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Viernes

Smithback observó disgustado que el despacho ofrecía el mismo aspecto de siempre; ni una aguja fuera de sitio. Se dejó caer en la butaca con una intensa sensación de déjà vu.

Rickman regresó de la oficina de su secretaria con un delgado expediente, la sonrisa obsequiosa y remilgada petrificada en su rostro.

—¡Ésta es la noche! —exclamó con júbilo—. ¿Piensa asistir?

—Sí, claro.

La mujer le entregó el expediente.

—Lea esto, Bill —dijo, con voz menos agradable.

MUSEO DE HISTORIA NATURAL

DE NUEVA YORK


NOTA INTERNA

A: William Smithback Jr.

De: Lavinia Rickman.

ASUNTO: Obra sin título sobre exposición «Supersticiones».

Con efecto inmediato, y hasta próximo aviso, su trabajo en el museo se regirá por las siguientes disposiciones:

1. Todas las entrevistas realizadas para la obra en preparación se efectuarán en mi presencia.

2. Se le prohíbe grabar las entrevistas o tomar notas durante ellas. En interés de la oportunidad y la coherencia, asumiré la responsabilidad de tomar notas personalmente y le pasaré los apuntes para que sean incluidos en la obra en preparación.

3. Se le prohíbe hablar de asuntos relacionados con el museo con otros empleados, o con cualquier persona con quien se encuentre en las dependencias del edificio, sin mi previa aprobación por escrito. Tenga la bondad de firmar en el espacio disponible al pie con el fin de dar su conformidad a estas disposiciones.

Smithback leyó la nota dos veces y luego levantó la vista.

—¿Y bien? —preguntó la mujer, con la cabeza ladeada—. ¿Qué opina?

—A ver si lo he entendido bien. ¿Ni siquiera se me permite hablar con alguien, por ejemplo, a la hora de comer, sin su permiso?

—Sobre asuntos relacionados con el museo, no. —Rickman acarició el pañuelo que llevaba al cuello.

—¿Por qué? ¿No basta con la nota que envió ayer a todo el personal?

—Bill, ya sabe por qué. Ha demostrado que no es merecedor de nuestra confianza.

—¿Por qué? —preguntó Smithback con voz quebrada.

—Tengo entendido que ha estado husmeando por el museo, hablando con gente en absoluto relacionada con usted y formulando preguntas absurdas sobre temas ajenos a la nueva exposición. Si cree que puede reunir información sobre los, ejem, recientes acontecimientos que han tenido lugar, debo recordarle el párrafo diecisiete de su contrato, que prohíbe la utilización de cualquier información no autorizada por mí. Nada, repito, nada relativo a la desafortunada situación será autorizado.

Smithback se incorporó en la butaca.

—¡Desafortunada situación! —espetó—. ¿Por qué no lo expresa por su nombre, asesinato?

—Haga el favor de no levantar la voz en mi despacho —ordenó Rickman.

—Me contrató para escribir un libro, no para inventar un comunicado de trescientas páginas para la prensa. Unos brutales asesinatos se han cometido en el museo una semana antes de que se inaugure la mayor exposición jamás presentada. ¿Pretende decirme que no tienen relación con la historia?

—Yo, y sólo yo, definiré qué deberá incluir en su libro y qué no. ¿Entendido?

—No.

Rickman se levantó.

—Empiezo a hartarme. O firma este documento ahora mismo, o está acabado.

—¿Acabado? ¿Qué significa eso? ¿Fusilado o despedido?

—No toleraré esta clase de frivolidades en mi despacho. O firma el acuerdo, o aceptaré su dimisión de inmediato.

—Estupendo —contestó Smithback—. Me limitaré a llevar mi manuscrito a un editor comercial. Usted necesita este libro tanto como yo. Ambos sabemos que podría obtener un suculento adelanto por la historia secreta de los asesinatos del museo. Conozco esa historia secreta, créame; hasta la última coma.

Aunque el rostro de Rickman se había demudado, su sonrisa persistía. Los nudillos se le pusieron blancos.

—Eso representaría una violación de su contrato —dijo lentamente—. El museo cuenta con el asesoramiento legal de la firma de Wall Street Daniels, Soller y McCabe. Sin duda habrá oído hablar de ella. Si usted emprendiera esa acción, incurriría al instante en incumplimiento de contrato legal, en el caso de que su agente y cualquier editor fuera tan estúpido como para firmar un contrato con usted. Pondríamos toda la carne en el asador, y no me sorprendería que, después de perder, nunca volviera a encontrar trabajo en su especialidad.

—Esto supone una gravísima vulneración de los derechos reconocidos en la Primera Enmienda —logró graznar Smithback.

—En absoluto. Buscaríamos un remedio a su violación de contrato, simplemente. No quedaría como un héroe, y ni siquiera el Times se haría eco. Si de veras piensa emprender esta acción, Bill, yo de usted consultaría antes a un buen abogado y le enseñaría el contrato que firmó con nosotros. Estoy segura de que le confirmará que todo está atado y bien atado. O si lo prefiere, aceptaré su dimisión en este momento.

Abrió un cajón del escritorio y extrajo una hoja de papel.

El intercomunicador zumbó.

—¿Señora Rickman? El doctor Wright por la línea uno.

La mujer descolgó el auricular.

—¿Sí, Winston? ¿Qué? ¿El Post otra vez? Sí, hablaré con ellos. ¿Has llamado a Ippolito? Estupendo. —Colgó y se encaminó hacia la puerta del despacho—. Compruebe que Ippolito ha ido al despacho del director —ordenó a su secretaria—. En cuanto a usted, Bill, no puedo perder el tiempo con cortesías. Si no firma el acuerdo, recoja sus cosas y lárguese.

El periodista se había quedado muy quieto. De repente, sonrió.

—Señora Rickman, entiendo su punto de vista.

Ella se inclinó hacia él con ojos destellantes.

—¿Y…?

—Acepto las restricciones.

La mujer se situó detrás del escritorio, triunfal.

—Bill, me alegro de que no haya necesidad de usar esto. —Guardó la segunda hoja en el cajón y lo cerró—. Supongo que es lo bastante inteligente para comprender que no le queda otra alternativa.

Smithback la miró a los ojos y tendió la mano hacia el expediente.

—No le importará que lo lea otra vez antes de firmar, ¿verdad?

Rickman vaciló.

—No; supongo que no, aunque descubrirá que pone exactamente lo mismo que antes. No ha lugar a equívocos, de modo que no busque ambigüedades. —Paseó la vista por la habitación, recogió su cartera y se dirigió a la puerta—. Se lo advierto, Bill. No olvide firmar. Haga el favor de seguirme y entregue el documento firmado a mi secretaria. Le enviará una copia.

Smithback frunció los labios en señal de desagrado cuando vio cómo la mujer contoneaba las caderas bajo la falda plisada. Tras lanzar una mirada furtiva al despacho exterior, se apresuró a abrir el cajón que Rickman acababa de cerrar y extrajo un pequeño objeto, que introdujo en el bolsillo de su chaqueta. Cerró el cajón, miró alrededor una vez más y se encaminó hacia la salida.

A continuación se acercó de nuevo al escritorio, cogió la hoja y garabateó una firma ilegible. Cuando salió, entregó el documento a la secretaria.

—Guarde esa firma; algún día valdrá mucho —dijo sin mirar atrás, y cerró la puerta con estrépito.

Margo acababa de colgar el auricular del teléfono cuando Smithback entró. Una vez más, tenía el laboratorio para ella sola, pues su compañera, la preparadora, se había marchado inopinadamente de vacaciones.

—Acabo de hablar con Frock. Se llevó una gran decepción cuando le expliqué que no había encontrado nada más en la caja y que no tuve tiempo de buscar las vainas. Creo que esperaba pruebas sobre la existencia del ser. Quise mencionarle lo de la carta y la conversación que habíamos mantenido con Jörgensen, pero dijo que no podía hablar. Creo que Cuthbert estaba con él.

—Para preguntarle sobre la solicitud de acceso que envió, supongo —repuso Smithback—. Imitando a Torquemada, como siempre. —Señaló la puerta—. ¿Por qué no está cerrada con llave?

Margó fingió sorpresa.

—Ah. Me temo que me olvidé otra vez.

—¿Te importa si la cierro, por si acaso?

Lo hizo y después, sonriente, introdujo la mano en la chaqueta y sacó con parsimonia un pequeño libro. La cubierta de piel, muy desgastada, llevaba el sello de dos puntas de flecha superpuestas. Lo alzó como si de un trofeo se tratara.

La curiosidad de Margo dio paso a la estupefacción.

—¡Dios mío! ¿Es el diario?

El escritor asintió con orgullo.

—¿Cómo lo has conseguido? ¿Dónde lo has encontrado?

—En el despacho de Rickman. Tuve que hacer un terrible sacrificio a cambio. Firmé una hoja que me prohíbe hasta hablar contigo.

—Bromeas.

—Sólo en parte. En cualquier caso, en un momento de la sesión de tortura abrió el cajón del escritorio y vi este librito. Parecía un diario. Me extrañó que Rickman guardara algo semejante en su mesa. Entonces recordé que, según tú, el diario había sido prestado. —Sonrió con aire de suficiencia—. Como siempre había sospechado. Así pues, se lo mangué en cuanto salió del despacho. —Abrió el diario—. Ahora, a callar, Lotus Blossom. Papá te leerá un cuento.

El periodista comenzó a leer, despacio al principio, hasta que se acostumbró a la caligrafía y las frecuentes abreviaturas. Las primeras anotaciones consistían en frases breves que proporcionaban algunos detalles sobre el tiempo del día y el lugar donde se hallaba la expedición.

Ag. 31. Lluvia toda la noche. Tocino enlatado para desayunar. Avería en helicóptero esta mañana, tuve que perder tiempo por nada. Maxwell insufrible. Carlos tiene más problemas con Hosta Gilbao. Pide paga suplementaria por…

—Esto es muy aburrido —dijo Smithback—. ¿A quién le importa que tomaran tocino enlatado para desayunar?

—Continúa —urgió Margo.

—Aquí no hay gran cosa —observó él mientras pasaba páginas—. Supongo que Whittlesey era un hombre parco en palabras. Oh, Dios. Espero no haber arriesgado la vida por nada.

El diario describía el progresivo adentramiento de la expedición en la selva tropical. Habían realizado la primera parte del viaje en jeep, para después recorrer en helicóptero trescientos kilómetros, hasta la parte alta del Xingú. Desde allí, guías contratados condujeron río arriba al grupo hacia el tepui de Cerro Gordo. Smithback continuó leyendo.

Sep. 6. Dejamos piraguas. A pie a partir de ahora. Primer vislumbre de Cerro Gordo esta tarde. Selva tropical se alza hasta las nubes. Gritos de pájaros tutitl; capturados varios especímenes. Guardias murmuran entre sí.

Sep. 12. Última ración de cecina para desayunar. Menos humedad que ayer. Continuamos hacia el tepui. Nubes despejan a mediodía. Posible altitud de la meseta dos mil setecientos metros. Temperatura típica de selva tropical. Vimos cinco candelaria íbice raros. Recogidos cerbatanas y dardos en excelente estado. Mosquitos pesados. Pecarí de Xingú seco para cenar. No está mal, sabe a cerdo ahumado. Maxwell llena las cajas de basura inútil.

—¿Por qué robaría Rickman esto? —se extrañó Smithback—. Aquí no hay sustancia. ¿Dónde está su importancia?

Sep. 15. Viento del SO. Gachas para desayunar. Tres transportes por tierra hoy, debido a atascamientos en el río. Agua hasta el pecho. Sanguijuelas encantadoras. A la hora de la cena, Maxwell encontró especímenes vegetales que le han entusiasmado. Plantas indígenas únicas en su género. Simbiosis extrañas; la morfología parece muy antigua. Pero los descubrimientos más importantes aún nos esperan, estoy seguro.

Sep. 16. Me retrasé en el campamento esta mañana, embalando pertrechos. Maxwell insiste ahora en regresar con su «descubrimiento». Idiota. Lo malo es que casi todo el mundo quiere volver también. Todos dieron media vuelta después de comer, excepto dos de nuestros guías. Crocker, Carlos y yo seguimos adelante. Casi enseguida, nos detuvimos. El tarro con el espécimen se había roto. Mientras volvíamos a embalar, Crocker se alejó del sendero, se topó con cabaña en ruinas…

—Ahora vamos al grano —comentó Smithback.

… regresó, abrió la caja de nuevo, sacó la bolsa de herramientas. Antes de que pudiéramos registrar la cabaña, nativa anciana sale de entre los matorrales, tambaleándose. Enferma o borracha, no lo sabemos. Señala la caja, empieza a gritar. Pechos hasta la cintura; desdentada, casi calva. Enorme llaga en la espalda, como un furúnculo. Carlos se resiste a traducir, pero yo insisto:

Carlos: Ella dice «demonio, demonio».

Yo: Pregúntale, ¿qué demonio?

Carlos traduce. La mujer, histérica, chilla y se golpea el pecho.

Yo: Carlos, pregúntale sobre los kothoga.

Carlos: Dice que habéis venido para llevaros el demonio.

Yo: ¿Y los kothoga?

Carlos: «Los kothoga subir a la montaña», dice.

Yo: ¿A la montaña? ¿Dónde?

Más alaridos de la mujer. Señala nuestra caja abierta.

Carlos: «Vosotros llevaros demonio», dice.

Yo: ¿Qué demonio?

Carlos: Mbwun. Dice que vosotros llevaros Mbwun en caja.

Yo: Pregúntale más sobre Mbwun. ¿Qué es?

Carlos habla con la mujer, que se calma un poco y charla durante bastante rato.

Carlos: Dice que Mbwun es hijo de demonio. El loco hechicero kothoga pidió a demonio Zilashkee la ayuda de su hijo para derrotar enemigos. Demonio les obligó a matar y devorar a todos sus hijos. Después envió a Mbwun como regalo. Mbwun ayuda a derrotar enemigos kothoga, luego se vuelve contra kothoga y empieza a matar a todo el mundo. Kothoga huyen al tepui. Mbwun les sigue. Mbwun inmortal. Hay que librar a kothoga de Mbwun. Ahora hombres blancos vienen a llevarse Mbwun. ¡Cuidado, maldición de Mbwun os destruirá! ¡Llevaréis muerte a vuestro pueblo!

Estoy estupefacto y entusiasmado. Esta historia encaja con ciclos míticos que sólo conocíamos de segunda mano. Pido a Carlos que pregunte más detalles sobre Mbwun. Mujer se aleja; gran agilidad para alguien tan viejo. Se pierde en el follaje. Carlos la sigue, vuelve con las manos vacías. Parece asustado, no insisto. Examino cabaña. Cuando regresamos a senda, los guías han huido.

—¡Sabía que se llevarían la estatuilla! —exclamó Smithback—. ¡Ésa debe de ser la maldición de que la mujer hablaba!

Sep. 17. Crocker desaparecido desde anoche. Temo lo peor. Carlos muy asustado. Le enviaré de vuelta en pos de Maxwell, que ya estará a mitad del río a estas alturas. No puedo perder esta reliquia, que creo de valor inestimable. Continuaré en busca de Crocker. Hay sendas en estos bosques que deben de haber sido trazadas por kothoga. Me pregunto por qué la civilización pretende destrozar este paisaje. Tal vez los kothoga se salvarán, a fin de cuentas.

Allí terminaba el diario.

Smithback cerró el libro y maldijo.

—¡No puedo creerlo! Nada que no supiéramos ya. Y he vendido mi alma a Rickman… ¡por esto!