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Belem (Brasil), julio de 1988

Esa vez, Ven estaba muy seguro de que el capataz del muelle iba a por él.

Se refugió en las sombras del callejón del almacén y esperó. Bajo la lluvia menuda, que oscurecía los contornos de los cargueros amarrados y levantaba vapor al caer sobre las tablas calientes del muelle, que desprendían un suave olor a creosota, se distinguían las tenues luces del muelle. Oía los ruidos nocturnos del puerto; el ladrido agudo de un perro, leves carcajadas salpicadas de frases en portugués, música de calipso procedente de los bares que se sucedían en la avenida…

Había sido un trato estupendo. Se había marchado cuando la situación en Miami se tornó demasiado peligrosa, y había elegido la ruta más larga. Ahí todo se reducía al comercio de poca monta, pequeños cargueros que transitaban por la costa. En el muelle siempre se necesitaban estibadores, y ya había descargado barcos con anterioridad. Había dicho que se llamaba Ven Stevens, y nadie lo había puesto en duda. El nombre de Stevenson, en cambio, habría despertado sospechas.

Su plan contaba con los ingredientes adecuados. Había practicado mucho en Miami, donde había afilado sus instintos, que le servirían de gran ayuda aquí. Hablaba mal el portugués a propósito, de forma entrecortada, con el fin de interpretar las miradas y analizar las reacciones. Ricon, ayudante del capitán de puerto, era el último eslabón que Ven había necesitado.

Ven recibía el aviso cuando un cargamento llegaba desde la parte alta del río. Por lo general, le bastaba con dos nombres: el del que entraba y el del que salía. Sabía qué debía buscar, pues las cajas eran siempre las mismas. Comprobaba que eran descargadas y guardadas en el almacén. Después se aseguraba de que fuera la última carga subida a bordo del barco con destino a Estados Unidos.

Ven, cauteloso por naturaleza, no perdía de vista al capataz del muelle. En un par de ocasiones había experimentado la sensación, como un timbre de alarma en su cerebro, de que el hombre sospechaba algo; Ven había optado por relajarse un poco, y al cabo de pocos días la alarma había enmudecido.

Consultó su reloj; las once en punto. Al doblar la esquina oyó que una puerta se abría y se cerraba. Se pegó contra la pared. Pasos decididos sonaron sobre las planchas de madera, y después una figura familiar pasó bajo una farola de la calle. Cuando las pisadas se perdieron en la distancia, Ven se asomó a la esquina. La oficina estaba a oscuras, desierta, tal como esperaba. Echó un último vistazo, dobló la esquina del edificio y entró en los muelles.

Una mochila vacía se balanceaba en su espalda. Mientras caminaba, introdujo la mano en un bolsillo, sacó una llave y la apretó con fuerza. La llave era su salvavidas. No había pasado ni dos días en los muelles, y ya se había hecho una copia.

Ven pasó junto a un pequeño carguero amarrado, cuyas pesadas guindalezas goteaban agua negra sobre bitas oxidadas. El barco parecía desierto, y ni siquiera había un vigilante en el muelle. Aflojó el paso al aproximarse a la puerta del almacén, situado cerca del extremo del embarcadero principal. Miró un momento hacia atrás para después, con un veloz giro de la mano, abrir la puerta metálica y deslizarse en el interior.

Cerró la puerta y dejó que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad. A mitad de camino de casa. Tenía que acabar cuanto antes y salir a toda prisa. Lo antes posible, porque la codicia de Ricon no dejaba de aumentar, y los cruceros se escurrían entre sus dedos como la arena. La última vez, había bromeado sobre la cantidad que le correspondía. Esa misma mañana, Ricon había hablado con el capataz, quien no dejó de mirar a Ven. El instinto le indicaba que había llegado el momento de esfumarse.

Vio que el almacén en tinieblas se resolvía en un vago paisaje de contenedores de carga y cajas de embalaje. No podía arriesgarse a encender la linterna. De todas formas, conocía lo bastante bien la distribución para caminar con los ojos cerrados. Avanzó con cautela entre las inmensas montañas de cargamento.

Por fin localizó lo que buscaba; una pila de cajas con aspecto maltrecho, seis grandes y una pequeña, amontonadas en un rincón abandonado. Sobre dos de las más grandes estaba escrito «MHN, Nueva York».

Meses antes, Ven se había interesado por aquellas cajas. El chico del cabo de mar le había contado la historia. Por lo visto, habían llegado por el río desde Porto de Mós el otoño anterior. Estaba previsto que fueran enviadas por avión a un museo de Nueva York, pero algo había sucedido a las personas encargadas de realizar los trámites. El aprendiz ignoraba qué. El pago no se había efectuado a tiempo, y las cajas, atadas con cinta roja, habían sido olvidadas.

Excepto por Ven. Había suficiente espacio detrás de las cajas abandonadas para ocultar su botín hasta que los cargueros que habían de zarpar estuvieran listos.

La cálida brisa nocturna se colaba por una ventana. Ven sonrió en la oscuridad. Hacía tan sólo una semana había descubierto que las cajas no tardarían en ser enviadas a Estados Unidos. Para entonces, él ya se habría marchado.

Examinó su botín, que esta vez consistía en una sola caja, cuyo contenido cabía perfectamente en su mochila. Sabía dónde estaban los mercados y qué debía hacer. Y lo haría, en algún lugar lejano, muy pronto.

Cuando se disponía a esconderse detrás de las cajas, se detuvo de repente. Había percibido un olor extraño, terroso, putrefacto. Un montón de curiosos cargamentos habían entrado en el puerto, pero ninguno olía así.

Su instinto disparó cinco alarmas. No acertó a detectar nada raro ni fuera de lugar. Avanzó entre el cargamento del museo y la pared.

Se detuvo de nuevo. Algo no iba bien. Algo iba muy mal.

Oyó que algo se movía en el estrecho espacio. El intenso hedor lo envolvía. De pronto, fue estampado contra la pared con fuerza terrorífica. El dolor le estalló en el pecho y los intestinos. Abrió la boca para chillar, pero algo le hervía en la garganta. Entonces una cuchillada similar a un rayo le atravesó el cráneo, y un manto de tinieblas cayó alrededor de él.