MARTES 19 DE SEPTIEMBRE

56,2 kg (muy bien), 3 copas (muy bien), 0 cigarrillos (demasiado avergonzada para fumar en presencia de los saludables mocosos).

Caray, tengo que darme prisa. Estoy a punto de tener una cita con un mocoso adicto a la Diet Coke. Gav resultó ser absolutamente divino, y se comportó de manera exquisita en la cena del sábado de Alex, coqueteando con todas las mujeres, adulándome y esquivando todas sus preguntas con trampa acerca de nuestra «relación» con la destreza intelectual de un miembro de la junta universitaria de Todos los Santos. Desgraciadamente, yo estaba tan llena de gratitud (deseo) en el taxi de vuelta que me sentí indefensa ante sus insinuaciones (puse la mano en su rodilla). Sin embargo, conseguí controlarme (el pánico) y no aceptar su invitación para entrar a tomar un café. Sin embargo, después, me sentí culpable por ser una calientabraguetas (no podía dejar de pensar «¡Maldita sea, maldita sea!»), y cuando Gav me llamó para invitarme a cenar a su casa esta noche, acepté gentilmente (casi no pude controlar mi entusiasmo).

Medianoche. Me siento como la Abuela de Matusalén. Hacía tanto tiempo de la última cita que me sentía absolutamente imparable y no pude evitar presumir de «novio» con el taxista, y decirle que iba a casa de mi «novio», que hoy me cocinaba la cena. Desgraciadamente, cuando llegué al número 4 de la calle Malden, resultó ser una tienda de fruta y verduras.

—¿Quieres utilizar mi teléfono, querida? —dijo el taxista cansinamente.

Evidentemente, yo no sabía el número de Gav, así que tuve que hacer ver que llamaba a Gav y que el teléfono comunicaba, entonces llamar a Tom e intentar pedirle la dirección de Gav de una forma que no le pareciese al taxista que había estado mintiendo en lo que a tener novio se refería. Resultó que era el 44 de Malden Villas, no me había fijado demasiado al escribirlo. La conversación con el taxista se había agotado para cuando nos dirigimos hacia la nueva dirección. Estoy segura de que pensó que era una prostituta o algo así.

Cuando llegué me sentía menos que segura. Al principio todo fue muy dulce y tímido (un poco como ir a la casa de un potencial Mejor Amigo a tomar té, en la escuela primaria). Gav había cocinado espaguetis a la boloñesa. El problema apareció después de preparar y servir la comida, cuando nuestras actividades se redujeron a entablar conversación. Acabamos, por alguna razón, hablando de Diana.

—Parecía un cuento de hadas. Recuerdo estar sentada en aquella pared delante de St. Paul, el día de la boda —le dije—. ¿Estabas tú allí?

Gav pareció avergonzarse.

—En realidad, sólo tenía seis años por aquel entonces.

Al final dejamos de hablar y Gav, con muchísima excitación (esto, lo recuerdo, es lo maravilloso de los veinteañeros), empezó a besarme y al mismo tiempo intentaba encontrar una entrada entre mi ropa. Acabó por conseguir deslizar su mano por mi estómago, momento en el cual dijo —fue tan humillante—: «Mmm. Estás blandita».

Después de lo cual no pude seguir. Oh, Dios. Es inútil. Soy demasiado vieja y tendré que rendirme, dar clases de religión en una escuela para chicas y ponerme a vivir con la profesora de hockey.