Cuando la tarde comenzaba a declinar, Margo, cansada, levantó la vista del monitor. Se estiró, pulsó una tecla que puso en funcionamiento la impresora situada al final del pasillo, se reclinó en la silla y se frotó los ojos. Por fin había terminado el texto de Moriarty; no demasiado esmerado, tal vez, ni tan completo como hubiera querido, pero no podía dedicarle más tiempo. En realidad se sentía bastante complacida, y descubrió que estaba ansiosa por llevar una copia al despacho de Moriarty, que se hallaba en la cuarta planta del observatorio Butterfield, donde se alojaba el equipo que preparaba la exposición «Supersticiones».
Pasó las páginas del directorio en busca de la extensión de Moriarty. A continuación descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de cuatro cifras.
—Central de la exposición —ladró una voz. Al fondo, se oían adioses apagados.
—¿Está George Moriarty? —preguntó ella.
—Creo que ha bajado a la exposición —contestó la voz—. Vamos a cerrar. ¿Algún mensaje?
—No, gracias.
Margo colgó y consultó su reloj; eran casi las cinco, hora del toque de queda. La exposición se inauguraría el viernes por la noche, y había prometido a Moriarty entregarle el escrito.
Cuando se disponía a levantarse, recordó que su tutor le había propuesto que llamara a Greg Kawakita. Suspirando, descolgó de nuevo el auricular. No perdía nada por intentarlo. Cabía la posibilidad de que ya hubiera abandonado el edificio. En tal caso, dejaría un mensaje en el contestador.
—Al habla Greg Kawakita —respondió la familiar voz de barítono.
—¿Greg? Soy Margo Green. —«No emplees ese tono de disculpa —se reprendió—. ¡Ni que fuera un jefe de departamento, o algo por el estilo!».
—Hola, Margo. ¿Qué ocurre?
Ella oyó un tintineo de llaves al otro extremo de la línea.
—Quería pedirte un favor. De hecho, me lo ha sugerido el doctor Frock. Estoy efectuando un análisis de algunos especímenes de plantas utilizadas por la tribu kiribitu, y él me propuso que los sometiera al Extrapolador. Tal vez encuentre correspondencias genéticas en las muestras.
Se produjo un breve silencio.
—Bien, Margo, me gustaría ayudarte, de veras, pero el Extrapolador no está aún en condiciones de ser utilizado por el primero que se presente. Todavía estoy buscando virus, y no podría garantizar los resultados.
A Margo se le encendió el rostro.
—¿Por el primero que se presente?
—Lo siento, escogí mal las palabras. Ya sabes a qué me refiero. Además, estoy muy ocupado, y ese toque de queda no contribuye a facilitarme las cosas. ¿Por qué no me telefoneas dentro de un par de semanas? Te diré algo entonces.
Margo se levantó, cogió la chaqueta y el bolso, y fue en busca del documento impreso. Intuía que Kawakita le daría largas indefinidamente. Bien, que se fuera a la mierda. Localizaría a Moriarty y le entregaría la copia antes de marcharse. Tal vez éste le enseñaría la exposición, y ella procuraría averiguar qué había provocado tanto revuelo.
Unos minutos más tarde, Margo caminaba con parsimonia por la Sala de Selous. Había dos policías apostados en la entrada, y un conserje trabajaba en el centro de información, guardando libros mayores y disponiendo objetos de venta para los visitantes. «Suponiendo que venga alguno», pensó ella. Los oyentes, que conversaban bajo la enorme estatua de bronce de Selous, no se fijaron en Margo.
La muchacha recordó la charla que había mantenido aquella mañana con Frock. Si no atrapaban al asesino, se adoptarían medidas de seguridad más estrictas. Tal vez se retrasaría la exposición de la tesina; quizá cerrarían todo el museo. Margo meneó la cabeza. Si eso ocurría, tendría que regresar a Massachusetts.
Se dirigió hacia la Galería Walker y la entrada trasera de «Supersticiones». Observó decepcionada que las grandes puertas de hierro ya estaban cerradas y que ante ellas se extendía una cuerda de terciopelo sostenida por dos postes de latón. Junto a uno de ellos se hallaba un policía.
—¿Puedo ayudarla, señorita? —preguntó. Su placa rezaba «F. Beauregard».
—Deseo ver a George Moriarty. Creo que se encuentra en las galerías de la exposición. He de entregarle algo.
Blandió el documento ante el agente, que no se mostró impresionado.
—Lo lamento, señorita. Pasan de las cinco. No debería estar aquí. Además —añadió con más suavidad—, estas salas no se abrirán hasta mañana por la mañana.
—Pero… —empezó a protestar Margo. Dio media vuelta y se encaminó hacia la rotonda con un suspiro.
Después de doblar una esquina, se detuvo. Al final del pasillo vacío vio la enorme y tenebrosa sala. El agente F. Beauregard se hallaba a su espalda, oculto por la esquina. Guiada por un impulso, giró a la izquierda para enfocar un corto pasadizo que comunicaba con otro. Tal vez no era demasiado tarde para localizar a Moriarty.
Subió por unas escaleras, miró alrededor con cautela antes de avanzar y penetró muy despacio en una sala abovedada en que se exhibían insectos. Después torció a la derecha y se adentró en una galería que se extendía alrededor del segundo nivel de la Sala Marina. Como todos los demás estaba desierto y en penumbras.
Bajó por unas escaleras de caracol hasta la sala principal. Con mayor lentitud aún, avanzó junto a un grupo de morsas y una maqueta de un arrecife submarino construida con meticulosidad. Dioramas como aquél, tan de moda en los años treinta y cuarenta, ya no se realizaban porque resultaban demasiado caros.
Al final de la sala se alzaba la entrada a la Galería Weisman, donde se ubicaban las exposiciones temporales más largas. Se trataba de un conjunto de galerías que albergarían el material de «Supersticiones». Papel negro cubría el interior de las puertas de cristal doble, donde aparecía un gran letrero que rezaba: «Galería cerrada. Nueva exposición en preparación. Gracias por su comprensión».
La puerta izquierda estaba cerrada con llave. Sin embargo, la derecha se abrió con facilidad. Margo miró hacia atrás con disimulo; no había nadie.
La puerta se cerró a su espalda. La joven se encontró en un angosto espacio que separaba las paredes exteriores de la galería de la parte trasera de la exposición propiamente dicha. Por el suelo serpenteaban cables eléctricos y se disimulaban tablas de madera contrachapada y clavos grandes. A su izquierda se alzaba una enorme estructura de cartón piedra y tablas sostenida por contrafuertes de madera, que recordaba a la parte posterior de un plato de Hollywood. Ningún visitante del museo vería aquella zona.
Avanzó con cautela por el estrecho espacio para no tropezar en aquel pasadizo tenuemente iluminado por bombillas revestidas de metal colocadas cada seis metros. No tardó en descubrir un pequeño hueco entre los paneles de madera; era lo bastante grande, decidió, para colarse por él.
Entró en una enorme antesala hexagonal. Tres arcos góticos conducían a pasillos que se perdían en la oscuridad. De las paredes colgaban fotografías de chamanes, iluminadas por detrás. Contempló con aire reflexivo las tres salidas. Ignoraba en qué parte de la exposición se hallaba, dónde empezaba, dónde terminaba, qué dirección debía tomar para localizar a Moriarty…
—¿George? —susurró, incapaz de alzar la voz en el silencio y las tinieblas.
Recorrió el corredor central hasta llegar a una sala oscura, más grande que la anterior y repleta de objetos. A intervalos regulares, un haz de luz caía sobre una pieza: una máscara, un cuchillo de hueso, una talla extraña cubierta de clavos… Daba la impresión de que los objetos flotaban en la oscuridad aterciopelada. Franjas de luz y sombras demenciales jugaban a lo largo del techo.
La galería se estrechaba al final. Margo tuvo la extraña sensación de que se adentraba en una caverna profunda. «Muy efectista», pensó. Comprendió por qué Frock se mostraba disgustado.
Penetró más en las tinieblas, acompañada sólo por el ruido de sus pasos, amortiguados por la mullida alfombra. No vio los objetos exhibidos hasta que casi estuvo encima de ellos, y se preguntó cómo regresaría a la sala de los chamanes. Tal vez habría una salida que no estuviera cerrada con llave (una salida bien iluminada) en algún otro punto de la exposición.
Ante ella, el angosto pasillo se bifurcaba. Tras un momento de vacilación, eligió el pasaje de la derecha. A medida que avanzaba, observaba las pequeñas hornacinas situadas a ambos lados; cada una contenía una única pieza de aspecto grotesco. El silencio resultaba tan estremecedor que contuvo el aliento.
El corredor desembocaba en una cámara. Margo se detuvo ante un conjunto de cabezas maoríes tatuadas. No estaban reducidas. Los cráneos permanecían en el interior, conservados, según rezaba la etiqueta, mediante humo. Las cavidades oculares aparecían rellenas de fibras, y las pieles de color caoba brillaban. Los labios negros y marchitos dejaban al descubierto los dientes; las seis cabezas sonreían histéricamente en la noche. Los tatuajes azules, de una complejidad escalofriante (intrincadas espirales que se cruzaban una y otra vez y se curvaban alrededor de las mejillas, la nariz y el mentón), habían sido efectuados en vida, según se leía en el rótulo.
Al otro lado, la galería se estrechaba hasta un punto donde se alzaba un enorme tótem rechoncho, iluminado por una pálida luz anaranjada situada detrás. Sombras de cabezas de lobo gigantescas y aves con crueles picos ganchudos se proyectaban en el techo. Convencida de haber llegado a un callejón sin salida, Margo se acercó al tótem. Entonces reparó en una pequeña abertura, a la izquierda de la figura, que conducía a una cámara. Avanzó despacio, con el mayor sigilo posible. Cualquier pensamiento de llamar a Moriarty otra vez se había desvanecido hacía rato. «Gracias a Dios, no estoy cerca del sótano antiguo», pensó.
La cámara contenía una selección de fetiches. Algunos eran simples piedras talladas en forma de animales; la mayoría representaba monstruos que reflejaban la vertiente más oscura de la superstición humana. Otra abertura condujo a Margo al interior de una habitación larga y estrecha, revestida de fieltro negro. Una pálida luz azul surgía de un recoveco oculto. El techo era muy bajo. «Smithback tendría que caminar a gatas por aquí», pensó.
El recinto se ensanchaba hasta formar un espacio octogonal. Una luz moteada se filtraba desde las representaciones en vitrales de infiernos medievales que pendían del alto techo abovedado. Grandes vitrinas dominaban cada pared. Se acercó a la más próxima y vio una tumba maya. Un esqueleto yacía en el centro, cubierto por una espesa capa de polvo y rodeado por diversos objetos. Sobre la caja torácica descansaba un peto dorado, y anillos de oro ceñían los dedos huesudos. Alrededor del cráneo se disponían jarros pintados, uno de los cuales contenía una ofrenda consistente en diminutas mazorcas de maíz resecas.
El siguiente aparador exhibía un sepulcro esquimal, donde reposaba una momia envuelta en pieles. El siguiente era aún más sorprendente: un ataúd podrido sin tapa, de estilo europeo, con su cadáver correspondiente. El cuerpo, ataviado con levita y corbata, estaba muy descompuesto. La cabeza aparecía rígidamente inclinada hacia Margo, como preparada para revelarle un secreto. Las cavidades oculares vacías sobresalían, y la boca estaba osificada en un rictus de dolor. Margo retrocedió un paso. «Santo Dios —pensó—, debe de ser el bisabuelo de alguien». El tono realista de la etiqueta, que refería con buen gusto los rituales asociados a los típicos entierros de Estados Unidos en el siglo XIX, desmentía el horror visual de la escena. «Es cierto —pensó—. El museo se la juega con una exposición tan fuerte como ésta».
Decidió prescindir de las otras vitrinas y se encaminó hacia una arcada baja situada al otro lado de la habitación octogonal. Más allá, el pasillo se bifurcaba. A su izquierda había una pequeña cámara sin salida, y a su derecha un largo y estrecho corredor que se perdía en la oscuridad. No quería ir por allí; aún no. Entró en la cámara sin salida y se detuvo de repente. A continuación avanzó para examinar una de las vitrinas.
Las piezas expuestas en aquella galería giraban en torno al concepto de la maldad absoluta en sus múltiples manifestaciones míticas. Se mostraban diversas imágenes de un demonio medieval, así como el espíritu del mal esquimal, Tornarsuk. Sin embargo, lo que fascinó a Margo fue una estatuilla que, colocada a cuatro patas, descansaba sobre un rudo altar de piedra situado en medio del recinto e iluminado por un foco amarillo. La pieza, tallada con tal meticulosidad que la joven quedó sin aliento, estaba cubierta de escamas. Había algo en ella (tal vez los largos miembros delanteros, tal vez el ángulo de la cabeza) que resultaba perturbadoramente humano. Margo se estremeció. «¿Qué clase de imaginación pudo concebir un ser con escamas y pelo?» Leyó la etiqueta: «Mbwun. Esta talla representa al dios loco Mbwun, labrada tal vez por la tribu kothoga de la cuenca superior del Amazonas. Este dios salvaje, también conocido como "El Que Anda A Cuatro Patas", era muy temido por las demás tribus indígenas de la zona. Según las leyendas locales, la tribu kothoga era capaz de conjurar a Mbwun a voluntad e incitarle a destruir los poblados vecinos. Se han hallado muy pocos objetos kothoga, y ésta es la única imagen de Mbwun que se conoce. A excepción de algunas referencias en las leyendas de la Amazonia, no se sabe nada más sobre los kothoga, o sobre su misterioso "demonio".»
Un escalofrío le recorrió la espalda. Margo observó la figura atentamente. Le repelían las facciones de reptil, los ojos pequeños y malvados… las garras; tres en cada extremidad delantera…
«Oh, Dios santo».
Su instinto le aconsejó que guardara un silencio absoluto. Transcurrió un minuto; luego otro.
Entonces oyó de nuevo el ruido que la había paralizado. Se trataba de un extraño crujido, lento, deliberado, enloquecedoramente suave. Los pasos amortiguados por la gruesa alfombra sonaban cerca… muy cerca. Un espantoso hedor amenazó con asfixiarla.
Intentando controlar el pánico, miró alrededor, despavorida, en busca de la salida más segura. Reinaba una oscuridad total. Salió de la cámara con el mayor sigilo y cruzó la bifurcación. Al oír otro crujido, echó a correr, correr, correr, como un rayo en la negrura, dejando atrás los objetos siniestros y las estatuas horripilantes que parecían materializarse en los tenebrosos pasillos.
Por fin, sin aliento, se acuclilló en un nicho donde se exhibían muestras de medicina primitiva. Se refugió tras una vitrina que contenía un cráneo humano clavado en la punta de un poste de hierro. Aguzó el oído.
Nada; ni ruidos, ni movimientos. Esperó, mientras su respiración se apaciguaba, y recobraba el sentido común. Nada la acechaba. De hecho, nunca había habido nada, aparte de su febril imaginación, espoleada por aquel recorrido de pesadilla. «Ha sido una tontería colarse —pensó—. Ahora no sé si querré volver, ni siquiera en el sábado más frecuentado».
En cualquier caso, debía encontrar una salida. Confiaba en que, aunque era tarde, alguien que la oyera llamar con los puños si se topaba con una puerta cerrada con llave. Resultaría embarazoso dar explicaciones a un guardia o a un policía, pero al menos conseguiría salir.
Miró por encima de la vitrina. Aunque todo hubiera sido fruto de su imaginación, prefería no volver por el mismo camino. Contuvo el aliento, salió con sigilo y aguzó el oído. Nada.
Giró a la izquierda y avanzó poco a poco por el pasillo, en busca de una ruta que la sacara de la exposición. Se detuvo ante una amplia bifurcación y forzó la vista para escudriñar la oscuridad, mientras se debatía entre las dos posibilidades. «¿Por qué no habrá señales que indiquen la salida? Supongo que aún no las habrán instalado. Muy típico». El pasillo de la izquierda parecía prometedor; daba la impresión de que se abría a un amplio vestíbulo.
Captó un movimiento con el rabillo del ojo. Con los miembros petrificados, dirigió una mirada temerosa a la derecha. Una sombra —negro sobre negro— se deslizaba furtivamente hacia ella.
Margo echó a correr por el pasillo, con una velocidad nacida del terror. Más que ver, intuyó que las paredes se ensanchaban. De pronto vislumbró dos rendijas verticales de luz que delineaban una puerta doble. Sin dejar de correr, se precipitó hacia ella. La puerta cedió, y algo cayó a un lado con un ruido metálico. Percibió una débil luz; las suaves luces rojas de un museo por la noche. Un aire frío le acarició la mejilla.
Cerró la puerta, sollozando, y se apoyó contra ella, con los ojos cerrados, luchando por recuperar el aliento.
En la oscuridad que se extendía a su espalda, se oyó el inconfundible sonido de alguien que carraspeaba.