SÁBADO 9 DE DICIEMBRE

Número de fiestas a las que tengo ganas de ir: 0.

7.45 a.m. Mamá me ha despertado.

—Hola, cariño. Te hago una llamada rapidita porque Una y Geoffrey estaban preguntando lo que te gustaría para Navidad y yo estaba pensando en una Sauna Facial.

¿Cómo puede ser que mi madre, después de caer totalmente en desgracia y de librarse por los pelos de una condena de varios años entre rejas, vuelva a comportarse exactamente igual que antes, coqueteando abiertamente con oficiales de la policía y torturándome?

—Por cierto, ¿vas a venir a… —por un segundo se me paró el corazón al pensar que iba a decir «Bufé de Pavo al Curry» y tocar el tema de Mark Darcy, pero no—… la fiesta de Televisión Vibrante del martes? —prosiguió alegremente.

Me estremecí de humillación. Por Dios, yo trabajo para Televisión Vibrante.

—No me han invitado —farfullé.

No hay nada peor que tener que admitir ante tu madre que no eres muy popular.

—Oh, cariño, claro que te han invitado. Todo el mundo va a ir.

—No. No me han invitado.

—Bueno, quizá no has trabajado durante el tiempo suficiente. De todas formas…

—Pero mamá —interrumpí—, tú ni siquiera trabajas allí.

—Bueno, eso es diferente, cariño. Me tengo que ir. ¡Adióóóós!

9 a.m. He tropezado mentalmente con un oasis en el desierto de estas fiestas cuando llegó una invitación por correo, pero resultó ser una fiesta espejismo: la invitación a una venta de gafas de diseño.

11.30 a.m. Llamé a Tom en medio de mi paranoica desesperación para ver si quería salir esta noche.

—Lo siento —dijo alegremente—, voy a llevar a Jerome a la fiesta PACT en el Club Groucho.

Oh, Dios, odio cuando Tom está contento, confiado y llevándose bien con Jerome; le prefiero mucho más cuando está triste, inseguro y neurótico. Como él nunca se cansa de decir: «Es tan genial cuando las cosas le van mal al resto de la gente…».

—De todos modos, nos vemos mañana —soltó— en casa de Rebecca.

Tom sólo ha visto a Rebecca dos veces, ambas en mi casa, y yo la conozco desde hace nueve años. He decidido ir de compras y dejar de obsesionarme.

2 p.m. Me encontré con Rebecca en Graham and Greene comprándose una bufanda de 169 libras. (¿Qué pasa con las bufandas? Hace cuatro días las encontrabas para regalos de compromiso por 9,99 libras; ahora tienen que ser de terciopelo de primera calidad y cuestan tanto como un televisor. El año que viene probablemente ocurrirá con los calcetines o las bragas y nos sentiremos marginados si no llevamos extravagantes bragas inglesas de terciopelo negro de 145 libras).

—Hola —le dije emocionada, pensando que al final la pesadilla de la fiesta se acabaría y que ella también me diría: «Nos vemos el domingo».

—Oh, hola —dijo con frialdad, sin mirarme a los ojos—. No puedo entretenerme. Tengo muchísima prisa.

Cuando se fue de la tienda estaban anunciando «castañas asadas al carbón» y me quedé mirando fijamente un colador de Phillipe Starck que costaba 185 libras, intentando contener las lágrimas.

Odio la Navidad. Todo está pensado para las familias, el idilio, el calor, la emoción y los regalos, y si no tienes ni novio, ni dinero, tu madre está saliendo con un delincuente portugués, y tus amigos ya no quieren ser tus amigos, te obliga a querer emigrar a un despiadado régimen musulmán, donde como mínimo todas las mujeres son tratadas como marginadas de la sociedad. De todas formas, me da igual. Voy a ponerme a leer un libro durante todo el fin de semana y a escuchar música clásica. Quizá leeré El camino del hambre.

8.30 p.m. El flechazo ha estado muy bien. Voy a ir por otra botella de vino.