La noche llegaba pronto al Museo de Historia Natural. Cuando se acercaban las cinco de la tarde, el sol primaveral comenzaba a ponerse. En el interior, turistas, escolares y padres cansados descendían por las escalinatas de mármol en dirección a las salidas. Al poco, los ecos de gritos y pasos se desvanecían en las cámaras abovedadas. Uno tras otro, los expositores se apagaban, y a medida que la noche avanzaba, las restantes luces proyectaban sombras fantasmagóricas sobre los suelos de mármol.
Un guardia solitario que efectuaba su ronda vagaba por una sala, canturreando y balanceando una larga cadena de la que colgaban diversas llaves. Acababa de iniciar su turno, y vestía el habitual uniforme azul y negro. Hacía mucho tiempo que la novedad del museo se había marchitado.
«Este lugar me pone la carne de gallina —pensó—. Fíjate en ese hijo de puta de allí. Una mierda nativa. ¿Quién coño pagaría dinero por ver esa porquería? Además, la mayoría está maldita».
Desde una vitrina apagada una máscara le dirigió una sonrisa burlona. Aceleró el paso hasta el siguiente puesto de guardia, donde giró una llave en una caja que registraba la hora: 10.23. Al encaminarse hacia la siguiente sala, experimentó la inquietante sensación, como tan a menudo, de que una presencia invisible duplicaba con suma cautela el eco de sus pasos.
Llegó al siguiente puesto de guardia y giró la llave. La caja emitió un clic y registró las 10.34.
Sólo se tardaban cuatro minutos en alcanzar el siguiente puesto. Así pues, disponía de seis minutos para fumarse un canuto.
Se acurrucó en un hueco de escalera y cerró la puerta con llave. Miró hacia el oscuro sótano, donde otra puerta comunicaba con un patio interior. Tendió la mano hacia el interruptor de la luz y de inmediato la retiró. Era absurdo llamar la atención. Se aferró a la barandilla de metal mientras bajaba despacio. Ya en el sótano, avanzó pegado a la pared hasta que tanteó una manija horizontal. La accionó, y el aire helado de la noche le golpeó en la cara. Abrió un poco más la puerta y encendió un porro. Asomado al patio, inhaló con placer el humo amargo. Una tenue luz procedente del lejano claustro desierto proporcionaba una pálida iluminación a sus movimientos. El zumbido del tráfico, atenuado por tantos muros, pasillos y parapetos intermedios, parecía provenir de otro planeta. Sintió, aliviado, la cálida oleada del cannabis. Otra larga noche que lograría soportar. Cuando terminó de fumar, arrojó la colilla hacia la oscuridad, se pasó la mano por el pelo cortado al rape y se estiró.
Cuando estaba subiendo por la escalera, oyó que la puerta de abajo se cerraba con estrépito. Se detuvo, estremecido. ¿Había dejado la puerta abierta? No. Mierda, ¿y si alguien le había visto fumar el canuto? Pero no habría podido oler el humo, y en la oscuridad habría parecido un cigarrillo normal.
Flotaba en el aire un extraño olor a podrido que nada tenía que ver con el porro. No parpadeaba ninguna luz, ni sonaban pasos sobre los peldaños de metal. Continuó ascendiendo.
En el momento en que llegaba al rellano percibió un rapidísimo movimiento a sus espaldas. Giró en redondo, y un fuerte golpe en el pecho lo estampó contra la pared. Lo último que vio fue cómo sus entrañas resbalaban escaleras abajo. Al cabo de un instante, dejó de preguntarse de dónde había surgido aquel horror.