36

Pendergast, sentado detrás del escritorio en el puesto de mando, jugaba, absorto, con un antiguo rompecabezas mandarín fabricado con latón y cuerda de seda anudada. Detrás de él, los acordes de un cuarteto de cuerda surgían de los altavoces de un pequeño magnetófono. El agente no levantó la vista cuando D'Agosta entró.

—El Cuarteto de cuerda en fa mayor, opus 135, de Beethoven —dijo—. Estoy seguro de que usted ya lo sabía, teniente. Es el cuarto movimiento allegro, conocido como Der schwer gefasse Entschuluss; la «resolución difícil». Un título que podría aplicarse a este caso, al igual que al movimiento. Resulta asombroso cómo el arte imita a la vida, ¿no le parece?

—Son las once —dijo D'Agosta.

—Ah, por supuesto. —Echando la silla hacia atrás, Pendergast se levantó—. El jefe de seguridad nos debe una visita guiada. ¿Vamos?

El propio Ippolito abrió la puerta del mando de seguridad. A D'Agosta el lugar le recordó la sala de control de una central nuclear. Una inmensa ciudad en miniatura de rejillas iluminadas, dispuestas en complicadas formas geométricas, ocupaba toda una pared. Dos guardias vigilaban una serie de pantallas de circuito cerrado. El teniente reconoció en el centro la caja de relés de las estaciones repetidoras utilizadas para fortalecer las señales de las radios que portaban los policías y los guardias del museo.

—Éste —dijo Ippolito, al tiempo que tendía las manos y sonreía— es uno de los más sofisticados sistemas de seguridad. Fue diseñado especialmente para el museo. Nos costó una pasta, se lo aseguro.

Pendergast miró alrededor.

—Impresionante —comentó.

—Es de diseño —insistió Ippolito.

—Sin duda —repuso el agente—, pero lo que me preocupa en este momento, señor Ippolito, es la seguridad de los cinco mil invitados que se congregarán aquí esta noche. Explíqueme cómo funciona el sistema.

—Fue ideado para impedir los robos —explicó el jefe de seguridad—. Muchas de las piezas más valiosas del museo llevan un chip fijo en un lugar discreto. Cada chip transmite una tenue señal a una serie de receptores diseminados por el edificio. Si el objeto se mueve, aunque sea un centímetro, se dispara una alarma que señala la localización de la pieza.

—¿Qué ocurre a continuación? —preguntó el teniente D'Agosta.

Ippolito sonrió. Se acercó a una consola y pulsó varios botones. Una enorme pantalla iluminó planos de los pisos del museo.

—El interior del edificio está dividido en cinco módulos, cada uno de los cuales abarca cierto número de salas de exposición y zonas de almacenamiento. En su gran mayoría, van desde el sótano hasta la planta superior, pero, dada la estructura arquitectónica del museo, los perímetros de los módulos dos y tres son más complicados. Cuando se acciona un interruptor de este panel, gruesas puertas de acero caen desde el techo para cerrar los pasajes interiores que separan los distintos módulos. Todas las ventanas del museo están enrejadas. Al aislar un determinado módulo, el ladrón queda atrapado. Puede deambular por el interior de una sección, pero no salir. La red fue diseñada de tal manera que las salidas son externas a ella, lo cual facilita el control. —Se acercó a los planos—. Supongamos que alguien intenta robar un objeto y, cuando los guardias llegan, ya se ha marchado de la sala. Bien, no importa, pues al cabo de pocos segundos, el chip enviará una señal al ordenador, con la directriz de que selle todo el módulo. El proceso es automático. El ladrón está atrapado en el interior.

—¿Qué ocurriría si retirara el chip antes de huir? —preguntó D'Agosta.

—Los chips son sensibles al movimiento —respondió Ippolito—. La alarma también se dispararía, y las puertas de seguridad descenderían al instante. El ladrón no conseguiría salir, por muy rápido que fuera.

Pendergast asintió.

—¿Cómo se abren de nuevo las puertas una vez el ladrón ha sido atrapado?

—Desde esta sala de control se abre cualquier juego de puertas, cada una de las cuales dispone de un anulador manual. De hecho, se trata de un teclado. Si se teclea el código correcto, la puerta se alza.

—Muy bonito —murmuró Pendergast—, pero todo el sistema está orientado a impedir que alguien salga. Nos enfrentamos a un asesino que quiere quedarse dentro. ¿Cómo logrará todo esto garantizar la seguridad de los invitados de esta noche?

Ippolito se encogió de hombros.

—Muy sencillo. Sólo utilizaremos el sistema para crear un perímetro de seguridad alrededor de la sala de recepción y la exposición. Todos los festejos tendrán lugar en el módulo dos. —Señaló el esquema—. La recepción se celebrará en el Planetario, aquí, junto a la entrada de la exposición «Supersticiones», que se encuentra dentro del módulo dos. Todas las puertas de acero de esta sección estarán cerradas. Sólo se dejarán cuatro abiertas; la puerta este de la Gran Rotonda, que permite el acceso al Planetario, y tres salidas de emergencia. En todas se montará un fuerte dispositivo de vigilancia.

—¿Qué partes del museo abarca exactamente el módulo dos? —preguntó Pendergast.

Ippolito pulsó algunos botones de la consola. Una gran sección central del museo destelló en verde sobre los paneles.

—Ésta es la zona que comprende el módulo dos —explicó—. Como puede observar, va desde el sótano hasta la planta superior, como todos los demás. El Planetario se halla aquí. La sala de ordenadores y la habitación donde estamos ahora, mando de seguridad, se encuentra dentro de este módulo, así como la zona de seguridad, los archivos centrales y otras áreas de alta seguridad. La única forma de salir del museo será a través de las cuatro puertas de acero, que mantendremos abiertas mediante el anulador. Cerraremos el perímetro una hora antes de la fiesta, bajaremos todas las demás puertas y apostaremos guardias en los puntos de acceso. Habrá más seguridad que en la cámara acorazada de un banco; se lo garantizo.

—¿Y el resto del museo?

—Nos planteamos la idea de cerrar los cinco módulos, pero luego la desechamos.

—Bien —dijo Pendergast, desviando la vista hacia otro panel—. En caso de que surja algún problema, el personal de emergencia no debe toparse con obstáculos. —Señaló el panel iluminado—. ¿Qué hay del subsótano? Las zonas del sótano de este módulo tal vez estén conectadas con él. Y ese subsótano podría conducir a cualquier sitio.

—Nadie se atrevería a utilizarlo —resopló Ippolito—. Es un laberinto.

—No estamos hablando de un ladrón vulgar, sino de un asesino que ha eludido cualquier búsqueda organizada por usted, por mí o por D'Agosta. Un asesino que parece moverse por el subsótano como pez en el agua.

—Sólo hay una escalera que comunica el Planetario con los demás pisos —explicó con paciencia Ippolito—, y estará vigilada por mis hombres, al igual que las salidas de emergencia. Está todo bajo control, se lo aseguro. Todo el perímetro gozará de máxima seguridad.

Pendergast examinó en silencio el plano iluminado durante un rato.

—¿Cómo sabe que este esquema es correcto? —preguntó por fin.

Ippolito compuso una expresión de perplejidad.

—Pues claro que es correcto.

—Le he preguntado cómo lo sabe.

—El sistema fue diseñado a partir de los planos arquitectónicos de la reconstrucción de 1912.

—¿No ha habido cambios desde entonces? ¿Puertas abiertas, otras clausuradas?

—Todos los cambios se tuvieron en cuenta.

—Esos planos arquitectónicos ¿incluían las zonas del sótano antiguo y el subsótano?

—No. Esas zonas son más antiguas. Pero, como ya le he dicho, estarán selladas o vigiladas.

Se produjo un largo silencio, durante el cual el agente continuó observando los paneles. Por fin, suspiró y se volvió hacia el jefe de seguridad.

—No me gusta, señor Ippolito.

Alguien carraspeó detrás de ellos.

—¿Qué no le gusta?

D'Agosta necesitó darse la vuelta. El áspero acento de Long Island sólo podía pertenecer al agente especial Coffey.

—Estoy revisando los procedimientos de seguridad con el señor Pendergast —dijo Ippolito.

—Bien, Ippolito, tendrá que revisarlos otra vez conmigo. —Con los ojos entornados, miró a Pendergast—. En el futuro, recuerde invitarme a sus fiestas privadas —dijo, irritado.

—El señor Pendergast… —empezó Ippolito.

—El señor Pendergast ha venido del Sur profundo para echarnos una mano cuando la necesitemos. Yo dirijo el espectáculo ahora. ¿Comprendido?

—Sí, señor —contestó Ippolito.

El hombre explicó los procedimientos otra vez. Coffey, sentado en una silla de operador, hacía girar con el dedo unos auriculares. D'Agosta, mientras tanto, paseaba por la habitación, observando los paneles de control. Pendergast escuchaba con suma atención, como si no hubiera oído antes el mismo discurso. Cuando el jefe de seguridad terminó, Coffey se reclinó en la silla.

—Ippolito, hay cuatro agujeros en este perímetro. —Hizo una pausa teatral—. Quiero tres taponados. Sólo debe haber una entrada y una salida.

—Señor Coffey, las regulaciones antiincendios exigen…

Coffey le interrumpió con un movimiento de la mano.

—Ya me ocuparé yo de las regulaciones antiincendios. Usted encárguese de los agujeros que hay en la red de seguridad. Cuantos más agujeros haya, más problemas pueden aparecer.

—Me temo que ésa no es la forma correcta de proceder —terció Pendergast—. Si cierra esas tres salidas, los invitados quedarán atrapados. Si algo sucediera, sólo habría una salida.

Coffey tendió las manos en un gesto de frustración.

—Ésa es la cuestión, Pendergast. No se puede tener todo. O tiene un perímetro de seguridad o no. En cualquier caso, según Ippolito, cada puerta de seguridad dispone de un anulador de emergencia. ¿Cuál es el problema?

—Exacto —intervino Ippolito—, en caso de emergencia, las puertas pueden abrirse mediante el teclado. Sólo se requiere el código.

—¿Puedo preguntar qué controla el teclado? —inquirió Pendergast.

—El ordenador central. La sala de ordenadores está justo al lado.

—¿Y si el ordenador se avería?

—Contamos con sistemas de seguridad, con controles de error. Aquellos paneles de la pared del fondo regulan el sistema de seguridad. Cada panel posee una alarma.

—Ése es otro problema —murmuró Pendergast.

Coffey resopló y, con la vista clavada en el techo, dijo:

—Sigue sin gustarle.

—He contado ochenta y una luces de alarma sólo en ese banco de controles —continuó Pendergast, ignorando el comentario de Coffey—. Si se produjera una verdadera emergencia, con un fallo múltiple del sistema, la mayoría de esas alarmas comenzarían a parpadear. Ningún equipo de técnicos podría trabajar con eficacia.

—Pendergast, estamos perdiendo tiempo por su culpa —replicó Coffey—. Ippolito y yo solucionaremos esos detalles, ¿de acuerdo? Apenas faltan ocho horas para la inauguración.

—¿Han probado el sistema? —preguntó Pendergast.

—Lo probamos cada semana —contestó Ippolito.

—Quiero decir si lo han probado en una situación real. Un intento de robo, tal vez.

—No, y espero que nunca sea necesario.

—Lamento decirlo —comentó Pendergast—, pero me parece un sistema destinado al fracaso. Soy un gran defensor del progreso, señor Ippolito, pero en este caso recomiendo fervientemente acudir a los viejos métodos. De hecho, durante la fiesta, desconectaría todo el sistema. Apáguelo. Es demasiado complicado, y dudo de su utilidad durante una emergencia. Necesitamos un método de eficacia probada, algo que todos conozcamos; patrullas, guardias armados en cada punto de entrada y salida. Estoy seguro de que el teniente D'Agosta nos proporcionará más hombres.

—Sólo tiene que pedirlo —afirmó el agente.

Coffey se echó a reír.

—Jesús, quiere desconectar el sistema en el momento en que es más necesario.

—Debo manifestar mi rechazo absoluto a ese plan —dijo Pendergast.

—Bueno, pues hágalo por escrito —repuso Coffey— y envíelo por barco a su oficina de Nueva Orleans. En mi opinión, Ippolito lo tiene todo muy bien controlado.

—Gracias —dijo el jefe de seguridad con orgullo.

—Nos enfrentamos a una situación peligrosa y muy poco habitual —insistió Pendergast—. No es el momento de confiar en un sistema complejo y no experimentado.

—Pendergast, ya he oído bastante —atajó Coffey—. ¿Por qué no baja a su despacho y come el bocadillo de siluro que su mujer puso en la fiambrera?

A D'Agosta le asombró el cambio de expresión en el rostro de Pendergast. Coffey retrocedió un paso instintivamente. Pendergast se limitó a dar media vuelta y salir. El teniente lo siguió.

—¿Adónde va? —preguntó Coffey—. Será mejor que se quede mientras ultimamos los detalles.

—Estoy de acuerdo con Pendergast —replicó D'Agosta—. Éste no es el momento de liarse con videojuegos. Estamos hablando de vidas humanas.

—Escuche, D'Agosta, nosotros somos la releche, somos el FBI. No nos interesa la opinión de un policía de tráfico de Queens.

El teniente escudriñó la cara rojiza y sudorosa del agente.

—Usted es una desgracia para las fuerzas de la ley.

Coffey parpadeó.

—Gracias. Anotaré ese insulto gratuito en el informe que enviaré a mi buen amigo Horlocker, el jefe de policía, que sin duda emprenderá las acciones pertinentes.

—En ese caso, puede añadir este otro: es usted un saco de mierda.

Coffey echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

—Me encanta la gente que se degüella y te ahorra la molestia. Ya me había dado cuenta de que este caso es demasiado importante para que un simple teniente actúe como enlace del Departamento de Policía de Nueva York. Le apartarán de este caso en veinticuatro horas, D'Agosta. ¿Lo sabía? Pensaba comunicárselo después de la fiesta, para no amargarle la diversión, pero creo que ahora es un buen momento. Por tanto, aproveche su última tarde en este caso. Nos veremos a las cuatro para el informe habitual. No se retrase.

D'Agosta no replicó. Curiosamente, aquella noticia no le había sorprendido.