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Beauregard finalizó la anotación y guardó la libreta en el bolsillo. Sabía que debería informar del incidente. «A la mierda», decidió. Era evidente que la chica no tramaba nada, a juzgar por su expresión asustada. Redactaría el informe cuando tuviera tiempo.

Beauregard estaba de mal humor. Le desagradaba custodiar puertas. De todos modos, era mejor que dirigir el tráfico cuando los semáforos se averiaban. Y causaría buena impresión en O’Ryans. «Sí —diría—, me han asignado el caso del museo. Lo siento, no puedo comentar nada».

«Para ser un museo, hay mucho silencio», pensó. Suponía que, en un día normal, el edificio bulliría de actividad, pero el museo desconocía la normalidad desde el domingo. Al menos durante el día los empleados entraban y salían de las nuevas salas de exposición, que ya se habían cerrado con vistas a la inauguración. Para poder acceder a ellas, se precisaba un permiso por escrito del doctor Cuthbert, a menos que se tratara de un policía o un guardia de seguridad en misión oficial. Gracias a Dios, su turno terminaba a las seis, y durante dos días no pisaría aquel lugar. Partiría solo hacia las Catskills para pescar, como había planeado.

Beauregard acarició la pistolera de la Smith and Wesson 38 especial, siempre lista para entrar en acción. Y sobre su otra cadera descansaba un revólver cargado con balas explosivas capaces de derribar a un elefante.

El agente oyó un golpeteo apagado a sus espaldas. Giró en redondo, con el corazón acelerado de repente, y observó las puertas cerradas de las salas de la exposición. Localizó una llave, las abrió y escudriñó el interior.

—¿Quién anda ahí?

Una brisa fría le rozó la mejilla.

Dejó que las puertas se cerraran y comprobó la cerradura. Se podía salir, pero no entrar. La chica se habría colado por la entrada delantera. Pero ¿no estaba también cerrada? No le habían dicho nada.

El sonido se repitió.

«Bien, coño —pensó—, mi trabajo no consiste en mirar dentro. He de impedir que alguien acceda a la exposición. No me han dicho nada acerca de dejar salir».

Beauregard comenzó a canturrear y siguió el ritmo tabaleando dos dedos sobre el muslo. Diez minutos más, y se marcharía de aquel edificio embrujado.

El ruido volvió a sonar.

Beauregard abrió las puertas por segunda vez y se asomó al interior. Vislumbró formas borrosas; vitrinas, una entrada de aspecto siniestro.

—Soy agente de policía. Haga el favor de contestar.

Ninguna respuesta.

Beauregard retrocedió y sacó su radio.

—Beauregard a Ops, ¿me recibes?

—Aquí TDN. ¿Qué ocurre?

—Informo de ruidos en la salida trasera de la exposición.

—¿Qué clase de ruidos?

—Indeterminados. Parece que hay alguien dentro.

Rumor de conversación y una risa ahogada.

—Er… ¿Fred?

—¿Qué?

Beauregard estaba cada vez más irritado. El tipo con quien hablaba era un verdadero capullo.

—Será mejor que no entres.

—¿Por qué?

—Tal vez sea el monstruo, Fred. Podría atraparte.

—Vete a la mierda —masculló el agente. No debía investigar nada sin apoyo, y aquel individuo lo sabía.

Un ruido áspero se oyó detrás de las puertas, como si alguien las arañara. A Beauregard le costaba respirar.

La radio chirrió.

—¿Aún no has visto al monstruo? —preguntó la voz.

—Repito —dijo Beauregard, procurando que su voz sonara lo más neutra posible—, informo de ruidos no identificados en las salas de la exposición. Solicito refuerzos para investigar.

—Quiere refuerzos. —Se oyó una carcajada reprimida—. Fred, carecemos de refuerzos. Todo el mundo está ocupado.

—Escucha —dijo Beauregard, que ya había perdido los estribos—, ¿quién está contigo? ¿Por qué no lo envías aquí?

—McNitt. Está tomando un café, ¿verdad, McNitt?

Beauregard oyó más carcajadas y desconectó la radio. «Que les den por el culo —pensó—. Menudos profesionales». Ojalá el teniente estuviera escuchando en aquella frecuencia.

Esperó en el vestíbulo a oscuras. «Cinco minutos más, y me marcharé».

—TDN llamando a Beauregard. ¿Me recibes?

—Diez, cuatro —contestó el agente.

—¿Aún no ha llegado McNitt?

—No. ¿Ya ha terminado el café?

—Eh, sólo estaba bromeando —repuso TDN, algo nervioso—. Lo envié al instante.

—Bien, pues se ha perdido, y mi turno acaba dentro de cinco minutos. Tengo libres las próximas cuarenta y ocho horas, y nadie lo impedirá. Será mejor que le avises por radio.

—No me recibe —explicó TDN.

Beauregard se temió lo peor.

—¿Qué camino tomó McNitt? ¿Subió en el ascensor de la sección 17?

—Sí, yo mismo se lo indiqué. Tengo un plano, el mismo que tú.

—Para llegar aquí, ha de atravesar la exposición. Una idea muy inteligente. Tendrías que haberle dicho que utilizara el montacargas.

—Eh, no me vengas con monsergas, Freddy. Es él quien se ha perdido, no yo. Ponte en contacto conmigo en cuanto aparezca.

—Sea como sea, me largaré dentro de cinco minutos —insistió el agente—. Entonces Effinger se ocupará de todo. Corto y cierro.

En ese instante Beauregard oyó un súbito tumulto en la exposición. Sonó una especie de ruido sordo. «Jesús —pensó— McNitt».

Abrió las puertas y entró al tiempo que desabotonaba la pistolera de su 38.

TDN se llevó a la boca otro bollo y masticó. Lo tragó con un sorbo de café. La radio siseó.

—McNitt a Ops. Adelante, TDN.

—Diez, cuatro. ¿Dónde coño estás?

—En la entrada trasera. No he encontrado a Beauregard. No consigo localizarlo.

—Deja que pruebe yo. —Pulsó el transmisor—. TDN llamando a Beauregard. Fred, adelante. TDN llamando a Beauregard… Eh, McNitt, creo que se ha acojonado y se ha marchado a casa. Su turno ha terminado. ¿Cómo has llegado hasta ahí?

—Subí en el ascensor, como me dijiste. Las puertas de la parte delantera de la exposición estaban cerradas y, como no llevaba las llaves, di la vuelta. Me perdí un poco.

—Quédate ahí, ¿de acuerdo? El relevo llegará en cualquier momento. Se trata de Effinger, según consta aquí. Avísame por radio en cuanto se presente, y luego regresa.

—Aquí viene Effinger. ¿Intentarás localizar a Beauregard?

—¿Bromeas? No soy su niñera.