La vegetación de esta zona es muy extraña. Predominan las cicadales y los helechos. Lástima que no disponga de tiempo para dedicarlo a su estudio. Hemos utilizado una variedad particularmente resistente como material de embalaje para las cajas. Deja que Jörgensen eche un vistazo, si le interesa.
Espero estar contigo dentro de un mes en el Club de los Exploradores, celebrando nuestro éxito con unas rondas de dry martinis y un buen Macanudo. Hasta entonces, sé que puedo confiarte este material y mi reputación.
Tu colega,
Whittlesey
Smithback levantó la vista de la carta.
—No podemos permanecer aquí. Vamos a mi despacho.
Su cubículo se hallaba en la planta baja del museo, en lo más recóndito de un laberinto de despachos atiborrados. Los pasadizos entrelazados, llenos de bullicio y actividad, representaron un cambio refrescante para Margo después de los húmedos pasillos poblados de ecos que se extendían fuera de la zona de seguridad. Pasaron junto a una enorme papelera verde que rebosaba de ejemplares atrasados de la revista del museo. Frente al despacho de Smithback, cartas de suscriptores sembraban un gran tablón de anuncios, para diversión del personal.
En una ocasión, siguiendo la pista de un ejemplar de Science desaparecido de la hemeroteca, Margo había penetrado en la caótica guarida del periodista. Estaba como la recordaba; el escritorio aparecía cubierto de artículos fotocopiados, cartas a medio terminar, menús de cocina china y numerosos libros y revistas que los bibliotecarios del museo sin duda ardían en deseos de localizar.
—Siéntate —invitó Smithback, retirando con brusquedad de una silla una pila de periódicos. Cerró la puerta y se acomodó en una vieja mecedora, detrás del escritorio. Crujieron papeles bajo sus pies—. Muy bien —murmuró—. ¿Estás segura de que el diario no estaba allí?
—Ya te he dicho que la única caja que pude mirar era la que Whittlesey había embalado. No creo que estuviera en las otras.
Smithback releyó la carta.
—¿Quién es este tal Montague a quien va dirigida la carta? —preguntó.
—No lo sé.
—¿Y Jörgensen?
—Nunca he oído hablar de él.
Smithback sacó el listín telefónico del museo de un estante.
—No consta ningún Montague —susurró mientras pasaba páginas—. Podría ser un nombre de pila. ¡Ajá! Aquí está Jörgensen. Botánico; está jubilado. ¿Cómo es que aún tiene un despacho?
—Es normal en este lugar —explicó Margo—. Gente económicamente independiente que no tiene nada mejor que hacer. ¿Dónde se encuentra su despacho?
—Sección 41, cuarta planta. —El hombre cerró el listín y lo dejó sobre el escritorio—. Cerca del herbario. —Se levantó—. Vámonos.
—Espera un momento, Smithback. Son casi las cuatro. Debería telefonear a Frock para explicarle que…
—Después. —Se encaminó hacia la puerta—. Vamos, Lotus Blossom. Mi olfato de periodista no ha captado ningún olor decente en toda la tarde.
El despacho de Jörgensen, una pequeña sala de techo alto y sin ventanas, no contenía ninguna de las plantas o especímenes vegetales que Margo esperaba ver en el laboratorio de un botánico. De hecho, en la habitación sólo había una silla, un perchero y un gran banco de trabajo. Un cajón de éste estaba abierto y revelaba diversas herramientas muy usadas. El anciano, inclinado sobre el banco de trabajo, manipulaba un pequeño motor.
—¿Doctor Jörgensen? —preguntó Smithback.
El anciano se volvió para mirarlo. Se trataba de un hombre huesudo y encorvado, casi calvo, con cejas pobladas blancas sobre unos penetrantes ojos de un azul muy claro. Margo calculó que debía de medir un metro noventa.
—Sí —dijo con voz pausada.
Antes de que Margo pudiera impedirlo, Smithback tendió a Jörgensen la carta.
El hombre empezó a leer y se sobresaltó visiblemente. Sin apartar la vista del papel, acercó la silla y se sentó lentamente.
—¿De dónde han sacado esto? —preguntó cuando hubo terminado.
Margo y Smithback intercambiaron una mirada.
—Es auténtica —dijo el periodista.
Jörgensen los observó. A continuación, devolvió la carta a Smithback.
—No sé nada sobre esto —afirmó.
Se hizo el silencio.
—Procedía de la caja que Julian Whittlesey envió desde el Amazonas hace siete años —explicó Smithback, esperanzado.
El anciano continuó mirándolos fijamente y al cabo de unos minutos centró su atención en el motor.
La pareja contempló cómo manipulaba la pieza.
—Lamento interrumpir su trabajo —dijo Margo por fin—. Tal vez no sea el momento más oportuno.
—¿Qué trabajo? —preguntó Jörgensen sin mirarlos.
—Lo que está haciendo —contestó Margo.
El viejo soltó una carcajada.
—¿Esto? —exclamó, volviéndose hacia ellos—. Esto no es un trabajo. Es una aspiradora averiada. Desde que murió mi esposa, he de ocuparme de las tareas domésticas. El maldito trasto se estropeó el otro día. Lo he traído porque aquí guardo todas las herramientas. Ya no tengo mucho trabajo.
—En cuanto a esa carta, señor… —empezó Margo.
Jörgensen se removió en la silla y, reclinándose, clavó la vista en el techo.
—Ignoraba su existencia. El motivo de la flecha doble servía como blasón de la familia Whittlesey, y no me cabe duda de que se trata de su letra. Me trae recuerdos.
—¿De qué clase? —se apresuró a inquirir Smithback.
Jörgensen lo miró y sus cejas se juntaron en señal de irritación.
—Nada que a usted le importe —replicó—. O al menos, aún no sé por qué debería importarle.
Margo dirigió a su compañero una mirada de reprobación.
—Doctor Jörgensen, soy una graduada que trabaja con el doctor Frock. Mi colega es periodista. El doctor Frock sospecha que la expedición Whittlesey y las cajas que fueron enviadas están relacionadas con los crímenes del museo.
—¿Una maldición? —preguntó el anciano, arqueando las cejas en un gesto teatral.
—No, una maldición no —contestó Margo.
—Me alegro de que piense así. No existe la maldición, a menos que la defina como una mezcla de codicia, locura humana y celos científicos. No hay que recurrir a Mbwun para explicar… —Se interrumpió de repente—. ¿A qué viene tanto interés? —preguntó con suspicacia.
—¿Para explicar qué? —intervino Smithback.
Jörgensen lo observó con desagrado.
—Joven, si vuelve a abrir la boca, le pediré que se marche.
Smithback entornó los ojos y optó por guardar silencio.
Margo se preguntó si debería hablar de las teorías de Frock, las marcas de garras en los cadáveres y la caja rota, pero no lo juzgó prudente.
—Estamos interesados porque creemos que existe una relación a la que nadie ha prestado atención; ni la policía, ni el museo. Su nombre se menciona en esta carta. Pensamos que tal vez nos podría contar más cosas sobre esa expedición.
Jörgensen tendió una mano nudosa.
—¿Puedo leerla otra vez?
Smithback se la tendió a regañadientes.
Jörgensen recorrió la carta con la vista, ansioso como si absorbiera recuerdos.
—Hubo un tiempo —murmuró— en que me habría mostrado renuente a hablar de esto; tal vez aterrado sería una palabra más precisa. Algunas personas habrían aprovechado la oportunidad para despedirme. —Se encogió de hombros—. Pero cuando se llega a mi edad, hay poco que temer, excepto quizá la soledad. —Asintió lentamente mirando a Margo, con la carta estrujada en la mano—. Yo habría participado en esa expedición, de no haber sido por Maxwell.
—También se le menciona en la carta. ¿Quién es? —preguntó Smithback.
Jörgensen le traspasó con la mirada.
—He derribado a periodistas más grandes que usted. —Resopló—. Calle la boca de una vez. Estoy hablando con la señorita. —Se volvió hacia Margo—. Maxwell fue uno de los jefes de la expedición, junto con Whittlesey. Ése fue el primer error; permitir que Maxwell se inmiscuyera y compartiera el mando. Discreparon desde el principio. Ninguno de los dos tenía el control absoluto. Maxwell ganó, y yo salí perdiendo; decidió que no había sitio para un botánico en la expedición. A Whittlesey aún le hizo menos gracia que a mí. La presencia de Maxwell ponía en peligro su propósito oculto.
—¿Cuál era? —preguntó Margo.
—Encontrar la tribu kothoga. Corrían rumores sobre una tribu ignota que vivía en un tepui, una inmensa meseta alzada sobre la selva tropical. Aunque la zona no había sido explorada por científicos, todo el mundo estaba de acuerdo en que la tribu se había extinguido y sólo quedaban reliquias. El problema residía en que el gobierno local le había denegado el permiso para estudiar el tepui argumentando que estaba reservado para sus propios científicos. Yankee go home. —Jörgensen bufó y meneó la cabeza—. Bien, en realidad estaba reservado para la depredación, el saqueo de la tierra. El gobierno local había oído los mismos rumores que Whittlesey, por supuesto. El gobierno no quería que, si había indios allí arriba, se opusieran a la deforestación y la apertura de minas. En cualquier caso, la expedición debía abordar la zona desde el norte, una ruta mucho menos conveniente, pero alejada del área restringida. Les estaba prohibido ascender al tepui.
—¿Los kothoga aún existían? —preguntó Margo.
El anciano sacudió lentamente la cabeza.
—Nunca lo sabremos. El gobierno descubrió algo en la cima de ese tepui, tal vez oro, platino, yacimientos auríferos. En estos tiempos, los satélites detectan cantidad de cosas. Sea como sea, el tepui fue incendiado desde el aire en la primavera de 1988.
—¿Incendiado? —preguntó Margo.
—Arrasado con napalm, una forma poco convencional y cara de hacerlo. Por lo visto, no consiguieron controlar el fuego, que se extendió y quemó la zona durante meses. Emplearon equipos hidráulicos japoneses y pulverizaron literalmente partes enormes de la montaña. No cabe duda de que extrajeron el oro, el platino o lo que fuera con compuestos de cianuro y luego dejaron que el veneno se vertiera en los ríos. No queda nada, nada en absoluto. Por eso el museo no envió una segunda expedición en busca de los restos de la primera. —Carraspeó.
—Es horrible —murmuró Margo.
Jörgensen la miró con sus inquietantes ojos cerúleos.
—Sí, horrible. No leerá nada al respecto en la exposición «Supersticiones», desde luego.
Smithback levantó una mano mientras extraía la grabadora con la otra.
—Perdone, ¿puedo…?
—No, no puede grabar esto, ni publicarlo, ni citarlo; nada. He recibido una nota a tal efecto esta mañana, como ya sabrá. Esto es sólo para mí. No he podido hablar de ello durante años, y ahora estoy dispuesto a hacerlo, y sólo esta vez. De modo que calle y escuche.
Se hizo el silencio.
—¿Por dónde iba? —continuó el anciano—. Ah, sí. Whittlesey no tenía permiso para subir al tepui. Maxwell, un burócrata consumado, estaba decidido a que su compañero se atuviera a las normas. Bien, cuando uno se encuentra en la selva, a trescientos kilómetros de cualquier clase de gobierno… ¿qué normas? —Lanzó una risita—. Dudo de que alguien sepa con exactitud qué ocurrió allí. Montague me contó la historia, que él había deducido a partir de los telegramas de Maxwell. No era una fuente objetiva, desde luego.
—¿Montague? —interrumpió Smithback.
—En cualquier caso —prosiguió Jörgensen, ignorando la pregunta del periodista—, parece ser que Maxwell se topó con una flora increíble. El 99 por ciento de las especies vegetales que crecían en la falda del tepui era absolutamente nuevo para la ciencia. Encontraron helechos extraños y primitivos, y monocotiledóneas que parecían reversiones a la era mesozoica. Aunque Maxwell era antropólogo físico, se volvió loco al ver la vegetación. Llenaron caja tras caja de especímenes raros. Fue entonces cuando Maxwell encontró aquellas vainas.
—¿Eran muy importantes?
—Eran de un fósil viviente. Algo semejante al descubrimiento del celacántido en los años treinta: una especie de todo un filum que creían se había extinguido en el período carbonífero. Todo un filum.
—Esas vainas ¿parecían huevos? —inquirió Margo.
—Lo ignoro. Montague sí las vio y me comentó que eran duras como el acero. Para germinar, debían ser enterradas a bastante profundidad en el suelo acidógeno de una selva tropical. Supongo que seguirán en esas cajas.
—El doctor Frock creía que eran huevos.
—Frock debería ceñirse a la paleontología. Es un hombre brillante, pero errático. En cualquier caso, Maxwell y Whittlesey discutieron, como era de esperar. Al primero no podía importarle menos la botánica, pero reconocía una rareza en cuanto la veía. Quería regresar al museo con las vainas. Se enteró de que Whittlesey pretendía escalar el tepui y buscar a los kothoga, y eso le alarmó. Temía que las cajas quedaran retenidas en un puerto y no pudiera sacar sus preciosas vainas. Se separaron. Whittlesey se internó en la selva, subió al tepui y nunca volvieron a verlo.
»Cuando Maxwell llegó a la costa con el resto de la expedición, envió un montón de telegramas al museo para despotricar contra Whittlesey y explicar su versión de los hechos. Después, él y el resto murieron en aquel accidente de aviación. Por suerte, habían acordado mandar las cajas por separado, o tal vez no fue por suerte. El museo tardó un año en recuperar el material, pues nadie parecía tener demasiada prisa por hacerlo. —Puso los ojos en blanco en señal de disgusto.
—Ha mencionado a un tal Montague —le recordó Margo en voz baja.
—Montague —repitió Jörgensen con la vista perdida—. Era un joven doctor en antropología, candidato a trabajar para el museo; el protégé de Whittlesey. Huelga decir que cayó en desgracia cuando se recibieron los telegramas de Maxwell. Desde entonces, miraron con desconfianza a cuantos habíamos sido amigos de Whittlesey.
—¿Qué fue de Montague?
El viejo vaciló.
—No lo sé —contestó por fin—. Desapareció un día. Nunca regresó.
—¿Y las cajas?
—A Montague le interesaba mucho examinar aquellas cajas, sobre todo la de Whittlesey, pero, como ya he dicho, cayó en desgracia, y le apartaron del proyecto, que, de hecho, se abandonó. La expedición había representado tal desastre que los peces gordos quisieron olvidar lo sucedido. Cuando las cajas llegaron finalmente, se quedaron sin abrir. Casi toda la documentación se quemó en el accidente. En teoría, había un diario de Whittlesey, pero nadie lo vio. En cualquier caso, Montague se quejó y suplicó hasta que le designaron encargado de la restauración. Entonces, se marchó.
—¿Qué quiere decir? —inquirió Smithback.
Jörgensen lo miró como si dudara entre contestar o no a la pregunta.
—Se fue del museo y nunca regresó. Tengo entendido que dejó abandonados su apartamento y toda su ropa. Su familia inició una investigación, pero no descubrió nada. Era un tipo bastante extraño. Casi todo el mundo supuso que se había marchado a Nepal o Tailandia para encontrarse a sí mismo.
—Corrieron rumores —dijo Smithback. No era una pregunta, sino una afirmación.
El botánico rió.
—¡Pues claro que corrieron rumores! Como siempre. Rumores de que debía dinero, rumores de que se había fugado con la mujer de un gángster, rumores de que había sido asesinado y su cadáver arrojado al río East… Pero era tan insignificante en el museo que casi todo el mundo le olvidó al cabo de pocas semanas.
—¿También rumores de que la Bestia del Museo lo mató? —preguntó Smithback.
La sonrisa de Jörgensen se desvaneció.
—No exactamente, pero a raíz de su marcha todos los rumores sobre la maldición afloraron de nuevo. Según se comentaba por aquel entonces, todo aquel que había estado en contacto con las cajas moría. Algunos guardias y empleados de la cafetería, ya conoce a esa gente, aseguraron que Whittlesey había saqueado un templo, que había algo en la caja, una reliquia maldita. Dijeron que la maldición había seguido a la reliquia hasta el museo.
—¿No quiso usted estudiar las plantas que Maxwell envió? —preguntó el periodista—. Usted es botánico, ¿no?
—Joven, usted no sabe nada de ciencia. No existe un botánico que domine todas las especialidades. No me interesa la paleobotánica de las angiospermas. Todo eso estaba fuera de mi campo. Mi especialidad es la coevolución de las plantas y los virus. O era —añadió con cierta ironía.
—Pero Whittlesey quería que usted echara un vistazo a los especímenes que envió —insistió Smithback.
—No sé por qué. Ésta es la primera vez que oigo hablar de ello. Nunca había visto esta carta. —Se la entregó a Margo de mala gana—. Yo diría que es una falsificación, excepto por la letra y el contenido.
Se hizo el silencio.
—Aún no ha expresado su opinión acerca de la desaparición de Montague —dijo por fin Margo.
Jörgensen se frotó el puente de la nariz y clavó la vista en el suelo.
—Me asustó.
—¿Por qué?
Se produjo de nuevo un largo silencio.
—No estoy seguro —respondió por fin—. En una ocasión, Montague tuvo un problema económico y me pidió dinero prestado. Era muy escrupuloso, se esforzó mucho por devolvérmelo. No parecía propio de él desaparecer de esa manera. La última vez que lo vi, estaba a punto de iniciar un inventario de las cajas. Se mostró muy entusiasmado. —Miró a Margo—. No soy un hombre supersticioso. Soy un científico. Como ya he dicho, no creo en maldiciones y esa clase de cosas…
El anciano se interrumpió.
—Pero… —le azuzó Smithback.
El botánico traspasó al escritor con la mirada.
—Muy bien. —Se reclinó en la silla y clavó la vista en el techo—. Les he explicado que Julian Whittlesey era amigo mío. Antes de partir, recopiló todas las leyendas que pudo encontrar acerca de la tribu kothoga, sobre todo las procedentes de los pueblos de las tierras bajas que vivían a la orilla del río, los yanomano. Recuerdo que me contó una historia el día antes de partir. Los kothoga, según un informante yanomano, habían hecho un trato con un ser llamado Zilashkee, una criatura semejante a nuestro Mefistófeles, aunque más radical; toda la maldad y la muerte del mundo emanaban de este ente, que acechaba en los alrededores del pico del tepui. Al menos, eso afirmaba la leyenda. En cualquier caso, el acuerdo establecía que Zilashkee entregaría a su hijo a los kothoga a cambio de que éstos mataran y devoraran a sus propios hijos; además, la tribu prometía adorarle eternamente a él y sólo a él. Cuando los kothoga terminaron su siniestra tarea, Zilashkee les envió a su hijo, quien procedió a asolar la tribu, matando y devorando a sus miembros. Cuando los kothoga se quejaron, Zilashkee rió y dijo: «¿Qué esperabais? Yo soy el mal». Por fin, mediante el empleo de la magia, conjuros o algo por el estilo, la tribu logró controlar a la bestia. Era inmortal. Por tanto, el hijo de Zilashkee siguió bajo el control de los kothoga, quienes lo utilizaron a su capricho, lo que resultó una empresa peligrosa. La leyenda refiere que, desde entonces, los kothoga buscan una manera de deshacerse de él. —Jörgensen contempló el motor desmontado—. Ésta es la historia que Whittlesey me contó.
»Cuando me enteré del accidente de aviación, de la muerte de Whittlesey, de la desaparición de Montague…, bien, no pude evitar pensar que los kothoga habían logrado por fin desembarazarse del hijo de Zilashkee. —El anciano botánico cogió una pieza de la maquinaria y, con expresión ausente, le dio vuelta—. Whittlesey me dijo que el hijo de Zilashkee se llamaba Mbwun, El Que Camina A Cuatro Patas.
Dejó caer la pieza y sonrió.