equivocados. Mbwun, el verdadero Mbwun, no era una estatuilla. ¿Qué había dicho la mujer? «Ahora hombres blancos vienen a llevarse a Mbwun. ¡Cuidado, maldición de Mbwun os destruirá! ¡Llevaréis muerte a vuestro pueblo!»

Y así había ocurrido. La muerte había llegado al museo. ¿A qué objeto introducido en la caja podía referirse? Margo sacó una libreta de su bolso y reconstruyó a toda prisa una lista de lo que había descubierto en la caja de Whittlesey el día anterior: «Prensadora de plantas, dardos con cerbatana, disco con incisiones (encontrado en la cabaña); boquillas, cinco o seis tarros con ranas y salamandras conservadas (creo); plumas de ave, puntas de flecha de pedernal y puntas de lanza, matraca de chamán, manta».

«¿Qué más?» Rebuscó en su bolso, donde guardaba la prensadora de plantas, el disco y la matraca del chamán. Los depositó sobre la mesa.

La matraca deteriorada era interesante, pero poco extraordinaria. Había visto varios ejemplares más exóticos en la exposición «Supersticiones».

El disco resultaba intrigante. Representaba alguna clase de ceremonia; gente de pie en un lago poco profundo, inclinada, con algunas plantas en las manos y cestas a la espalda. Muy raro. En cualquier caso, no parecía un objeto de veneración.

La lista no servía de gran ayuda. Nada de lo que había visto en el interior de la caja se le había antojado especialmente demoníaco y capaz de inspirar tanto terror a la anciana.

Margo desenroscó con cuidado la pequeña y oxidada prensadora de plantas. Los tornillos y la madera sujetaban el papel secante. La abrió y sacó la primera hoja. Tenía un tallo y varias flores pequeñas. No identificó aquel ejemplar, que no parecía demasiado interesante a simple vista.

Las siguientes láminas de la prensadora contenían flores y hojas. Quien las había recogido no era un botánico profesional, decidió Margo. Whittlesey, un antropólogo, habría recogido aquellos especímenes por parecerle vistosos y raros. Sacó todas las muestras y en la parte posterior encontró la nota que buscaba.

«Selección de plantas encontradas en jardín infestado de malas hierbas cerca de cabaña (¿kothoga?) el 16 de septiembre de 1987. Podrían ser especies cultivables, y algunas, invasoras por abandono». Había un pequeño dibujo del lugar que mostraba la localización de varias plantas. «Antropología —pensó—, no botánica». Aun así, respetaba el interés de Whittlesey por la relación entre los kothoga y las plantas.

Continuó la inspección. Una planta le llamó la atención. Constaba de un tallo largo y fibroso y una única hoja redonda en la parte superior. Margo reconoció que se trataba de una especie de planta acuática, similar a un nenúfar. «Debía crecer en una zona propensa a las inundaciones», supuso.

Entonces observó que el disco encontrado en la cabaña representaba aquella planta. Lo examinó con mayor atención. Aparecía gente que recogía aquellas plantas en el pantano, en una especie de ceremonia. Las caras de las figuras eran retorcidas, transidas de pesar. Muy extraño. Se sintió satisfecha por haber establecido la relación. Podría escribir un interesante artículo para la Revista de Etnobotánica.

Apartó el disco a un lado, volvió a montar la prensadora y la enroscó. Un pitido sonó; el centrifugado había terminado, y el material estaba preparado.

Abrió la centrifugadora y deslizó una varilla de cristal en la fina capa de material posada en el fondo del tubo. La aplicó con cuidado al gel que había en la bandeja e introdujo ésta en la máquina de electroforesis. «A esperar otra media hora», pensó.

Se detuvo antes de accionar el interruptor. No podía dejar de pensar en la anciana y el misterio de Mbwun. ¿Se habría referido a las vainas, las que parecían huevos? No; no estaban en la caja de Whittlesey porque Maxwell se las había llevado. ¿Sería una de las ranas o salamandras de los tarros, o una de las plumas de ave? Parecía un lugar improbable para el hijo del diablo. Y no podían ser las plantas, porque estaban ocultas en la prensadora.

¿Qué era, pues? ¿Habría armado la anciana un escándalo por nada?

Margo suspiró, puso en funcionamiento la máquina y se sentó. Guardó la prensadora y el disco en el bolso y retiró unas fibras de embalaje adheridas a la prensadora. Había algunas más dentro del bolso; otra razón para limpiarlo.

Las fibras de embalar.

Picada por la curiosidad, cogió una con las pinzas y la depositó sobre la platina del microscopio. Era larga e irregular, como la vena fibrosa de una planta de tallo duro. Tal vez las mujeres kothoga las aplastaban para usos domésticos. Observó las células individuales, que despedían un tenue brillo; los núcleos aparecían más brillantes que el ectoplasma circundante.

¿No mencionaba Whittlesey en el diario que algunos tarros con especímenes se habían roto y que por eso necesitaba volver a embalar la caja? Habrían arrojado el material de embalar antiguo empapado de formol, cerca de la cabaña y vuelto a embalar la caja con material encontrado por los alrededores; fibras preparadas por los kothoga, tal vez, para entretejer con tela áspera o para la producción de cáñamo.

¿Podría haberse referido la mujer a las fibras? Parecía imposible. No obstante, Margo no podía reprimir su curiosidad profesional. ¿Habrían cultivado la planta los kothoga?

Extrajo unas cuantas fibras y las colocó en otro mortero, añadió unas gotas de enzima y las machacó. Si secuenciaba el ADN, podría utilizar el programa de Kawakita para identificar, al menos, el género o la familia de la planta.

Al cabo de poco rato, el ADN centrifugado estuvo preparado para la máquina de electroforesis. Siguió el procedimiento habitual y después conectó la corriente. Poco a poco, empezaron a formarse las bandas oscuras a lo largo del gel electrificado.

Media hora después, la luz roja de la máquina de electroforesis se apagó. Margo sacó la bandeja de gel y empezó a registrar la posición de los puntos y bandas de los nucleótidos migrados e introdujo los resultados en el ordenador.

Tecleó la última posición, indicó al programa de Kawakita que buscara coincidencias con organismos conocidos, dio la orden de imprimir y esperó. Por fin, las páginas comenzaron a salir.

En la primera hoja, el ordenador había impreso:

Especie: Desconocida. 10% coincidencias genéticas aleatorias con especies conocidas.

Género: Desconocido.

Familia: Desconocida.

Orden: Desconocido.

Clase: Desconocida.

Filum: Desconocido.

Reino: Desconocido.

«¡Joder, Margo! ¿Qué has metido aquí? Ni siquiera sé si es animal o vegetal. ¡Es increíble el tiempo que ha tardado el aparato en darse cuenta!»

Margo no pudo evitar sonreír. Así era como el sofisticado experimento en inteligencia artificial desarrollado por Kawakita se comunicaba con el mundo exterior. Y los resultados eran absurdos. ¿Reino desconocido? El maldito programa ni siquiera sabía distinguir si era animal o vegetal. De pronto Margo creyó adivinar por qué Kawakita se había mostrado tan reticente a enseñarle el programa, por qué había hecho falta una llamada a Frock para convencerle. En cuanto se salía de los dominios conocidos, el programa fallaba.

Examinó las hojas impresas. El ordenador había identificado muy pocos genes del espécimen. Había los normales, comunes a casi toda forma de vida: unas pocas proteínas del ciclo respiratorio, citocromo Z y otros genes universales. También aparecían algunos genes vinculados a la celulosa, clorofilas y azúcares, genes de plantas específicos.

Tecleó: «¿Por qué no puedes averiguar si es animal o vegetal? Veo montones de genes de vegetales aquí».

Hubo una pausa.

«¿No has observado también los genes de animal? Pasa los datos por GenLab».

«Bien pensado», decidió Margo. Llamó a GenLab por el módem, y el familiar logo azul no tardó en aparecer en la pantalla. Comparó los datos del ADN de las fibras con el subbanco botánico. Los mismos resultados: casi nada; algunas coincidencias con azúcares y clorofilas vulgares.

Guiada por un impulso, cotejó los datos del ADN con todo el banco de datos.

Tras una larga pausa, un alud de información invadió la pantalla. La joven pulsó una serie de teclas y ordenó a la terminal que retuviera los datos. Existían numerosas coincidencias con una diversidad de genes de que nunca había oído hablar.

Salió de GenLab, introdujo los datos obtenidos en el programa de Kawakita y le ordenó definir qué proteínas codificaban los genes.

Una complicada lista de proteínas creadas por cada gen comenzó a desfilar por la pantalla.

Colágeno de glicotetraglicina.

Hormona tirotrófica de Weinstein, adenosina 2, 6 (g. positivos).

Hormona supresora, 1, 2, 3, oxitocina 4-monoxitocina.

Diglicérido 2,4; dietilglobulina cicloalanina.

Gammaglobulina A, x-y (L+).

Hormona corticotrófica hipotalámica (L-); queratina conjuntiva (2, 3 mureína) 1-1-1 sulfágeno, III-IV involución.

Cápside proteínico de retrovirus ambiloide hexagonal.

Retrotranscriptasa enzimática.

La lista seguía y seguía. «Muchas parecen hormonas —pensó Margo—. Pero ¿qué clase de hormonas?»

Localizó un ejemplar de la Enciclopedia de bioquímica que acumulaba polvo sobre un estante y buscó «colágeno de glicotetraglicina».

Una proteína común a la mayor parte de seres vertebrados. Es la proteína que liga el tejido muscular al cartílago.

Margo pasó a la «hormona tirotrófica de Weinstein»:

Hormona talámica presente en los mamíferos que incrementa la liberación de la epinefrina neurotransmisora de la glándula tiroides. Interviene en el conocido síndrome de «lucha o huye» al acelerar el corazón, aumentar la temperatura corporal y, tal vez, acrecentar la agudeza cerebral.

Un terrible pensamiento comenzó a formarse en la mente de Margo. Buscó «hormona supresora 1, 2, 3, oxitocina 4-monoxitocina»:

Hormona secretada por la glándula hipotalámica humana. Su función aún no ha sido determinada. Estudios recientes han demostrado que tal vez regule los niveles de testosterona en el flujo sanguíneo durante períodos de gran tensión (Bouchard, 1992; Dennison, 1991).

Margo volvió a sentarse, estremecida, y el libro cayó al suelo con un estrépito sordo. Mientras descolgaba el auricular del teléfono, consultó su reloj; las tres y media.