A medida que se acercaba la hora del cierre, los visitantes empezaban a desfilar hacia las salidas del museo. La tienda, situada en el interior de la entrada sur, había hecho un buen negocio.
Los pasillos de mármol que se alejaban de dicha entrada se llenaron del rumor de conversaciones y pasos. En el Planetario, cerca de la entrada oeste, donde había de celebrarse la fiesta de inauguración de la nueva exposición, el ruido, más tenue, despertaba ecos bajo la enorme cúpula. Los laboratorios, las aulas antiguas, las cámaras de almacenamiento y los despachos forrados de libros protegían el corazón del museo de los sonidos de los visitantes. Los largos corredores eran oscuros y silenciosos.
El observatorio Butterfield se mantenía ajeno al ruido y la actividad. Los empleados, en cumplimiento del toque de queda, se habían marchado a casa temprano. En el despacho de George Moriarty, así como en las seis plantas del observatorio, reinaba un silencio sepulcral.
Moriarty, de pie detrás de su escritorio, apretó un puño contra la boca.
—Maldita sea —masculló.
De pronto, un pie salió disparado para descargar la frustración. El talón golpeó un archivador y derribó un montón de papeles.
—¡Maldita sea! —aulló, esta vez de dolor, mientras se dejaba caer en la silla y empezaba a frotarse el pie.
El dolor desapareció poco a poco. El hombre suspiró y paseó la vista por el despacho.
—Joder, George, siempre la cagas, ¿no? —murmuró.
Debía admitir que no tenía remedio. Todo cuanto hacía por atraer la atención de Margo, por ganarse su simpatía, le salía mal. Lo que había dicho sobre su padre era tan diplomático como una ametralladora.
De pronto se volvió hacia el ordenador. Le enviaría un mensaje electrónico para tratar de deshacer el entuerto. Se detuvo un momento, pensó y comenzó a teclear: «¡Hola, Margo! Sólo tenía curiosidad por saber si…».
Moriarty pulsó una tecla con brusquedad y borró la frase. Probablemente sólo conseguiría embrollar aún más las cosas.
Permaneció sentado, contemplando la pantalla vacía. Sólo conocía un método seguro para aliviar su desasosiego: una caza del tesoro.
Muchas de las piezas más preciadas de la exposición «Supersticiones» eran el resultado directo de sus cazas del tesoro. Moriarty sentía un profundo amor por las inmensas colecciones del museo y estaba más familiarizado con sus rincones oscuros y secretos que la mayoría de los empleados más veteranos. A causa de su timidez, tenía pocos amigos y solía dedicar su tiempo libre a investigar y localizar reliquias olvidadas mucho tiempo atrás en los almacenes del museo. Aquella actividad le proporcionaba una sensación de utilidad que había sido incapaz de obtener de otras.
Se volvió de nuevo hacia el teclado, se introdujo en la base de datos del museo y se movió con habilidad a través de los registros. Sabía orientarse en la base de datos, conocía sus atajos y puertas traseras, como un capitán de barco experimentado que conoce los meandros de un río.
Al cabo de pocos minutos, sus dedos teclearon a menor velocidad. Se encontraba en una región que no había explorado antes; una colección de objetos sumerios, descubiertos a principios de los años veinte, que nunca habían sido investigados en profundidad. Se centró primero en una colección, después en una subcolección y por último en las piezas individuales. Aquello parecía interesante; una serie de tablillas de arcilla, muestras primitivas de escritura sumeria. El coleccionista original creía que trataban de rituales religiosos. Moriarty leyó las entradas anotadas y asintió. Quizá pudieran utilizarse en la exposición. Aún quedaba sitio para algunos objetos más en las galerías de miscelánea más pequeñas.
Consultó el reloj; casi las cinco. Sabía dónde estaban almacenadas las tablillas. Si su aspecto era prometedor, las enseñaría a Cuthbert al día siguiente por la mañana y lograría su aprobación. Podría preparar su exhibición entre la fiesta del viernes por la noche y la inauguración al público. Tomó notas a toda prisa y desconectó el ordenador.
El ruido de la terminal al sumirse en la oscuridad resonó como un disparo en la habitación. Moriarty se levantó, introdujo los faldones de la camisa en el pantalón y salió del despacho, cojeando un poco. Cerró la puerta tras de sí.