El antiguo montacargas de la sección 28 del museo siempre olía a cadáver, pensó Smithback. Probó a respirar por la boca.
El montacargas era enorme, del tamaño de un estudio de Manhattan, y el ascensorista lo había decorado con una mesa, una silla y fotografías recortadas de la revista de naturaleza del museo; jirafas que se frotaban el cuello, insectos que copulaban, un mandril que exhibía el culo y mujeres nativas de pechos caídos.
—¿Le gusta mi pequeña galería de arte? —preguntó el ascensorista con una sonrisa lasciva. Debía de tener sesenta años y lucía un tupé naranja.
—Es agradable conocer a alguien interesado por la historia natural —replicó con sarcasmo el periodista.
Cuando salió, el olor a carne podrida le asaltó con fuerza redoblada. Daba la impresión de que impregnaba el aire como la niebla del Maine.
—¿Cómo lo soporta? —consiguió preguntar al ascensorista.
—¿Soportar qué? —dijo el hombre, antes de cerrar las puertas.
Una voz alegre se oyó desde el fondo del pasillo, por encima del ruido de los conductos de aire.
—¡Bienvenido! —exclamó un hombre de edad avanzada mientras estrechaba la mano de Smithback—. Hoy sólo se sirve cebra guisada. Se ha perdido los rinocerontes. De todos modos, haga el favor de entrar.
El periodista sabía que su marcado acento era austríaco.
Jost von Oster, responsable de la zona de preparación osteológica, donde se reducían a huesos los cadáveres de animales, contaba más de ochenta años, pero ofrecía un aspecto tan sonrosado, alegre y regordete que aparentaba menos edad.
Von Oster había ingresado en el museo a finales de los años veinte. Preparaba y montaba esqueletos para las exposiciones. En aquella época su obra maestra, una serie de esqueletos de caballo montados al paso, al trote y al galope, había revolucionado la forma de exhibir animales. A continuación, Von Oster se había dedicado a recrear hábitats de tamaño natural, tan populares en los años cuarenta, en que cada detalle (hasta la saliva de la boca del animal) parecía real.
Pero la era de las muestras de hábitats había pasado, y Von Oster había sido relegado a la Sala de los Insectos. Había rechazado todas las ofertas de jubilación y dirigía muy contento el laboratorio osteológico, donde los animales (cedidos sobre todo por zoológicos) eran convertidos en huesos de un blanco inmaculado que luego se examinaban o montaban. No obstante, no había perdido su talento como escultor de hábitats, por lo que le habían encargado la elaboración de un grupo especial de chamanes para la exposición «Supersticiones». Precisamente Smithback quería incluir en un capítulo de su libro la trabajosa preparación de aquel grupo. Obedeciendo la indicación de Von Oster, entró en aquella famosa sala que nunca antes había visitado.
—Me complace mucho que haya venido a mi taller —dijo el anciano—. Ya no baja casi nadie por culpa de esos espantosos asesinatos. ¡Me alegro mucho!
El taller parecía una extravagante cocina industrial. Profundos depósitos de acero inoxidable ocupaban una pared, y sobre ellos colgaban enormes poleas, cadenas y ganchos para manipular los cadáveres más grandes. En el centro de la sala se había practicado un sumidero, en cuya silla había quedado atorado un hueso. Al fondo del taller se alzaba una cocina de acero inoxidable, sobre la cual descansaba un animal de gran envergadura. De no haber sido por el letrero escrito a mano sujeto a una pata de la cocina, el periodista nunca habría adivinado que la bestia era un dugongo del mar de los Sargazos. Picos, alicates y cuchillos diminutos rodeaban el cuerpo, casi descompuesto ya.
—Gracias por concederme un poco de su tiempo —farfulló Smithback.
—¡En absoluto! —exclamó Von Oster—. Ojalá nos permitieran realizar visitas guiadas, pero el acceso a esta zona está prohibido a los turistas. Es una pena. Tendría que haber venido a ver los rinocerontes. Gott, era impresionante.
Cruzó la sala con ágiles zancadas y enseñó a Smithback el depósito de maceración que contenía el cadáver de la cebra. Pese al extractor, el fuerte olor persistía. Von Oster levantó la tapa y retrocedió como un cocinero orgulloso.
—¿Qué opina?
El escritor contempló el líquido marrón que llenaba el depósito. Bajo la turbia superficie yacía el cadáver de la cebra. La carne y los tejidos blandos se licuaban poco a poco.
—Está un poco maduro —murmuró Smithback.
—¿Qué quiere decir? ¡Está en su punto! El hornillo que hay debajo mantiene el agua a una temperatura constante de noventa y cinco grados. En primer lugar se extraen las vísceras del cadáver, que se arrojan a este depósito, donde se pudren. Al cabo de dos semanas, se retira el tapón, y todo va a parar al desagüe. Lo que queda es esta gran pila de huesos grasientos. Luego se llena de nuevo el depósito, se añade un poco de alumbre, y se hierven los huesos; no demasiado, porque se reblandecen. —Von Oster hizo una pausa para tomar aliento—. Es como cuando se cuece demasiado el pollo. ¡Uf! ¡Malo! Estos huesos aún tienen grasa; por eso los lavamos. Con el benceno adquieren un blanco purísimo.
—Señor Von Oster… —empezó Smithback. Si no reconducía la entrevista con rapidez, nunca saldría de allí. Y no soportaría aquel olor mucho más rato—. ¿Podría explicarme algo acerca del grupo de chamanes en que trabaja? Estoy escribiendo un libro sobre «Supersticiones». ¿Recuerda nuestra conversación?
—¡Ja, ja! ¡Por supuesto!
Se precipitó hacia un escritorio y sacó unos dibujos. El periodista conectó la grabadora.
—En primer lugar se pinta el fondo sobre una superficie cóncava para evitar las esquinas, ¿lo ve? Así se consigue crear una sensación de profundidad.
Von Oster procedió a describir el proceso con verdadero entusiasmo. «Estupendo —pensó Smithback—. Este tío es el sueño de todo escritor».
Mientras hablaba, el anciano acuchillaba el aire con gestos exagerados y respiraba hondo entre frase y frase. Cuando terminó, dedicó una sonrisa radiante a Smithback.
—Bien, ¿quiere ver los escarabajos?
Smithback no pudo resistirse. Había oído hablar de aquel famoso procedimiento, inventado por Von Oster y adaptado por los museos de historia natural más importantes del país, según el cual los coleópteros despojaban a un cadáver de la carne para dejar al descubierto un esqueleto perfectamente articulado.
La sala que albergaba aquellos insectos era cálida y húmeda, poco más grande que un ropero. Los escarabajos, denominados «dermestides» y procedentes de África, vivían en tubos de porcelana blanca de lados resbaladizos y coronados por una tapa de rejilla. Avanzaban lentamente sobre hileras de animales muertos despellejados.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Smithback, mirando los cadáveres cubiertos de escarabajos.
—¡Murciélagos! —respondió Von Oster—. Murciélagos para el doctor Huysmans. Se tardarán unos diez días en limpiarlos.
Entre los olores y los insectos, Smithback ya había tenido bastante. Tendió la mano hacia el científico.
—He de marcharme. Gracias por la entrevista. Estos escarabajos son impresionantes.
—¡Ha sido un auténtico placer! —contestó Von Oster—. Espere un momento. Ha dicho «entrevista». ¿Quién le ha encargado el libro?
Hasta ese momento no se había dado cuenta de que le habían entrevistado.
—El museo. Rickman dirige el cotarro.
—¿Rickman? —El anciano entornó los ojos.
—Sí. ¿Por qué?
—¿Usted trabaja para Rickman? —insistió Von Oster.
—En realidad no. Ella, bueno, se dedica a entrometerse —explicó el periodista.
Von Oster exhibió una amplia sonrisa.
—¡Puah, es como veneno! ¿Por qué trabaja para ella?
—No tuve más remedio —contestó Smithback, complacido por haber encontrado un aliado—. No creería las torturas a que me ha sometido. Oh, Dios.
El científico aplaudió.
—¡Lo creo! ¡Lo creo! ¡No cesa de causar problemas en todas partes! ¡No hace más que crear dificultades en los preparativos de esa exposición!
—¿Cómo es eso? —preguntó Smithback, interesado de repente.
—Cada día aparece y dice «esto no es bueno, aquello tampoco». Gott, qué mujer.
—Muy propio de ella —afirmó el otro con una sonrisa sombría.
—Ayer por la tarde estuve allí, y ella entró como una loca. «¡Que todo el mundo abandone la sala! ¡Vamos a traer la figura kothoga!» Todos tuvieron que parar de trabajar y salir.
—¿La figura? ¿Qué figura? ¿Qué tiene de especial? —Smithback pensó que algo tan importante para Rickman podía serle útil.
—La estatuilla de Mbwun, la perla de la exposición. No sé gran cosa al respecto. El caso es que estaba muy enfadada, se lo repito.
—¿Por qué?
—Ya se lo he dicho, por la figura. Corren muchos rumores sobre ella. Yo prefiero no oírlos.
—¿Qué clase de rumores?
El escritor escuchó al viejo durante bastante rato. Por fin salió del taller, y Von Oster lo acompañó hasta el montacargas. Cuando las puertas se cerraron, el anciano continuaba hablando:
—¡Qué mala suerte trabajar para ella! —exclamó antes de que el montacargas empezara a subir.
Smithback, absorto en sus pensamientos, no lo oyó.