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Lunes

Cuando Margo Green dobló la esquina de la calle 72 Oeste, el sol de la mañana la deslumbró. Bajó la vista un momento y parpadeó. Después echó hacia atrás su cabello castaño y cruzó la calle. El Museo de Historia Natural de Nueva York se alzó ante ella como una fortaleza antigua. Su inmensa fachada Beaux Arts se erguía sobre una hilera de hayas.

Margo enfiló hacia el sendero adoquinado que conducía a la entrada de personal. Dejó atrás una zona de carga y descarga y se dirigió hacia el túnel de granito que comunicaba con los patios interiores del museo. De pronto se detuvo. Luces rojas parpadeaban en la boca del túnel. Al otro extremo, vislumbró ambulancias, coches de policía y un vehículo de los Servicios de Urgencias, todos estacionados de cualquier manera.

Margo entró en el pasadizo y se encaminó hacia una cabina acristalada. El viejo Curly, el vigilante, que por lo general dormitaba a esa hora de la mañana, arrellanado en una silla apoyada contra la esquina de la garita, con una pipa de calabaza ennegrecida posada sobre el amplio pecho, estaba despierto y de pie. Abrió la puerta.

—Buenos días, doctora —saludó. Llamaba «doctor» a todo el mundo, desde los estudiantes graduados hasta el director del museo, tanto si estaban en posesión del título como si no.

—¿Qué ocurre? —preguntó Margo.

—No lo sé —contestó Curly—. Llegaron hace un par de minutos. Creo que esta vez deberé echar un vistazo a su identificación.

Margo hurgó en su bolso, preguntándose si aún conservaba la tarjeta. Hacía meses que nadie se la pedía.

—No estoy segura de llevarla encima —dijo, molesta por no haber sacado del interior los restos del invierno pasado. Sus amigas del Departamento de Antropología habían declarado a su bolso «el más caótico del museo».

El teléfono de la garita sonó, y el vigilante descolgó el auricular. Margo encontró por fin la tarjeta y la sostuvo en alto. Curly, con los ojos abiertos de par en par mientras escuchaba, ni siquiera la miró. Colgó sin decir palabra, con el cuerpo rígido.

—¿Y bien? —preguntó Margo—. ¿Qué ha sucedido?

Curly se retiró la pipa de la boca.

—No querrá saberlo —contestó.

El teléfono volvió a sonar y Curly atendió la llamada.

Margo nunca había visto al vigilante moverse con tal rapidez. Encogiéndose de hombros, guardó la tarjeta en el bolso y echó a andar. Debía concluir el siguiente capítulo de su tesina, y no podía perder ni un solo día. La semana anterior había sido estéril: el funeral de su padre, las formalidades, las llamadas telefónicas. Ya no podía desperdiciar más tiempo.

Cruzó el patio y entró en el museo por la puerta de personal, giró a la derecha y recorrió presurosa el largo pasillo del sótano que conducía al Departamento de Antropología. Los diversos despachos estaban a oscuras, como era habitual hasta las nueve y media o las diez.

El corredor doblaba a la derecha con brusquedad. Se detuvo al ver que una cinta de plástico amarilla le cortaba el camino. Leyó la inscripción: «Policía Científica del DPNY — No pasar». Jimmy, el guardia que solía ocuparse de la Sala del Oro Peruano, se hallaba de pie ante la cinta junto con Gregory Kawakita, un joven ayudante de conservador en el Departamento de Biología Evolutiva.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó Margo.

—La típica eficiencia del museo —respondió Kawakita con una sonrisa irónica—. Nos han encerrado.

—Nadie me ha dicho nada, excepto que no deje salir a nadie —explicó el guardia, nervioso.

—Escuche —dijo Kawakita—, mañana he de pronunciar una conferencia en el NSF[1] y el día de hoy será muy largo. Si me permite…

Jimmy se mostraba incómodo.

—Sólo cumplo con mi trabajo, ¿de acuerdo?

—Vamos —dijo Margo a Kawakita—. Tomemos un café en el bar. Tal vez encontremos a alguien que sepa qué ocurre.

—Me gustaría encontrar antes un lavabo, si no están todos clausurados —replicó Kawakita, irritado—. Espérame allí.

La cafetería, siempre abierta, estaba cerrada ese día. Margo apoyó la mano en el pomo, preguntándose si debía esperar a Kawakita. Finalmente abrió la puerta. Le aguardaba un día bien movido, cuando lo que necesitaba era tranquilidad.

En el interior, dos policías conversaban de espaldas a ella. Uno lanzó una risita.

—¿Cuántas van? ¿Seis? —preguntó.

—He perdido la cuenta —contestó el otro—, pero ya no queda más desayuno que arrojar.

Cuando los agentes se apartaron, Margo echó un vistazo al bar. La sala estaba desierta. Al fondo, en la zona de la cocina, inclinado sobre el fregadero, alguien escupió, se secó la boca y dio media vuelta. Margo reconoció a Charlie Prine, el nuevo experto en conservación del Departamento de Antropología, que había sido contratado como interino seis meses atrás para restaurar piezas con vistas a la nueva exposición. Tenía el rostro ceniciento, inexpresivo.

Los agentes se acercaron a él y lo empujaron hacia adelante con suavidad. Margo se apartó para que el grupo pasara. Prine caminaba con rigidez, como un robot. La mujer bajó la vista instintivamente. Los zapatos de su compañero estaban empapados en sangre.

El hombre la observó con aire ausente y, al captar el cambio de expresión de su rostro, siguió la mirada de Margo y se detuvo tan de repente qué los policías chocaron contra él.

Las pupilas de Prine se dilataron. Los agentes le agarraron por los brazos, y él se resistió, presa del pánico. Le sacaron a toda prisa de la sala.

Margo se apoyó contra la pared e intentó calmarse. En ese instante apareció Kawakita, acompañado de otras personas.

—La mitad del museo debe estar clausurado —anunció. Meneó la cabeza y se sirvió una taza de café—. Nadie puede entrar en su propio despacho.

Como para recalcar sus palabras, el antiguo sistema de megafonía entró en funcionamiento: «Atención, por favor. Todo el personal que no sea de apoyo diríjase a la cafetería».

Se sentaron y de inmediato entraron más empleados, técnicos de laboratorio, en su mayor parte, y ayudantes de conservador interinos. Era demasiado temprano para la gente importante. Margo los observó con indiferencia. Kawakita estaba hablando, pero ella no le prestaba atención.

Al cabo de diez minutos, la estancia estaba abarrotada. Todos hablaban a la vez, expresando su indignación por el hecho de no poder acceder a los despachos, quejándose de que nadie les diera una explicación, comentando cada nuevo rumor con tono exaltado. Los trabajadores de un museo donde nunca ocurría nada emocionante estaban pasándolo en grande.

Kawakita apuró el café de un trago e hizo una mueca.

—¿Te has quedado atontada, Margo? No has dicho ni una palabra desde que nos hemos sentado.

Ella le contó lo de Prine. Las hermosas facciones de Kawakita se contrajeron.

—Dios mío —dijo por fin—, ¿qué crees que ha pasado?

De pronto todo el mundo calló. Un hombre calvo y corpulento, ataviado con un traje marrón, se hallaba de pie en el umbral, con una radio de la policía en el bolsillo de la chaqueta desaliñada y un puro apagado en la boca. Avanzó, seguido por dos agentes uniformados.

Se detuvo en medio de la cafetería, se sacudió los pantalones, retiró el puro de los labios, desprendió una brizna de tabaco de la lengua y carraspeó.

—Les ruego me presten su atención —dijo—. Se ha producido un incidente debido al cual tendrán que soportar nuestra presencia durante un rato.

De pronto, una voz acusadora se elevó en la parte posterior de la sala:

—Perdone, señor…

Margo volvió la cabeza para mirar por encima de los congregados.

—Freed —susurró Kawakita. Ella había oído hablar de Frank Freed, un conservador de ictiología muy testarudo.

El hombre de marrón dio media vuelta para mirar a Freed.

—Teniente D'Agosta —contestó—. Departamento de Policía de Nueva York.

Aquella respuesta habría bastado para acallar a cualquiera. En cambio, Freed, un hombre flaco de larga cabellera gris, prosiguió impertérrito:

—Tal vez pueda informarnos de lo que está pasando aquí —dijo con sarcasmo—. Creo que tenemos derecho a…

—Me gustaría informarles —interrumpió D'Agosta—, pero en este momento sólo podemos decir que se ha hallado un cadáver en el recinto y se ha iniciado una investigación. Si… —Ante los murmullos, el teniente alzó la mano con aire cansado—. Sólo puedo comunicarles que una brigada de homicidios se ha personado en el lugar de los hechos y está realizando una investigación —continuó—. El museo acaba de cerrarse. A partir de ahora, nadie puede entrar ni salir. Confiemos en que se trate de una situación temporal. —Hizo una pausa—. Si se ha cometido un homicidio —añadió—, existe la posibilidad de que el asesino continúe en el interior del edificio.

»Les pedimos que permanezcan aquí un par de horas, hasta que lo hayamos rastreado. Un oficial de policía pasará para tomar nota de sus nombres y cargos.

Un estupefacto silencio siguió a las palabras del teniente, que abandonó la sala y cerró la puerta. Uno de los policías que se habían quedado acercó una silla a ella y se sentó con aire decidido. Las conversaciones se reanudaron poco a poco.

—¿Nos han encerrado aquí? —exclamó Freed con tono irritado—. Esto es indignante.

—Jesús —susurró Margo—, no creerás que Prine es el asesino.

—Una idea horripilante, ¿verdad? —dijo Kawakita. Se levantó y caminó hacia la máquina de café. Hizo caer las últimas gotas de la espita con un golpe brutal—. Pero no tan horripilante como la idea de no estar preparado para la conferencia de mañana.

Margo sabía que aquel científico joven y dinámico siempre estaría preparado para lo que fuera.

—La imagen es lo más importante hoy día —agregó Kawakita—. La ciencia pura ya no garantiza nada.

Margo asintió. Oía a su compañero, y también las conversaciones que se desarrollaban alrededor, pero nada de aquello le parecía importante; nada excepto la sangre que manchaba los zapatos de Prine.