Nueva York, hoy
El chico pelirrojo subió a la plataforma, llamó «gallina» a su hermano menor y tendió la mano hacia la pata del elefante. Juan lo miró en silencio y avanzó cuando el chico tocó la pieza.
—¡Eh! —exclamó, echando a correr—. No toques los elefantes.
El niño retiró la mano, asustado; a su edad, todavía le impresionaban los uniformes. Muchachos mayores, de quince o dieciséis años, solían enviar a Juan a tomar por el culo, pues sabían que sólo era un guardia del museo. Jodido trabajo. Cualquier día se hartaría de aquella mierda de empleo y se presentaría a los exámenes para policía.
Miró con suspicacia a los niños, que recorrían el pasillo a oscuras, fascinados por los leones disecados. Ante la vitrina que exhibía chimpancés, el pelirrojo empezó a aullar y rascarse las axilas para impresionar a su hermano. ¿Dónde coño estaban los padres?
Billy, el pelirrojo, obligó a su hermano a entrar en una sala llena de objetos africanos. Alineadas en una vitrina, unas máscaras que mostraban sus dientes de madera los observaron.
—¡Vaya! —exclamó el hermano de Billy.
—Esto es chungo. Vamos a ver los dinosaurios.
—¿Dónde está mamá? —preguntó el más pequeño, mirando alrededor.
—Se habrá perdido —respondió Billy—. Vamos.
Entraron en una inmensa sala poblada de ecos en que se exponían tótems. Al fondo, una mujer que empuñaba una banderita roja guiaba con voz estridente al último grupo del día. El hermano de Billy percibió un olor extraño, como a humo y raíces de árboles viejos. Cuando el grupo desapareció tras una esquina, la sala quedó en silencio.
La última vez que habían visitado el museo, recordó Billy, habían visto el brontosaurio más grande del mundo, además de un tiranosaurio y un traquidente; al menos, así creía que lo llamaban, traquidente. Los dientes del dinosaurio debían de medir tres metros de largo. Era el animal más grande que había visto en su vida. No recordaba aquellos tótems. Tal vez los dinosaurios se hallaban en la sala contigua; pero no, se trataba de la Sala de los Pueblos del Pacífico, muy aburrida, llena de jades, marfiles, sedas y estatuas de bronce.
—Mira qué has hecho —dijo Billy.
—¿Qué?
—Nos hemos perdido por tu culpa —contestó Billy.
—Mamá se enfadará mucho.
Billy resopló. Debían reunirse con sus padres en la gran escalinata frontal a la hora de cierre. Encontraría la salida sin el menor problema.
Recorrieron varias estancias más, bajaron por un estrecho tramo de escalera y entraron en una sala larga, apenas iluminada, que olía a naftalina. Miles de aves disecadas ocupaban las paredes desde el suelo hasta el techo, y de sus ojos sin vida sobresalía algodón.
—Sé dónde estamos —dijo Billy, esperanzado, mientras escudriñaba la oscuridad.
Su hermano empezó a sorber por la nariz.
—Para —espetó Billy. Los ruidos cesaron.
La sala desembocaba en un pasillo sin salida, lleno de polvo y expositores vacíos. La única posibilidad de los niños era volver sobre sus pasos. Sus pisadas despertaban ecos lúgubres. Una barricada de telas y madera, que fingía sin éxito ser una pared, se alzaba al lado opuesto de la sala. Billy soltó la mano de su hermano y fue a mirar detrás de la barricada.
—Ya he estado aquí —afirmó con aire de seguridad—. Han cerrado este sitio, pero la última vez estaba abierto. Apuesto a que estamos debajo de los dinosaurios. Comprobaré si se puede subir.
—No puedes meterte ahí detrás —advirtió su hermano.
—Escucha, estúpido, voy a hacerlo. Y será mejor que me esperes.
Billy salvó la barricada, y poco después su hermano oyó el chirrido metálico de una puerta al abrirse.
—¡Eh! —exclamó la voz de Billy—. Hay una escalera de caracol. Sólo baja, pero es guay. Voy a probar.
—¡Billy, no! —vociferó el más pequeño, que de inmediato oyó el sonido de unos pasos que se alejaban.
El chico echó a llorar, y sus apagados sollozos resonaron en la tenebrosa sala. Al cabo de unos minutos, comenzó a hipar, sorbió por la nariz ruidosamente y se sentó en el suelo. Tiró de un trozo de goma que sobresalía de la punta de su zapatilla de deporte hasta arrancarlo.
De repente, levantó la vista. En la sala reinaba un silencio absoluto, y las luces de las vitrinas arrojaban sombras lúgubres sobre el suelo. Un conducto de aire empezó a emitir un ruido sordo. Billy se había marchado. El niño continuó llorando, desconsolado.
Tal vez debería seguir a su hermano. Quizá no le daría tanto miedo como pensaba. Tal vez Billy había encontrado a sus padres y estaban esperándolo. Debía darse prisa, pues el museo no tardaría en cerrar sus puertas.
Se levantó y pasó al otro lado de la barricada, donde se extendía una sala con vitrinas llenas de polvo y moho. Vio a un lado una puerta de metal entreabierta.
El niño se acercó y miró. Detrás de la puerta, una angosta escalera de caracol descendía hasta perderse de vista. Aún había más polvo en esa zona, y el aire transportaba un olor extraño que le hizo arrugar la nariz. No quería pisar aquellos escalones, pero su hermano estaba allá abajo.
—¡Billy! —llamó—. ¡Sube, Billy! ¡Por favor!
En la oscuridad cavernosa, el eco fue la única respuesta que recibió. El niño sorbió por la nariz, se agarró a la barandilla y empezó a bajar poco a poco hacia las tinieblas.