18

Miércoles

Frock, sentado en la silla de ruedas, se enjugó la frente con un pañuelo Gucci.

—Siéntese, por favor —invitó a Margo—. Gracias por venir tan deprisa. Es espantoso, sencillamente espantoso.

—Pobre guardia —dijo ella. Nadie en el museo hablaba de otra cosa.

—¿Guardia? —Frock levantó la vista—. Ah, sí, una tragedia. No, me refería a eso. —Alzó una circular—. Contiene toda clase de normas nuevas. Muy molesto. A partir de hoy, el personal sólo puede permanecer en el edificio entre las diez y las cinco. Queda prohibido trabajar hasta tarde o acudir los domingos. Se apostarán guardias en cada departamento. Habrá que firmar cada vez que se entre y salga del Departamento de Antropología. Se pide que llevemos encima en todo momento alguna identificación; de lo contrario, resultará imposible acceder al museo. —Siguió leyendo—. Veamos… ¿qué más…? Ah, sí. «Procure permanecer en la medida de lo posible en su sección asignada». Y he de advertirle que debe evitar entrar sola en las zonas aisladas del museo. Si necesita ir a alguna parte, intente que alguien la acompañe. La policía interrogará a quienes trabajan en el sótano antiguo. Usted ha de presentarse a principios de la semana que viene. Se prohíbe el acceso a varias secciones del museo.

Dejó la circular sobre la mesa. Margo vio que incluía un plano del piso con las zonas prohibidas sombreadas en rojo.

—No se preocupe —añadió Frock—. Su despacho se halla fuera de la zona.

«Fantástico —pensó ella—. Precisamente fuera, donde el asesino estará acechando».

—Parece una solución bastante complicada, profesor Frock. ¿Por qué no se han limitado a cerrar todo el museo?

—No me cabe duda de que lo propusieron, querida. Estoy seguro de que Winston les disuadió de ello. Si «Supersticiones» no se inaugura en la fecha prevista, el museo tendrá graves problemas. —Señaló la circular—. ¿Damos por zanjado el asunto? Hay otras cosas de las que quiero hablar con usted.

Margo asintió. «El museo tendrá graves problemas». Su compañera de despacho, al igual que la mitad del personal, había telefoneado aquella mañana para avisar que estaba enferma. Quienes se presentaban formaban corrillos en torno a las máquinas de café o las fotocopiadoras para intercambiar rumores y comentarios. Además, las salas de exposición del museo estaban casi vacías. Los visitantes habituales (familias en vacaciones, grupos escolares y niños alborotadores) comenzaban a escasear. En aquellos momentos el museo atraía sobre todo a los morbosos.

—Tenía curiosidad por saber si había obtenido alguna planta para el capítulo sobre los kiribitu —continuó Frock—. He pensado que sería un ejercicio útil para los dos someterlas al Extrapolador.

El teléfono sonó.

—Maldita sea —masculló el científico y descolgó el auricular—. ¿Sí? —Siguió un largo silencio—. ¿Es preciso? —preguntó. Hizo una pausa—. Si insiste —concluyó. Colgó y exhaló un suspiro—. Las autoridades me piden que baje al sótano. Dios sabrá para qué. Se trata de un tal Pendergast. ¿Le importaría empujar la silla? Charlaremos por el camino.

Ya en el ascensor, Margo explicó:

—Conseguí algunos especímenes en el herbario, aunque no tantos como quería. ¿Sugiere que los sometamos al ESG?

—Exacto —contestó Frock—. Dependerá del estado de las plantas, por supuesto. ¿Hay material imprimible?

ESG significaba «Extrapolador Secuencial Genético», el programa que Kawakita y Frock habían elaborado para analizar impresiones genéticas.

—La mayoría de las plantas está en buen estado —admitió Margo—. Pero, doctor Frock, no sé de qué pueden servir al Extrapolador.

«¿Estoy celosa de Kawakita? —se preguntó—. ¿Por eso me resisto?».

—Mi querida Margo, su situación es ideal —exclamó Frock, y su entusiasmo le impulsó a llamarla por el nombre—. Usted no puede reproducir la evolución, pero sí simularla con ordenadores. Tal vez esas plantas estén relacionadas genéticamente, de acuerdo con la clasificación que los chamanes kiribitu desarrollaron. ¿No sería interesante para su tesina?

—No me lo había planteado —reconoció Margo.

—Ahora estamos probando el programa, y nos convendría realizar un estudio como ése —prosiguió Frock, muy animado—. ¿Por qué no propone a Kawakita que trabajen juntos?

Margo asintió. En realidad, estaba convencida de que Kawakita no desearía compartir su notoriedad (ni siquiera su investigación) con nadie.

La puerta del ascensor se abrió a un puesto de control custodiado por dos policías armados con fusiles.

—¿Es usted el doctor Frock? —preguntó uno.

—Sí —contestó, irritado.

—Acompáñenos, por favor.

Margo empujó la silla a través de varias encrucijadas hasta llegar al segundo puesto de control, donde se hallaban otros dos policías y un hombre alto y delgado que vestía un fúnebre traje negro y llevaba el cabello, de un rubio blanquecino, peinado hacia atrás. Cuando los policías apartaron la barrera, se adelantó.

—Usted debe de ser el doctor Frock —dijo, y tendió la mano—. Gracias por bajar. Como ya le dije, espero otra visita; por eso no pude ir a su despacho. De haber sabido que estaba… —señaló la silla de ruedas con un movimiento de la cabeza—, no se lo habría pedido. Agente especial Pendergast.

«Un acento curioso —pensó Margo—. ¿Alarma? Este tipo no parece un agente del FBI».

—No importa —dijo Frock, apaciguado por la cortesía de Pendergast—. Ésta es mi ayudante, la señorita Green.

Margo estrechó la fría mano de Pendergast.

—Es un honor conocer a un científico tan distinguido como usted —continuó el agente—. Espero disponer de tiempo libre para leer su nuevo libro.

—Gracias.

—En él, usted aplica la denominada «Ruina del Jugador» a su teoría de la evolución, ¿no es cierto? Siempre he considerado que apoyaba su hipótesis bastante bien, sobre todo si da por sentado que la mayoría de los géneros surgen cerca de la frontera absorbente.

Frock se irguió en la silla.

—Bien, ah, pensaba incluir ciertas referencias a eso en mi próximo libro. —Daba la impresión de que no encontraba las palabras.

Pendergast indicó con un cabeceo a los dos agentes que volvieran a colocar la barrera.

—Necesito su ayuda, doctor Frock —murmuró.

—Cuente con ella.

A Margo le asombró la rapidez con que Pendergast se había granjeado la simpatía de su tutor.

—Debo pedirle que, de momento, guarde en secreto esta conversación —dijo Pendergast—. ¿Me da su palabra? ¿Y usted, señorita Green?

—Por supuesto —contestó Frock.

Margo asintió.

El agente hizo una seña a uno de los policías, que de inmediato le entregó una bolsa de plástico grande con una etiqueta en que se leía la palabra «prueba». Extrajo de ella un objeto pequeño y oscuro que tendió a Frock.

—Lo que tiene en sus manos es el molde en látex de la garra encontrada en uno de los niños asesinados la semana pasada.

Margo se inclinó para examinarla. Curvada y mellada, debía de medir alrededor de dos centímetros y medio.

—Una garra —musitó Frock, observándola detenidamente—. Muy extraña; yo diría que se trata de una falsificación.

Pendergast sonrió.

—No hemos logrado identificar su origen, doctor, pero dudo de que sea una falsificación. En el canal de la raíz se ha detectado un poco de materia que están secuenciando para analizar el ADN. Los resultados son aún ambiguos, y los análisis continúan.

Frock enarcó las cejas.

—Interesante.

—Y ahora mire esto —dijo Pendergast al tiempo que introducía la mano en la bolsa y sacaba un objeto mucho mayor—. Es una reconstrucción de lo que desgarró al niño.

Se lo entregó a Frock.

Margo miró el molde con desagrado. En un extremo, el látex aparecía moteado y deformado, mientras que en el otro los detalles se presentaban claros y bien definidos; terminaba en tres garras engarriadas: una central, grande, flanqueada por dos más cortas.

—¡Santo cielo! —exclamó Frock—. Parece de un saurio.

—¿Saurio? —preguntó Pendergast, escéptico.

—De un dinosaurio —dijo Frock—. Un típico miembro delantero de ornitisquio, diría yo, con una diferencia. Fíjese aquí. El dígito central es muy grueso, en tanto que las garras son demasiado pequeñas.

Pendergast arqueó las cejas en señal de sorpresa.

—Bien, señor —dijo lentamente—, nos inclinamos hacia los felinos de gran tamaño, o hacia algún otro mamífero carnívoro.

—Usted sabrá, señor Pendergast, que todos los depredadores mamíferos tienen cinco dedos.

—Por supuesto, doctor. Si me lo permite, me gustaría explicarle nuestra hipótesis.

—Desde luego.

—Una teoría se basa en que el asesino está utilizando esto —alzó el miembro— como arma para despedazar a sus víctimas. Sospechamos que lo que sostengo en la mano es la imitación de algún objeto fabricado por una tribu primitiva a partir de, por ejemplo, un miembro delantero de jaguar o león. Al parecer el ADN está deteriorado. Tal vez se trate de una pieza antigua, propiedad del museo, que fue robada con posterioridad.

Frock había bajado la cabeza hasta apoyarla sobre el pecho. Se produjo un silencio sólo roto por los pasos de los policías que vigilaban las barreras. Frock habló por fin:

—¿Se detectó alguna garra rota en las heridas del guardia asesinado?

—Una buena pregunta. Compruébelo usted mismo.

Introdujo la mano en la bolsa de plástico y extrajo una pesada placa de látex; un rectángulo largo con tres salientes mellados en el centro.

—Éste es un molde de las heridas abdominales del guardia —explicó Pendergast.

Margo se estremeció. Su aspecto era escalofriante.

El doctor examinó los salientes con suma atención.

—La penetración debió ser extraordinaria; la herida no muestra indicios de una garra rota. Por tanto, sugiere que el asesino utiliza dos objetos distintos.

Pendergast asintió. Frock inclinó la cabeza una vez más. El silencio se prolongó unos minutos.

—Otra cosa —dijo de repente en voz muy alta—. ¿Observa que las marcas de la garra se juntan un poco? Están más separadas arriba que abajo.

—Sí —concedió el agente.

—Como una mano que se cierra y forma un puño. Eso indica que el instrumento es flexible.

—Sin duda —reconoció Pendergast—. No obstante, la carne humana es bastante blanda y se deforma con facilidad. No hay que extraer demasiadas conclusiones de estos moldes. —Hizo una pausa—. Doctor Frock, ¿falta algún objeto de la colección capaz de causar estos efectos?

—No existe ninguna pieza semejante en la colección —respondió Frock con una ligera sonrisa—. Esto no pertenece a ningún animal vivo que yo haya estudiado. ¿Se ha fijado en que esta garra tiene forma cónica y una raíz muy profunda? ¿Observa cómo se va ahusando hasta adquirir una forma de cruz tripiramidal casi perfecta cerca de la parte superior? Esta característica sólo se da en dos clases de animales: dinosaurios y aves. Por ese motivo algunos biólogos evolutivos postulan que los pájaros descienden de los dinosaurios. Si no fuera tan larga, diría que es un pájaro; por lo tanto, debe de pertenecer a un dinosaurio. —Dejó la garra de látex sobre el regazo y levantó la vista—. Una persona inteligente familiarizada con la morfología del dinosaurio podría ser capaz de moldear una garra como ésta, desde luego, y utilizarla como arma mortal. Supongo que habrán analizado el fragmento original para averiguar si está compuesto de materia biológica auténtica, como por ejemplo queratina, o de material inorgánico.

—Sí, doctor. Es auténtica.

—¿Están seguros de que el ADN era auténtico?

—Sí —contestó Pendergast—. Como ya he explicado, procedía del canal de la raíz, no de debajo de la cutícula.

—¿Puedo preguntarle de qué era el ADN?

—Aún no tenemos el informe definitivo.

Frock levantó una mano.

—Comprendido. Dígame, ¿por qué no utilizan los laboratorios de ADN del museo? Nuestras instalaciones son tan buenas como cualquiera del estado.

—En efecto, doctor, pero no sería correcto proceder así. Si los análisis se efectuaran en el lugar de los hechos, ¿podríamos confiar en los resultados, teniendo en cuenta que tal vez el asesino fuera el encargado de manejar los aparatos? —Sonrió—. Espero que perdone mi insistencia, doctor; ¿le importaría considerar la posibilidad de que esta arma haya sido construida a partir de reliquias pertenecientes a la colección de antropología, y pensar en un objeto u objetos que guarden semejanza con este molde?

—Como quiera —contestó Frock.

—Gracias. Volveremos a hablar de ello dentro de un par de días. Entretanto, ¿sería posible conseguir un inventario impreso de la colección de antropología?

Frock sonrió.

—¿Seis millones de piezas? Consulte el catálogo del ordenador. ¿Desea que le instalen una terminal?

—Tal vez más adelante —respondió Pendergast. Introdujo la placa de látex en la bolsa de plástico—. Su oferta es muy amable. El puesto de mando se halla en la galería situada detrás de la sala de reprografía.

Sonaron pasos a sus espaldas. Margo se volvió y vio la alta figura del doctor Ian Cuthbert, subdirector del museo, seguida de dos agentes.

—¿Hasta cuándo se prolongará esto? —protestó Cuthbert, deteniéndose ante la barrera—. Ah, Frock, veo que también han reclamado su presencia. Una molestia tras otra.

Frock asintió de forma imperceptible.

—Doctor Frock —dijo Pendergast—, lo siento. Éste es el caballero a quien esperaba cuando usted llegó. Puede quedarse si lo desea.

El científico asintió de nuevo.

—Bien, doctor Cuthbert. —Pendergast se volvió hacia el escocés—. Le he pedido que bajara porque me gustaría obtener cierta información sobre la zona que hay a mi espalda. —Señaló una puerta grande.

—¿La zona de seguridad? ¿Qué quiere saber? Estoy seguro de que cualquier otra persona podría…

—Ah, prefiero preguntarle a usted —interrumpió el agente con cortesía no exenta de firmeza—. ¿Entramos?

—Si no me roba demasiado tiempo… —dijo Cuthbert—. He de organizar una exposición.

—Sí, desde luego —intervino Frock con tono algo sarcástico—, una exposición.

Indicó a Margo que empujara la silla.

—¿Doctor Frock? —llamó Pendergast sin alzar la voz.

—¿Sí?

—¿Sería tan amable de devolverme el molde?

La puerta revestida de cobre había sido sacada de la zona de seguridad del museo y sustituida por una de acero. Al otro lado del vestíbulo se alzaba una puerta pequeña con un letrero que rezaba «Pachydermae». Margo se preguntó cómo habían logrado introducir a través de ella los enormes huesos de elefante.

Empujó la silla de Frock a lo largo del estrecho pasadizo de la zona de seguridad. El museo almacenaba los objetos más valiosos en pequeñas cámaras situadas a ambos lados: zafiros y diamantes; marfil y cuernos de rinoceronte amontonados en estantes; huesos y pieles de animales extinguidos… Al otro extremo, dos hombres vestidos con trajes oscuros conversaban en voz baja. Se pusieron firmes cuando Pendergast apareció.

Éste se detuvo ante una cámara abierta. La puerta, adornada con volutas, lucía un gran pomo negro de combinación, y una palanca de latón. En el interior una bombilla arrojaba una luz áspera sobre las paredes metálicas. En el cubículo había varias cajas muy grandes y una más pequeña cuya tapa había sido retirada. De una de las grandes, que se hallaba en muy mal estado, sobresalían virutas.

Pendergast esperó a que todo el mundo entrara en la cámara.

—Permítame ponerles en antecedentes —dijo—. El asesinato del guardia se cometió no lejos de aquí. Después, al parecer, el asesino recorrió el pasillo y trató de romper la puerta que comunica con la zona de seguridad. Tal vez lo había intentado antes sin conseguirlo.

»Al principio nos preguntamos qué buscaba el asesino. Como saben, el museo alberga piezas muy valiosas. —Pendergast hizo una seña a un policía, que se acercó y le entregó un trozo de papel—. De modo que empezamos a investigar y averiguamos que nada ha entrado ni salido de la zona de seguridad desde hace seis meses; excepto estas cajas, que fueron trasladadas a esta cámara la semana pasada, por orden suya, señor Cuthbert.

—Señor Pendergast, déjeme explicarle… —empezó Cuthbert.

—Un momento, por favor —atajó el agente—. Cuando las inspeccionamos, descubrimos algo muy interesante. —Señaló la caja dañada—. Fíjense en las tablillas. Las de dos por seis muestran profundas señales de garras. La policía científica me ha comunicado que las marcas encontradas en las víctimas fueron causadas por el mismo objeto o instrumento.

Pendergast clavó la mirada en el subdirector del museo.

—No tenía ni idea… —balbuceó éste—. No han robado nada. Consideré que… —Se le quebró la voz.

—¿Podría referirnos la historia de este material, doctor?

—Es fácil de explicar. No encierra el menor misterio. Las cajas fueron enviadas por una antigua expedición.

—Lo suponía —dijo Pendergast—. ¿Por cuál?

—La expedición Whittlesey —contestó Cuthbert. Tras una pausa, suspiró y añadió—: Fue una expedición a Sudamérica que se emprendió hace cinco años. Fue… No tuvo mucho éxito.

—Fue un desastre —afirmó Frock con tono despectivo. Ignorando la mirada colérica de Cuthbert, prosiguió—: En aquel entonces, provocó un escándalo en el museo. La expedición se disgregó al poco tiempo, debido a ciertas desavenencias entre los miembros. Algunos de ellos fueron asesinados por nativos hostiles, y los demás perecieron en un accidente de aviación cuando regresaban a Nueva York. Corrieron los inevitables rumores acerca de una maldición y chismes por el estilo.

—Eso es una exageración —protestó Cuthbert—. No se produjo ningún escándalo.

Pendergast los miró.

—¿Y las cajas? —inquirió.

—Fueron embarcadas por separado —respondió el subdirector—. Bien, ese dato carece de importancia. Una de ellas contenía un objeto muy especial, una estatuilla obra de una tribu sudamericana extinta. Será un elemento importante en la exposición «Supersticiones».

Pendergast asintió.

—Continúe.

—La semana pasada, cuando fui a recuperar la estatuilla, descubrí que una de las cajas estaba abierta. —La señaló—. En consecuencia, ordené que todas ellas fueran trasladadas provisionalmente a la zona de seguridad.

—¿Qué robaron?

—Bien, eso es lo más sorprendente. No faltaba ningún objeto. Sólo la estatuilla ya vale una fortuna, pues se trata de una pieza única, perteneciente a la tribu kothoga, que se extinguió hace años.

—Así pues, ¿no faltaba nada? —preguntó Pendergast.

—Bueno, nada importante. Por lo visto, habían desaparecido las vainas de semillas, o lo que fueran. Maxwell, el científico que las empaquetó, murió en el accidente de avión, cerca de Asunción.

—¿Vainas? —preguntó Pendergast.

—No sé qué eran, la verdad. A excepción del material antropológico, no sobrevivió ninguna clase de documentación. Sólo contábamos con el diario de Whittlesey. Cuando llegaron las cajas, se realizó cierto trabajo de reconstrucción, pero desde entonces… —Se interrumpió.

—Será mejor que me hable de esa expedición —pidió Pendergast.

—No hay mucho que contar. Se organizó para rastrear las huellas de la tribu kothoga y llevar a cabo una exploración y compilación generales en una zona muy remota de la selva tropical. Creo que los trabajos preliminares calculaban que el 95 por ciento de las especies vegetales eran desconocidas para la ciencia. Whittlesey, un antropólogo, dirigía el grupo, compuesto, creo, por un paleontólogo, un antropólogo físico, tal vez un entomólogo y algunos ayudantes. Whittlesey y un ayudante llamado Crocker desaparecieron, seguramente asesinados por los nativos. Los demás perecieron en el accidente de aviación. Sólo disponíamos de documentación sobre la estatuilla, gracias al diario de Whittlesey. El resto del material es un misterio; no hay datos de dónde fue encontrado, nada.

—¿Por qué ha permanecido el material en estas cajas durante tanto tiempo? ¿Por qué no fue desempaquetado, catalogado e incluido en las colecciones?

Cuthbert se removió, inquieto.

—Bien —respondió a la defensiva—, pregunte a Frock. Es el jefe del departamento.

—Nuestras colecciones son enormes —explicó éste—. Hay huesos de dinosaurio guardados desde los años treinta que nunca han sido examinados. Se precisa de tiempo y dinero para restaurar esas cosas. —Suspiró—. En este caso particular, sin embargo, no fue un simple descuido. Según recuerdo, se prohibió al Departamento de Antropología ocuparse de esas cajas cuando se recibieron. —Dirigió una mirada llena de intención a Cuthbert.

—¡Eso fue hace años! —replicó con acritud el subdirector.

—¿Cómo saben que no contienen objetos raros las cajas que no han sido abiertas? —preguntó Pendergast.

—El diario de Whittlesey daba a entender que la única pieza importante era la estatuilla de la caja pequeña.

—¿Puedo ver ese diario?

Cuthbert negó con la cabeza.

—Se ha perdido.

—¿Se trasladaron las cajas por orden suya?

—Lo sugerí al doctor Wright después de descubrir que habían sido manipuladas —contestó Cuthbert—. Por lo general, mantenemos el material en las cajas originales hasta que se emprende la restauración; es una de las reglas del museo.

—De manera que las cajas fueron desplazadas la semana pasada —murmuró Pendergast—, justo antes del asesinato de los dos niños. ¿Qué podía buscar el asesino? —Miró a Cuthbert—. Antes comentó usted que habían robado vainas de las cajas, ¿verdad?

El subdirector se encogió de hombros.

—Como ya he dicho, no estoy seguro de qué eran. Me parecieron vainas, pero no soy botánico.

—¿Puede describirlas?

—Han pasado muchos años; no me acuerdo bien. Eran grandes, redondas, pesadas y rugosas por fuera; de color marrón claro. Sólo he visto el interior de la caja dos veces: cuando llegaron, y la semana pasada, cuando buscaba el Mbwun, la estatuilla.

—¿Dónde está la talla ahora? —preguntó el agente.

—Están restaurándola para la exposición. Ya tendría que estar en la vitrina, porque hoy acaban los preparativos.

—¿Sacó algo más de la caja?

—No. Sólo la estatuilla.

—Me gustaría verla —dijo Pendergast.

Cuthbert se rebulló, irritado.

—Ya la verá cuando se inaugure la exposición. La verdad, no sé qué pretende. ¿Por qué perder el tiempo con una caja rota cuando hay un asesino suelto por el museo?

Frock carraspeó.

—Margo, acérqueme más, por favor —pidió.

Ella empujó la silla hasta las cajas. El hombre se inclinó con un gruñido para examinar las tablillas rotas. Los demás lo contemplaron en silencio.

—Gracias —dijo. Se irguió y miró a los presentes—. Hagan el favor de observar que estas tablillas están estriadas tanto por fuera como por dentro. Señor Pendergast, ¿no nos estamos dejando llevar por las suposiciones?

—Yo nunca me dejo llevar por las suposiciones —replicó el agente del FBI con una sonrisa.

—Pues está haciéndolo —insistió Frock—. Todos ustedes dan por sentado que alguien, o algo, rompió la caja desde fuera.

Se produjo un repentino silencio en la cámara. Margo percibió el olor del polvo en el aire, y el tenue aroma de las virutas de madera.

De pronto Cuthbert lanzó una carcajada estentórea que despertó ecos en la cámara.

Cuando se dirigían al despacho de Frock, éste se mostraba muy animado.

—¿Ha visto ese molde? —preguntó a Margo—. Atributos propios de las aves, morfología de dinosaurio. ¡Esto podría ser lo que esperaba! —Apenas podía disimular su entusiasmo.

—Pero, profesor Frock, el señor Pendergast sospecha que fue construido como una especie de arma —se apresuró a replicar la joven. Mientras hablaba, se dio cuenta de que ella también quería creerlo.

—¡Paparruchas! —masculló Frock—. ¿No experimentó la sensación, al ver el molde, de observar algo familiar, aunque extraño por completo? Estábamos contemplando una aberración de la evolución, la confirmación de mi teoría.

Una vez en el despacho, el científico extrajo un cuaderno del bolsillo de la chaqueta y empezó a garrapatear.

—Profesor, ¿cómo podría un ser semejante…? —Margo se interrumpió cuando la mano de Frock se cerró sobre la suya.

—Mi querida muchacha, hay más cosas en el cielo y en la tierra, como Hamlet señaló. No siempre debemos especular. En ocasiones basta con observar. —Hablaba en voz baja, temblando de excitación—. No podemos desperdiciar esta oportunidad, ¿me oye? ¡Maldita sea esta prisión de acero mía! Usted se convertirá en mis ojos y mis oídos, Margo. Debe ir a todas partes, buscar arriba y abajo, ser la extensión de mis dedos. Hemos de aprovechar esta oportunidad. ¿Está dispuesta, Margo? Le apretó la mano con más fuerza aún.