D'Agosta bajó al puesto de mando provisional, se detuvo ante la puerta de la oficina de Pendergast y, antes de llamar, se asomó por la ventana. Vio a un tipo alto, vestido con un traje espantoso, con el rostro sudoroso y quemado por el sol. Actuaba como si fuera el propietario del despacho; cogía papeles del escritorio para colocarlos en otro sitio mientras agitaba la calderilla del bolsillo.
—Eh, amigo —exclamó D'Agosta en cuanto abrió la puerta y entró—, eso es propiedad del FBI. Si espera al señor Pendergast, ¿qué le parece si lo hace fuera?
El hombre se volvió. Sus ojos, muy pequeños, mostraban una expresión de resentimiento.
—A partir de este momento, ah, teniente —dijo, con la vista clavada en la placa que D'Agosta llevaba colgada del cinturón, como si intentara leer su número—, hablará con respeto al personal del FBI, del cual estoy ahora al mando. Agente especial Coffey.
—Bien, agente especial Coffey, por lo que yo sé, y hasta que alguien me diga lo contrario, el señor Pendergast está al mando aquí, y usted está fisgando en su escritorio.
Coffey le dedicó una leve sonrisa, introdujo la mano en el bolsillo y sacó un sobre.
El teniente leyó la carta. Procedía de Washington y comunicaba que la Oficina de Nueva York del FBI y el agente especial Spencer Coffey se ocuparían del caso. Dos oficios iban grapados a la orden: uno, de la oficina del gobernador, solicitaba oficialmente el cambio y aceptaba toda la responsabilidad por la transferencia de poderes; el segundo llevaba un membrete del Senado de Estados Unidos. D'Agosta lo dobló sin molestarse en leerlo.
Devolvió el sobre.
—De modo que por fin han conseguido colarse por la puerta de atrás —comentó.
—¿Cuándo vendrá Pendergast, teniente? —pregunto Coffey, guardándose el sobre en el bolsillo.
—¿Cómo quiere que lo sepa? Aprovechando que está curioseando en su mesa, consulte su agenda.
Antes de que Coffey pudiera replicar, la voz de Pendergast sonó desde fuera de la oficina.
—¡Ah, agente Coffey! Es un placer verlo.
El hombre se dispuso a sacar una vez más el sobre.
—No es necesario —dijo Pendergast—. Sé por qué ha venido. —Se sentó detrás del escritorio—. Póngase cómodo, teniente D'Agosta.
Éste observó que sólo había una silla más en el despacho y se sentó, sonriente. Disfrutaba viendo a Pendergast en acción.
—Al parecer, un loco anda suelto por el museo, señor Coffey —explicó Pendergast—. Por tanto, el teniente D'Agosta y yo hemos llegado a la conclusión de que debe suspenderse la fiesta de inauguración de mañana por la noche. El asesino actúa de noche. No podemos aceptar la responsabilidad de que más gente sea asesinada porque la dirección se empeñe en mantener abierto el museo debido a, digamos, motivos económicos.
—Sí, bien, usted ya no es el responsable —repuso Coffey—. Mis órdenes son que la inauguración se celebre tal como se había previsto. Aumentaremos la presencia policial con más agentes. Este lugar será más seguro que el lavabo del Pentágono. Y le diré algo más, Pendergast; en cuanto la fiestecita haya terminado y los peces gordos se hayan ido a casa, trincaremos a ese mamón. Se supone que usted es la hostia, pero no me impresiona. En cuatro días sólo ha conseguido encontrarse la polla. Estamos hartos de perder el tiempo.
Pendergast sonrió.
—Sí, me lo esperaba. Si ésa es su decisión, qué le vamos a hacer. No obstante, debería saber que pienso enviar una carta al director para exponer mis puntos de vista sobre el tema.
—Haga lo que le dé la gana, pero hágalo a su debido tiempo. Entretanto, mi gente se instalará al final del pasillo. Espero su informe a la hora del toque de queda.
—Mi informe final ya está preparado —anunció con toda tranquilidad Pendergast—. Bien, señor Coffey, ¿se le ofrece algo más?
—Sí. Espero su plena colaboración, Pendergast. —Y tras decir esto, salió de la oficina, dejando la puerta abierta.
D'Agosta lo observó alejarse por el pasillo.
—Ahora parece más resentido que antes de que usted entrara —dijo. Se volvió hacia Pendergast—. No se bajará usted los pantalones ante ese gilipollas, ¿verdad?
El agente sonrió.
—Vincent, me temo que es inevitable. En cierto sentido, me sorprende que esto no haya ocurrido antes. No es la primera vez que Wright me pone una zancadilla esta semana. ¿Para qué oponerme? Así, al menos, nadie podrá acusarnos de falta de colaboración.
—Yo pensaba que usted tenía influencias. —D'Agosta procuró que su voz no delatara la decepción que sentía.
Pendergast tendió las manos.
—Tengo bastantes influencias, como dice usted, pero recuerde que estoy fuera de mi territorio. Como existían coincidencias entre estos asesinatos y los que investigué en Nueva Orleans hace unos años, tenía buenos motivos para estar aquí, siempre que no se suscitaran controversias y no se solicitara la intervención de la fuerza local. Ya sabía que el doctor Wright y el gobernador habían visitado a Brown. Como el gobernador ha solicitado de manera oficial la intervención del FBI, sólo había un resultado posible.
—Pero ¿y su caso? Coffey se aprovechará del trabajo que usted ha realizado y se llevará las medallas.
—Usted supone que habrá medallas. Tengo un mal presentimiento acerca de esa inauguración, teniente. Un presentimiento muy malo. Conozco a Coffey desde hace mucho tiempo, y no me cabe duda de que sólo conseguirá empeorar la situación. De todos modos, Vincent, observe que no me ha ordenado hacer las maletas. No puede.
—No me diga que se alegra de descargarse de la responsabilidad —protestó D'Agosta—. Tal vez mi principal objetivo en la vida sea mantener la guadaña alejada de mi culo, pero pensaba que usted era diferente.
—Vincent, me sorprende. No tiene nada que ver con librarse de la responsabilidad. Sin embargo, esta situación me concede cierto grado de libertad. Es cierto que Coffey tiene la última palabra, pero su capacidad de controlar mis acciones es limitada. Yo sólo podía venir aquí si aceptaba dirigir el caso; en esas circunstancias, uno tiende a ser más prudente. Ahora podré guiarme por mis instintos. —Se reclinó en la silla y clavó su fría mirada en D'Agosta—. Su ayuda seguirá siendo muy bien recibida. Tal vez necesite a alguien dentro del departamento para acelerar algunos trámites.
El teniente reflexionó un momento.
—Hay algo que adiviné de ese tal Coffey desde el primer momento —dijo.
—¿Qué es?
—Ese tipo está cubierto de mierda hasta el cuello.
—Ay, Vincent —dijo Pendergast—, su dominio del idioma no deja de asombrarme.