16

Varios pisos más arriba, el teniente D'Agosta, sentado en un enorme sofá de cuero, chasqueó la lengua, descansó una pierna rechoncha sobre la rodilla de la otra y paseó la vista por el estudio del conservador. Pendergast, arrellanado en una butaca detrás de un escritorio, estaba absorto en un libro de litografías. Sobre su cabeza colgaba un gran cuadro de Audubon, con marco rococó dorado, que plasmaba el rito de apareamiento del airón blanco. Un artesonado de roble con la pátina de un siglo se alzaba sobre las paredes revestidas de molduras. Elegantes lámparas doradas pendían del techo, y una gran chimenea de piedra caliza de las Dolomitas muy labrada dominaba una esquina de la sala. «Bonita habitación —pensó el teniente—. Dinero antiguo, Nueva York antiguo. Tiene clase. No es un sitio para fumar un puro de dos pavos». Encendió uno.

—Pasan de las dos y media —dijo, y exhaló humo azul—. ¿Dónde demonios se habrá metido Wright?

Pendergast se encogió de hombros.

—Intenta intimidarnos —afirmó y pasó otra página.

D'Agosta observó un momento al hombre del FBI.

—Ya conoce a esos peces gordos de los museos. Creen que pueden hacer esperar a cualquiera —dijo por fin—. Wright y sus colegas nos tratan como a ciudadanos de segunda.

Pendergast pasó otra página.

—No tenía ni idea de que el museo poseía una colección entera de bocetos del Foro de Piranesi[2] —murmuró.

D'Agosta resopló. «Debe de ser interesante», pensó.

Después de comer, había telefoneado subrepticiamente a algunos amigos del FBI. Resultó que no sólo habían oído hablar de Pendergast, sino que también conocían ciertos rumores que corrían sobre él. Se había graduado con honores en una universidad inglesa; debía de ser cierto. Oficial de fuerzas especiales que había sido capturado en Vietnam y huido después de la selva; único superviviente de un campo de concentración camboyano. D'Agosta albergaba dudas al respecto. En cualquier caso, su opinión sobre aquel hombre comenzaba a cambiar.

La puerta maciza se abrió y entró Wright, seguido del jefe de seguridad. El director del museo se sentó con brusquedad frente al agente del FBI.

—Supongo que usted es Pendergast. —El director suspiró—. Acabemos de una vez.

D'Agosta se acomodó para presenciar el espectáculo.

Se produjo un largo silencio mientras Pendergast pasaba páginas. Wright se removió en la silla.

—Si está ocupado —dijo con irritación—, volveremos en otro momento.

El rostro de Pendergast quedaba oculto tras el grueso libro.

—No —dijo por fin—. Éste es un buen momento.

Pasó otra página con parsimonia, y luego otra.

El teniente observó con placer cómo el director enrojecía.

—No necesitamos al jefe de seguridad en esta reunión —dijo la voz detrás del libro.

—El señor Ippolito interviene en la investigación…

De repente, los ojos del agente aparecieron por encima del libro.

—Yo estoy al mando de esta investigación, doctor Wright —afirmó con tranquilidad Pendergast—. Si el señor Ippolito es tan amable.

El hombre dirigió una mirada nerviosa a Wright, que agitó la mano a modo de despedida.

—Escuche, señor Pendergast —dijo el director en cuanto la puerta se cerró—, dispongo de muy poco tiempo. Confío en que la entrevista sea breve.

Pendergast depositó con cuidado el tomo abierto sobre el escritorio.

—A menudo pienso que estas obras tempranas de Piranesi son las mejores. ¿No opina lo mismo?

Wright compuso una expresión de estupefacción.

—No sé qué tiene que ver eso con… —murmuró.

—Sus obras posteriores son interesantes, por supuesto, pero demasiado fantasiosas para mi gusto —añadió el agente especial.

—De hecho —empezó el director con tono pedagógico—, siempre he pensado…

El libro se cerró con un estruendo similar a un disparo.

—De hecho, doctor Wright —dijo con firmeza Pendergast, abandonando su anterior cortesía—, es hora de que olvide lo que siempre ha pensado. Le propongo un juego: yo hablo y usted escucha. ¿Comprendido?

Wright enmudeció, y su cara enrojeció de ira.

—Señor Pendergast, no consentiré que me hable de esa manera…

El agente le interrumpió:

—Por si no ha leído los titulares de los periódicos, doctor Wright, le informo de que se han cometido tres espantosos asesinatos en este museo en las últimas cuarenta y ocho horas. Tres. La prensa insinúa que un animal feroz es el responsable. La afluencia de público ha descendido en un 50 por ciento desde el fin de semana. Su personal está muy preocupado, por expresarlo de una manera suave. ¿Se ha molestado en dar hoy un paseo por el museo que dirige, doctor Wright? Lo encontraría muy edificante. La sensación de miedo resulta casi palpable. Los empleados, cuando se atreven a abandonar un momento sus despachos, salen en grupos. El personal de mantenimiento evita bajar al sótano antiguo argumentando cualquier excusa. No obstante, usted actúa como si nada ocurriera. Créame, doctor Wright, está sucediendo algo muy grave.

Pendergast se inclinó y cruzó lentamente los brazos sobre el escritorio. Se percibía algo tan amenazador en su postura, tan frío en sus claros ojos, que el director se encogió de forma inconsciente. D'Agosta contuvo el aliento.

—Podemos afrontar el problema de tres maneras —prosiguió el agente—: a su manera, a mi manera o a la manera del FBI. Hasta el momento, la ineficacia de sus métodos ha quedado demostrada. Tengo entendido además que la investigación policial se ha visto sutilmente obstruida. Las llamadas telefónicas no suelen atenderse, y el personal está siempre ocupado o ilocalizable. Los que se encuentran disponibles, como por ejemplo el señor Ippolito, no sirven de gran ayuda. La gente se presenta tarde a las citas. Todo esto basta para despertar mis sospechas. Su manera ya no es aceptable.

Pendergast esperó la reacción del director. Como no se produjo ninguna, prosiguió:

—En circunstancias normales, el FBI propondría cerrar el museo y cancelar las exposiciones. Esto acarrearía una publicidad negativa, se lo aseguro, y resultaría muy caro a los contribuyentes y a ustedes. Mi manera, en cambio, es un poco más suave. Si no se produce ningún cambio, el museo puede permanecer abierto; con ciertas condiciones, claro. En primer lugar, debe asegurarme la total colaboración del personal del museo. Necesitaremos hablar con usted y otros cargos directivos de vez en cuando, y quiero una disponibilidad total. Además, me facilitará una lista en que conste todo el personal. Interrogaremos a todos los trabajadores que estuvieran, o pudieran estar, cerca de la escena del crimen. No habrá excepciones. Estableceremos un horario, y todo el mundo tendrá que acudir a la hora concertada, con puntualidad.

—Pero hay dos mil quinientos empleados… —protestó Wright.

—En segundo lugar —atajó Pendergast—, a partir de mañana limitaremos el acceso de los empleados al museo hasta que la investigación concluya. El toque de queda se impone para garantizar la seguridad del personal; al menos, eso les dirá.

—Pero aquí se realizan investigaciones vitales…

—En tercer lugar… —Pendergast apuntó a Wright con tres dedos—. De vez en cuando nos veremos obligados a cerrar el museo, total o parcialmente. En algunos casos, sólo se negará la entrada a los visitantes; en otros, también se impedirá el acceso al personal. Tal vez avisemos con poca antelación. Esperamos que lo comprenda.

La furia de Wright aumentó.

—El museo sólo se cierra tres días al año: Navidad, Año Nuevo y Acción de Gracias. Esto no tiene precedentes. Será terrible para nuestro prestigio. —Dirigió a Pendergast una mirada larga y calculadora—. Además, dudo de que tenga autoridad para hacer eso. Creo que deberíamos… —Se interrumpió al ver que Pendergast había descolgado el auricular del teléfono—. ¿Qué hace? —preguntó.

—Doctor Wright, empiezo a hartarme. Quizá deberíamos consultar al ministro de Justicia.

Pendergast comenzó a marcar.

—Un momento —exclamó Wright—. Creo que podemos discutirlo sin involucrar a otras personas.

—Usted decide —replicó el agente, marcando el último número.

—Cuelgue, por el amor de Dios —ordenó el director, enfurecido—. Cooperaremos, por supuesto…, siempre que sea razonable.

—Muy bien. Si en el futuro considera que algo es irrazonable, podemos repetir la jugada.

Colgó el auricular con delicadeza.

—Si voy a colaborar, creo que tengo derecho a que se me informe del curso de las investigaciones desde la última atrocidad. Por lo visto, no han avanzado demasiado.

—Desde luego, doctor. —Pendergast fijó la vista en los papeles que descansaban sobre el escritorio—. Según la hora registrada en los relojes del museo, la última víctima, Jolley, falleció poco después de las diez y media de anoche. La autopsia lo confirmará. Como sabe, fue desgarrado, como las anteriores víctimas. Lo mataron mientras efectuaba su ronda, aunque el hueco de la escalera en que se halló el cadáver no estaba incluido en el recorrido habitual. Tal vez oyó un ruido sospechoso, o quizá se detuvo para fumar un canuto. De hecho se encontró una colilla de un cigarrillo de marihuana cerca de la puerta que comunicaba con el patio. Se realizarán los análisis oportunos para averiguar si tomó drogas.

—Dios, sólo nos faltaba eso —murmuró Wright—. Pero ¿no han conseguido pistas útiles? ¿Qué hay sobre eso del animal? Usted…

Pendergast levantó la mano para acallarlo.

—Preferiría no especular hasta que hablemos de las pruebas obtenidas con los expertos, algunos de los cuales tal vez pertenezcan a su plantilla. Oficialmente, aún no hemos encontrado ningún rastro que indique la presencia de un animal en las cercanías.

»El cadáver fue hallado al pie de la escalera, si bien era evidente que el ataque se había producido cerca del rellano, pues la sangre y las vísceras se esparcían a lo largo de la escalera. O rodó o fue arrastrado. Si no cree en mi palabra, doctor Wright, véalo por usted mismo.

Pendergast levantó un sobre de papel manila del escritorio, extrajo una fotografía y la depositó sobre la mesa.

—Oh, Dios mío —exclamó Wright—. Que Dios nos asista.

—La pared de la derecha estaba cubierta de sangre —explicó el agente—. Aquí tiene la fotografía.

La pasó a Wright, que se apresuró a colocarla sobre la primera.

—Será sencillo efectuar un análisis de trayectoria de las salpicaduras de sangre —continuó Pendergast—. En ese caso parece evidente que se produjo un tremendo golpe dirigido hacia abajo que destripó al instante a la víctima. —Guardó las fotografías y consultó su reloj—. El teniente D'Agosta se pondrá en contacto con usted para comprobar que todo se lleva a cabo según las directrices que hemos establecido —anunció—. Una última pregunta, doctor, ¿cuál de sus conservadores sabe más sobre las colecciones de antropología del museo?

Dio la impresión de que el doctor Wright no le había oído.

—El doctor Frock —respondió por fin con voz apenas audible.

—Muy bien. Ah, doctor… Le he dicho antes que el museo puede permanecer abierto, si todo sigue igual. Si alguien más es asesinado entre estas paredes, nos veremos obligados a cerrarlo de inmediato. El asunto quedará en mis manos. ¿Comprendido?

Al cabo de unos minutos, Wright asintió.

—Excelente. Soy muy consciente, doctor, de que la exposición «Supersticiones» se inaugura este fin de semana, y de que se ofrecerá una presentación el viernes por la noche. Me gustaría que la inauguración no sufriera retrasos, pero todo dependerá de lo que descubramos durante las próximas veinticuatro horas. La prudencia puede forzarnos a retrasarla.

El párpado izquierdo de Wright empezó a temblar.

—Eso es imposible. Toda nuestra campaña de márketing se iría a pique. La publicidad sería desastrosa.

—Ya lo veremos —replicó Pendergast—. A menos que tenga algo que añadir, no le retendremos por más tiempo.

Wright, pálido, se levantó y sin decir palabra salió del despacho muy erguido.

D'Agosta sonrió cuando la puerta se cerró.

—Ha ablandado con mucha elegancia a ese bastardo —comentó.

—¿Qué significa eso, teniente? —preguntó Pendergast. Se reclinó en la butaca y cogió el libro con renovado entusiasmo.

—Vamos, Pendergast —dijo D'Agosta, mirando fijamente al agente del FBI—. He comprobado cómo se desprende de la máscara de amabilidad cuando le place.

El agente especial parpadeó con aire de inocencia.

—Lo siento, teniente. Pido disculpas si me he comportado de forma incorrecta. Sencillamente, no soporto a estos burócratas engreídos. Me temo que en ocasiones me muestro muy brusco con ellos. —Alzó el libro—. Es una mala costumbre que me cuesta mucho reprimir.