Un silencio sepulcral reinaba en el despacho del director. Ni siquiera el ruido del tráfico de la calle, situada tres pisos más abajo, se filtraba por las gruesas ventanas blindadas. La señora Lavinia Rickman estaba sentada en una butaca de cuero color vino, y Wright, tras el escritorio, prácticamente engullido por la inmensa superficie de caoba. Un retrato del fundador del museo, Ridley A. Davis, pintado por Reynolds, los observaba.
El doctor Ian Cuthbert ocupaba un sofá pegado a la pared del fondo. Estaba inclinado, con los codos apoyados sobre las rodillas, y su traje de tweed pugnaba de su cuerpo esquelético. Tenía el entrecejo fruncido. Huraño e irritable por regla general, aquella tarde ofrecía un semblante más severo que de costumbre.
Por fin, Wright rompió el silencio.
—Ha llamado dos veces esta tarde —explicó a Cuthbert—. No puedo esquivarle eternamente. Tarde o temprano montará un cirio por haberle sido denegado el acceso a las cajas. Tal vez saque a colación el tema de Mbwun. La controversia estará servida.
Cuthbert asintió.
—Mejor tarde que temprano. Cuando la exposición se inaugure y empiece su andadura, con cuarenta mil visitantes al día y artículos favorables en todos los periódicos, podrá armar todo el alboroto que quiera.
Se produjo otro largo silencio.
—Detesto interpretar el papel de abogado del diablo —dijo por fin Cuthbert—, pero cuando todo este revuelo de los asesinatos se calme, tú, Winston, tendrás que mostrarte más complaciente. Quizá todos esos rumores acerca de la maldición resulten muy molestos ahora, pero, cuando la situación se haya normalizado, no nos vendría mal un poco de escándalo. Todo el mundo querría entrar en el museo para comprobarlo por sí mismo. Sería bueno para el negocio. No podríamos haberlo montado mejor, Winston.
Wright miró al subdirector con expresión ceñuda.
—Rumores sobre la maldición. Quizá sean ciertos. Piensa en todas las tragedias que han acompañado a esa horrible estatuilla alrededor del mundo. —Lanzó una carcajada carente de alegría.
—No hablarás en serio —dijo Cuthbert.
—Ya lo creo que sí —replicó Wright—. No quiero volverte a oír hablar así. Frock tiene amigos importantes. Si se queja ante ellos… Bien, ya sabes cómo se esparcen las historias. Sospecharán que ocultas información, que te aprovechas de esos crímenes para atraer al público. Menuda publicidad, ¿eh?
—De acuerdo —concedió el subdirector con una sonrisa gélida—. En todo caso, no necesito recordarte que, si esta exposición no se inaugura cuando se había previsto, todo quedará restringido a un plano puramente teórico. Hay que mantener a Frock bajo control. Ahora se dedica a enviar mercenarios para que hagan el trabajo sucio. Uno de ellos trató de entrar en la cámara de seguridad hace menos de una hora.
—¿Quién? —preguntó Wright.
—El guardia actuó como un estúpido, pero consiguió averiguar el nombre del tipo: Bill.
—¿Bill?
Rickman se incorporó con brusquedad.
—Sí, creo que se llamaba Bill —dijo Cuthbert, volviéndose hacia la directora de relaciones públicas—. ¿No es el nombre del periodista que está escribiendo el libro para la exposición? Es tu hombre, ¿verdad? ¿Lo tienes bajo control? Me han comentado que no para de hacer preguntas.
—Desde luego —respondió Rickman con una sonrisa radiante—. Hemos tenido nuestras diferencias, pero ahora se atiene a las normas. Como siempre digo, si se controlan las fuentes, se controla también al periodista.
—De modo que se atiene a las normas, ¿eh? —ironizó el director—. Entonces ¿por qué consideraste necesario enviar esta mañana un mensaje por correo para recordar que nadie debía hablar con desconocidos?
La señora Rickman se apresuró a levantar una mano bien cuidada.
—Lo tengo bajo control.
—Será mejor que así sea —advirtió Cuthbert—. Has participado en esto desde el principio. Supongo que no querrás que ese periodista empiece a airear trapos sucios.
Se oyó un siseo en el intercomunicador, y una voz anunció:
—El señor Pendergast desea verlo.
—Hágale entrar —ordenó Wright. Dirigió una mirada sombría a los presentes—. Allá vamos.
El agente apareció en la puerta con un periódico doblado bajo el brazo y se detuvo un momento.
—Caramba, qué enternecedora escena. Doctor Wright, gracias por recibirme de huevo. Doctor Cuthbert, es siempre un placer. Y usted debe de ser Lavinia Rickman, ¿no es cierto, señora?
—Sí —contestó ella con una sonrisa remilgada.
—Señor Pendergast, siéntese donde guste —invitó Wright con una leve sonrisa.
—Gracias, doctor, pero prefiero estar de pie.
Pendergast se acercó a la enorme chimenea y, cruzando los brazos, se apoyó contra la repisa.
—¿Ha venido para informarnos? Sin duda ha solicitado esta reunión para informarnos de una detención.
—No —contradijo Pendergast—. Lo siento, pero no hay detenciones. Lo cierto es, doctor Wright, que no hemos progresado mucho, a pesar de lo que la señora Rickman ha contado a los periódicos.
Les enseñó los titulares del diario: «Detención inminente por los crímenes de la Bestia del Museo».
Se produjo un breve silencio. Pendergast dobló el periódico y lo dejó con cuidado sobre la repisa de la chimenea.
—¿Cuál es el problema? —preguntó Wright—. No entiendo por qué tardan tanto.
—Hay muchos problemas, como sin duda sabrá —dijo Pendergast—, pero no he venido para informarles de las investigaciones. Bastará con recordarles que hay un asesino suelto por el museo. No tenemos motivos para creer que haya dejado de matar. Por lo que sabemos, siempre actúa de noche; en otras palabras, después de las cinco de la tarde. Como agente especial al mando de este caso, lamento comunicarles que el toque de queda que hemos impuesto seguirá en vigor hasta que el asesino sea encontrado. No habrá excepciones.
—La inauguración… —empezó Rickman.
—Habrá que aplazarla, quizá una semana, tal vez un mes. No puedo prometerles nada. Lo lamento muchísimo.
El director se levantó, lívido.
—Usted aseguró que se celebraría la inauguración siempre que no se cometieran más asesinatos. Ése fue el acuerdo.
—Yo no llegué a ningún acuerdo con usted, doctor —contradijo con toda tranquilidad Pendergast—. Me temo que estamos tan cerca de atrapar al asesino como al principio de la semana. —Señaló el periódico que había dejado sobre la repisa—. Titulares como ésos contribuyen a que la gente se relaje y baje la guardia. Es probable que acuda mucho público a la inauguración. Miles de personas en el museo después de oscurecer… —Meneó la cabeza—. No me queda otra alternativa.
Wright miró al agente con incredulidad.
—¿Espera que aplacemos la inauguración y causemos perjuicios irreparables al museo por culpa de su incompetencia? La respuesta es «no».
Pendergast, impertérrito, caminó hacia el centro del despacho.
—Perdone, doctor Wright, si no me he expresado con suficiente claridad. No he venido para solicitar su permiso, sino para notificarle mi decisión.
—Muy bien —repuso el director con voz trémula—. Entiendo. Es usted incapaz de desempeñar bien su trabajo, y aun así se empeña en indicarme cómo debo realizar el mío. ¿Tiene idea de los perjuicios que el aplazamiento ocasionará a la exposición? ¿Sabe qué clase de mensaje recibirá el público? Bien, Pendergast, no lo permitiré.
El agente lo miró sin pestañear.
—Todo personal no autorizado que sea encontrado en las dependencias después de las cinco de la tarde será detenido y acusado de violar la escena de un crimen. Se trata de una falta leve. Posteriores violaciones se considerarán obstrucción a la justicia. Es un delito mayor, doctor Wright. Confío en haberme expresado con la suficiente claridad.
—Lo único que está claro ahora es el camino hacia la puerta —dijo Wright en voz más alta—. Carece de obstáculos. Haga el favor de tomarlo.
Pendergast asintió.
—Caballeros, señora.
Dio media vuelta y salió en silencio de la habitación. Cerró la puerta sin hacer ruido y se detuvo un momento ante el despacho del director. Mirando hacia la puerta, recitó:
—«De modo que regreso para mi satisfacción censurado, y obtengo a cambio tres veces más de lo que he gastado».
La secretaria ejecutiva de Wright dejó de mascar chicle en el acto.
—¿Howzat? —preguntó.
—No, Shakespeare —contestó él, encaminándose hacia el ascensor.
Con mano trémula, Wright descolgó el auricular del teléfono.
—¿Qué coño ocurrirá ahora? —exclamó Cuthbert—. Que me aspen si un maldito policía va a echarnos de nuestro propio museo.
—Tranquilo, Cuthbert —dijo Wright. Hablo al auricular—: Póngame con Albany ahora mismo.
Se hizo el silencio. El director miró a Cuthbert y Rickman mientras esperaba y trataba de apaciguar su agitada respiración.
—Ha llegado el momento de pedir algunos favores —dijo—. Ya veremos quién dice la última palabra: un sietemesino albino, o el director del museo de historia natural más grande del mundo.