Martes
Bill Smithback se sentó en una pesada butaca y contempló la figura angulosa y afilada de Lavinia Rickman, que leía su arrugado manuscrito detrás del escritorio de madera de abedul. Dos uñas barnizadas de rojo brillante tamborileaban sobre la lustrosa superficie. El periodista sabía que el tabaleo no preludiaba nada bueno. Un martes muy gris se cernía tras las ventanas.
La habitación no se correspondía con el típico despacho de museo. Faltaban los desordenados montones de periódicos, revistas y libros que parecían un complemento indispensable en otras oficinas. En cambio, los estantes y el escritorio estaban adornados con bagatelas de todo el mundo: una muñeca mejicana, un buda de latón del Tíbet, varias marionetas de Indonesia… Las paredes estaban pintadas del verde institucional, y la habitación olía a ambientador de pino.
Otras curiosidades se disponían a ambos lados del escritorio, tan ordenadas y simétricas como setos en un jardín francés: un pisapapeles de ágata, un abrecartas de hueso, un netsuke japonés. Y en el centro del motivo, se alzaba Rickman, inclinada sobre el manuscrito. El pelo anaranjado, pensó Smithback, no conjuntaba con el verde de las paredes.
El tamborileo se aceleró un instante y luego decreció a medida que la mujer pasaba las páginas. Por fin volvió la última, reunió las hojas sueltas y las colocó en el centro del escritorio.
—Bien —dijo, levantando la vista y dedicándole una radiante sonrisa—. Tengo algunas pequeñas sugerencias.
—Oh.
—La sección de los sacrificios humanos aztecas, por ejemplo, la considero demasiado polémica. —Se humedeció el dedo y buscó la página—. Aquí.
—Sí, pero en la exposición…
—Señor Smithback, la exposición trata los temas con gusto. Esto, sin embargo, carece de él. Es demasiado gráfico.
Cruzó el párrafo con un rotulador.
—Pero es absolutamente correcto —protestó el periodista, encogiéndose por dentro.
—Me preocupa el énfasis, no la corrección. Algo puede ser completamente correcto y dar una impresión incorrecta si se aplica un énfasis incorrecto. Permítame recordarle que en Nueva York contamos con una amplia población hispana.
—Sí, pero ¿cómo puede ofender esto…?
—Eliminaremos esta parte sobre Gilborg.
Trazó una línea sobre otra página.
—Pero ¿por qué…?
La mujer se reclinó en su butaca.
—Señor Smithback, la expedición Gilborg fue un fracaso grotesco. Buscaban una isla que no existía. Uno de los miembros violó a una nativa, detalle que usted recalca con mucho celo. Nos tomamos la molestia de omitir toda mención a Gilborg en nuestra exposición. ¿Realmente considera necesario documentar los fracasos del museo?
—¡Pero sus colecciones eran soberbias! —protestó débilmente el periodista.
—Señor Smithback, dudo de que usted comprenda la naturaleza de este encargo. —Se produjo un largo silencio durante el cual el tabaleo se reanudó—. ¿Acaso cree que el museo lo contrató, le está pagando, para documentar fracasos y controversias?
—Los fracasos y las controversias son consustanciales a la ciencia. ¿Quién leerá un libro que…?
—Muchas empresas que proporcionan dinero al museo se sentirían muy molestas por algunas de estas informaciones —interrumpió la señora Rickman—. Y hay muchos grupos étnicos susceptibles, preparados para atacar a la mínima provocación.
—Pero estamos hablando de hechos que sucedieron hace cien años…
—¡Señor Smithback! —La señora Rickman sólo había alzado un poco la voz, pero el efecto fue sorprendente. Se hizo el silencio—. Señor Smithback, debo decirle con toda franqueza… —Hizo una pausa, se levantó con brusquedad, rodeó el escritorio y se plantó ante el periodista—. Debo decirle —continuó— que está tardando más de lo que pensaba en asumir nuestro punto de vista. No está usted escribiendo un libro para un editor comercial. Hablando en plata, queremos que nos dispense el mismo trato favorable que concedió al acuario de Boston en su anterior, ejem, encargo. —Se sentó en el borde del escritorio—. Esperamos ciertas cosas a las que sin duda tenemos derecho. —Empezó a contar con sus huesudos dedos—. Una: nada de controversias. Dos: nada que pueda ofender a grupos étnicos. Tres: nada que perjudique la reputación del museo. ¿Le parece poco razonable?
La mujer se inclinó para apretar la mano de Smithback entre las suyas.
—Yo… no…
El periodista reprimió un impulso casi irresistible de retirar la mano.
—Entonces, asunto concluido.
Lavinia Rickman volvió a sentarse detrás del escritorio y empujó el manuscrito hacia el hombre.
—Aún hemos de hablar de un asunto sin importancia. —Lo enunció con la mayor precisión—: En algunas partes del manuscrito, cita comentarios muy interesantes de personas «cercanas a la exposición», pero en ningún momento identifica las fuentes exactas. Carece de importancia, como comprenderá, pero me gustaría disponer de la lista de dichas fuentes… para mis archivos, nada más.
Le dedicó una sonrisa expectante. Algunas alarmas se dispararon en la cabeza de Smithback.
—Bien —contestó con cautela—. Me encantaría ayudarla, pero la ética del periodismo me lo impide. —Se encogió de hombros—. Ya sabe cómo son esas cosas.
La sonrisa de la señora Rickman se desvaneció al instante, y abrió la boca para hablar. Entonces, para alivio de Smithback, el teléfono sonó. Se levantó y recogió su manuscrito. Cuando se hallaba cerca de la puerta, oyó que la mujer respiraba hondo.
—¡Otro no!
La puerta se cerró.