Margo arrojó los libros y los papeles sobre el sofá y echó un vistazo al reloj colocado sobre el televisor; las diez y cuarto. Meneó la cabeza. Un día espantoso, increíble. Después de permanecer tantas horas en el museo, sólo había conseguido añadir tres párrafos a su tesina. Y aún tenía que trabajar en el texto explicativo del expositor de Moriarty. Suspiró, arrepentida de haber accedido.
La luz de neón procedente de una licorería situada al otro lado de la avenida se reflejó sobre la única ventana de la sala de estar y tiñó la estancia de un azul eléctrico. Margo encendió la pequeña lámpara del techo, se apoyó contra la puerta y observó la desordenada habitación con parsimonia. Por lo general, era pulcra hasta la obsesión, pero después de una semana de descuido, libros de texto, cartas de condolencia, documentos legales, zapatos y jerseys se esparcían sobre los muebles; cartones vacíos de comida china languidecían en el fregadero y su vieja máquina de escribir Royal yacía sobre el suelo de madera, junto a un abanico de papeles.
El degradado barrio en que residía (la parte alta de Amsterdam Avenue) había proporcionado a su padre otro motivo para insistir en que regresara a su casa de Boston.
—Este lugar no es para una chica como tú, Midge —había dicho, utilizando su mote infantil—. Y ese empleo en el museo no es el más adecuado para ti; encerrada día tras día con todos esos seres muertos o disecados y cosas metidas en tarros… ¿Qué clase de vida es ésa? Te compraríamos una casa en Beverly, Marblehead. Serías más feliz allí, Midge, lo sé.
Al percatarse de que el contestador automático parpadeaba, Margo apretó el botón del mensaje.
«Soy Jan. He vuelto hoy a la ciudad y acabo de enterarme. Escucha, lamento muchísimo la muerte de tu padre. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo? Quiero hablar contigo. Adiós».
Esperó. Se oyó otra voz:
«Margo, soy tu madre».
A continuación sonó un clic.
La joven cerró los ojos y respiró hondo. No pensaba telefonear a Jan, aún no; y tampoco a su madre. Esperaría al día siguiente. Ya sabía qué le diría su madre: «Has de regresar a casa para ocuparte de los negocios de tu padre. Él así lo habría querido. Nos lo debes a los dos».
Se dio la vuelta, se acomodó con las piernas cruzadas entre la máquina de escribir y procuró serenarse. Después, empezó a teclear. Unos momentos después, se detuvo y fijó la vista en la ventana. Recordó que su padre preparaba tortillas (lo único que sabía cocinar) los domingos por la mañana.
—Eh, Midge —solía decir—. No está mal para un viejo ex soltero, ¿verdad?
Algunas luces de la calle se apagaban a medida que los comercios cerraban. Margo observó las pintadas, las ventanas entabladas. Tal vez su padre tenía razón; la pobreza no era divertida.
La pobreza. Meneó la cabeza al recordar la última vez que había oído la palabra y la expresión de su madre cuando la había pronunciado. Las dos estaban sentadas en el frío y oscuro despacho del albacea testamentario de su padre, escuchando las complicadas explicaciones de por qué la falta de planificación de su padre obligaba a la liquidación, a menos que algún miembro de la familia se comprometiera a mantener los negocios a flote.
Pensó en los padres de los dos niños asesinados.
También ellos habrían depositado grandes esperanzas en sus hijos. Ya nunca conocerían la decepción, y tampoco la felicidad. Luego sus pensamientos derivaron hacia Prine y sus zapatos ensangrentados.
Se levantó y encendió más luces. Debía preparar la cena. Al día siguiente se encerraría en su despacho para terminar aquel capítulo y trabajaría en el texto sobre Camerún para Moriarty. Y aplazaría una decisión, un día más, como mínimo. Se prometió que, cuando a la semana siguiente acudiera a su cita con Frock, ya la habría tomado.
El teléfono sonó. Descolgó el auricular mecánicamente.
—Hola —dijo. Escuchó un momento—. Ah, hola, mamá.