15

La puerta del herbario estaba cerrada, como de costumbre, pese al letrero que rezaba «No cierren esta puerta». «Vamos, Smith, sé que estás ahí». Margo llamó de nuevo, con más fuerza, y oyó una voz quejumbrosa.

—¡De acuerdo, no sea impaciente! ¡Ya voy!

La puerta se abrió por fin, y Bailey Smith, el viejo ayudante de conservador del herbario, se sentó ante su escritorio lanzando un suspiro de irritación y comenzó a examinar el correo.

Margo avanzó con resolución. Daba la impresión de que aquel hombre consideraba su trabajo una grosera imposición. Y cuando por fin se decidía a colaborar, costaba callarle. En circunstancias normales, habría enviado una solicitud por escrito para evitar el mal trago, pero necesitaba estudiar los especímenes de plantas kiribitu lo antes posible para redactar el siguiente capítulo de su tesina. Aún no había concluido el texto que le había pedido Moriarty. Además, había oído rumores acerca de otro horrible asesinato, a causa del cual el museo permanecería cerrado el resto del día.

Bailey Smith tarareaba una melodía, sin prestar la menor atención a la joven. Ella sospechaba que, aunque tenía casi ochenta años, sólo fingía sordera para molestar a la gente.

—¡Señor Smith! —llamó en voz alta—. Necesito estos ejemplares, por favor. —Deslizó una lista sobre la superficie de la mesa—. Ahora mismo, si es posible.

Smith gruñó, se levantó de la butaca y cogió la hoja. La repasó con un gesto de desaprobación.

—Seguramente tardaré un tiempo en localizarlos. ¿Qué tal mañana por la mañana?

—Por favor, señor Smith. Me han comentado que tal vez cerrarán el museo de un momento a otro. Necesito esos especímenes.

El anciano barruntó la oportunidad de charlar un poco y adoptó una actitud más cordial.

—Un asunto terrible —dijo, meneando la cabeza—. No había visto nada igual en los cuarenta y dos años que llevo aquí. De todas formas, no puedo decir que me sorprenda —añadió, con un cabeceo significativo.

Margo no quiso seguirle la corriente.

—No es el primero, por lo que me han dicho, y tampoco será el último. —Se volvió con la lista y la sostuvo ante su nariz—. ¿Qué es esto? ¿Muhlenbergia dunbarii? No tenemos nada de eso.

De pronto Margo oyó una voz a su espalda.

—¿No es el primero?

Era Gregory Kawakita, el joven ayudante de conservador que la había acompañado al bar la mañana anterior. Margo había leído su biografía; hijo de padres acaudalados, había quedado huérfano muy joven, abandonado su Yokohama natal y crecido con unos parientes en Inglaterra. Después de estudiar en el Magdalene College de Oxford y realizar su tesina de licenciatura en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, había sido contratado en el museo como ayudante de conservador. Era el protégé más brillante de Frock, por lo cual Margo le guardaba cierto resentimiento. Para ella, Kawakita no parecía la clase de científico que desearía asociarse con Frock; mientras que el primero poseía un sexto sentido para la política del museo, el segundo se había convertido en un personaje controvertido, un iconoclasta. No había duda de que Kawakita era brillante, y colaboraba con Frock en la experimentación de un modelo de mutación genética que sólo los dos parecían comprender en su totalidad. Bajo las directrices de Frock, Kawakita estaba desarrollando el Extrapolador, un programa capaz de comparar y combinar códigos genéticos de especies distintas. Cuando trabajaban con sus datos en el poderoso ordenador del museo, el rendimiento del sistema se reducía hasta tal punto que la gente decía que no superaba las funciones de una calculadora de mano.

—¿No es el primer qué? —preguntó Smith, lanzando una mirada poco amistosa al recién llegado.

Margo dirigió una mirada de advertencia a Kawakita, quien respondió:

—Ha dicho algo acerca de que este crimen no es el primero.

—¿Es necesario, Greg? —le susurró Margo—. Nunca conseguiré los especímenes.

—Nada de esto me sorprende —afirmó Smith—. Ahora bien, no soy un hombre supersticioso. —Se apoyó sobre la mesa—. Ésta no es la primera vez que un ser vaga por los pasillos del museo. Al menos, eso comenta la gente, desde luego, yo no lo creo, ¿saben?

—¿Un ser? —preguntó Kawakita.

Margo le propinó un leve puntapié en la espinilla.

—Me limito a repetir lo que todo el mundo asegura, doctor Kawakita. No me gusta propagar falsos rumores.

—Por supuesto —dijo el científico, y guiñó un ojo a Margo.

Smith le dedicó una mirada severa.

—Cuentan que lleva aquí mucho tiempo. Vive en el sótano, come ratas, ratones y cucarachas. ¿Han observado que no se ven ratas ni ratones en el museo? Debería haber; bien sabe Dios que Nueva York está infestado. Curioso, ¿verdad?

—No me había fijado —dijo Kawakita—. Lo comprobaré.

—Además, hubo un investigador que criaba gatos para un experimento —prosiguió Smith—. Creo que se llamaba Sloane. Sí, el doctor Sloane, del Departamento de Conducta Animal. Un día, una docena de gatos escaparon, y ¿saben qué? Nunca volvieron a verlos. Desaparecidos. Un caso realmente curioso.

—Tal vez se marcharon porque no había ratas que comer —sugirió Kawakita.

Smith ignoró el comentario.

—Algunos afirman que ese ser salió de una de aquellas cajas llenas de huevos de dinosaurio que llegaron de Siberia.

—Ya. —Kawakita trató de simular una sonrisa—. Dinosaurios sueltos en el cementerio.

El anciano se encogió de hombros.

—Yo sólo repito lo que oigo. Otros piensan que se trata de algo procedente de una de las tumbas saqueadas a lo largo de los años; algún objeto, por supuesto, como la maldición del rey Tut, ya saben. Si les interesa mi opinión, les diré que aquellos tipos se lo merecían. No me importa cómo lo llamen, arqueología, antropología o vudulogía, para mí eso es un robo descarado. No se les ocurre saquear las tumbas de sus abuelas, pero no vacilan a la hora de entrar en la de otro y llevarse todos sus bienes. ¿No es así?

—Desde luego —contestó Kawakita—. Pero ¿por qué dijo que estos asesinatos no eran los primeros?

Smith los miró con aire de conspirador.

—Bien, si comenta a alguien que yo se lo he contado, lo negaré. Unos cinco años atrás sucedió algo muy extraño. —Hizo una larga pausa para aumentar el efecto del relato—. Un conservador llamado Morrissey, Montana, o algo por el estilo, participó en una desastrosa expedición al Amazonas. Ya saben a cuál me refiero; aquella en que todos los miembros fueron asesinados. El caso es que un día desapareció, sin más. Nadie volvió a saber de él. La gente comenzó a murmurar al respecto. Por lo visto, un guardia oyó decir que habían encontrado su cadáver, horriblemente mutilado, en el sótano.

—Entiendo —dijo el científico—. ¿Cree que fue obra de la Bestia del Museo?

—Yo no creo nada —se apresuró, a contestar Smith—. Le he explicado lo que he oído, nada más. Le aseguro que me han contado montones de historias.

—¿Alguien ha visto a este, ejem, ser? —preguntó Kawakita sin poder disimular una sonrisa.

—Sí, señor. Un par de personas, de hecho. ¿Conoce a Carl Conover, el del taller? Afirma que lo vio hace tres años. Llegó una mañana temprano y lo vio desaparecer tras una esquina del sótano, a plena luz del día.

—¿De veras? ¿Qué aspecto tenía?

—Bien… —El anciano se interrumpió. Por fin se había dado cuenta de que aquel hombre se burlaba de él. La expresión del viejo cambió—. Supongo, doctor Kawakita, que se parecía un poco al señor Jim Beam.

Kawakita se quedó perplejo.

—¿Beam? Creo que no lo conozco…

Bailey Smith prorrumpió en carcajadas, y Margo no pudo evitar sonreír.

—Gregory, intenta decir que Conover estaba borracho.

—Ya —dijo Kawakita, molesto—, por supuesto. —Su buen humor se había desvanecido.

«No le gusta que le devuelvan las bromas —pensó Margo—. Le gusta hacerlas, pero no recibirlas».

—Bien —dijo el científico con brusquedad—, necesito unos especímenes.

—Espera un momento —protestó Margo cuando el hombre dejó su lista sobre la mesa. El anciano le echó un vistazo y miró a Kawakita.

—¿Qué tal dentro de dos semanas? —preguntó.