VIERNES 15 DE SEPTIEMBRE

57,15 kg, 0 copas, 4 cigarrillos (muy bien), 3.222 calorías (los bocadillos de la compañía Británica de Trenes estaban secretamente impregnados), 210 minutos imaginando el discurso que daré cuando presente la dimisión en el nuevo trabajo.

Ugh. Una odiosa conferencia con el bravucón de Richard Finch en plan «Vale. Los lavabos de Harrods son de una-libra-por-meada. Estoy pensando en lavabos de fantasía. Estoy pensando en el estudio: Frank Skinner y sir Richard Rogers sentados en váteres afelpados, apoyabrazos con pantallas de televisión acolchadas con papel de váter. Bridget, tú eres el Freno a los Jóvenes Parados. Estoy pensando en el norte. Estoy pensando en Jóvenes Parados, holgazaneando, viviendo a salto de mata».

—Pero… pero… —balbuceé.

—¡Patchouli! —gritó él, y entonces los perros, que estaban debajo de la mesa, se despertaron y empezaron a ladrar y a saltar por todas partes.

—¿Qué? —gritó Patchouli entre el barullo.

Iba vestida con una minifalda de ganchillo, un sombrero rojo de paja de ala caída y una blusa naranja de nailon de hechura tipo tejano. Comparado con aquello, lo que yo llevaba de adolescente no era nada.

—¿Dónde está la unidad móvil de Jóvenes Parados?

—En Liverpool.

—Liverpool. Vale, Bridget. Equipo de unidad móvil en la puerta de Boots, en el centro comercial, en directo a las 5.30. Consigúeme seis Jóvenes Parados.

Más tarde, al ir a coger el tren, Patchouli me gritó con toda tranquilidad:

—Ah sí, Bridget; escucha, no está en Liverpool, está no sé, en Manchester, creo. ¿De acuerdo?

4.15 p.m. Manchester. Número de Jóvenes Parados a los que he abordado: 44, número de Jóvenes Parados que accedieron a ser entrevistados: 0.

7 p.m. Tren Manchester-Londres. A las 4.45 estaba corriendo histérica entre los maceteros del centro comercial, farfullando:

—Perdona, ¿eres un empleado? No importa. ¡Gracias!

—¿Y qué vamos a hacer entonces? —me preguntó el cámara sin ningún intento de aparentar interés.

—Jóvenes Parados —contesté alegremente—. ¡Ahora vuelvo! —corrí, di la vuelta a la esquina y me golpeé con la mano la frente.

Podía oír a Richard en mi oreja diciendo: «Bridget… ¿dónde coño…? Jóvenes Parados». Entonces vi un cajero automático en la pared.

A las 5.20 tenía en fila india delante de la cámara a seis jóvenes que aseguraban estar en paro, cada uno con un billete nuevecito de 20 libras en el bolsillo, mientras yo estaba como loca intentando excusarme disimuladamente por ser de clase media. A las 5.30 oí la sintonía y a Richard gritando:

—Perdón, Manchester, pero finalmente os cortamos la emisión.

—Uhm… —empecé a decir a la hilera de rostros expectantes.

Los jóvenes pensaron que tenía un síndrome que me obligaba a simular que era presentadora de televisión. Lo peor era que al trabajar toda la semana como una loca y con eso de ir hasta Manchester, no había sido capaz de encontrar solución para el trauma que me iba a representar no tener acompañante para cenar mañana. Entonces, de repente, mirando a los divinos mocosos, con el cajero automático al fondo, el germen de una idea de moral tremendamente dudosa empezó a formarse en mi mente.

Hmm. Creo que fue una decisión acertada no intentar sobornar a un Joven Parado para que viniera a la cena de Alex. Habría sido una explotación y habría estado mal. Sin embargo, eso no me soluciona el compromiso. Creo que voy a fumarme un cigarrillo en el vagón de fumadores.

7.30 p.m. Ugh. El vagón de fumadores resultó ser una Espantosa Pocilga donde los fumadores estaban amontonados, deprimidos y en actitud desafiante. Me doy cuenta de que ya no es posible que los fumadores vivan con dignidad y se ven forzados a esconderse en las pocilgas más repugnantes de la existencia. No me habría sorprendido lo más mínimo si el vagón hubiese sido misteriosamente cambiado de vía hacia una vía muerta y nunca más hubiese vuelto a ser visto. Quizá las compañías privadas de trenes empezarán a preparar Trenes de Fumadores y los ciudadanos les amenazarán con el puño y les tirarán piedras a su paso, aterrando a sus hijos con historias de que en esos vagones viajan monstruos que respiran fuego. Bueno, llamé a Tom desde un milagroso-teléfono-del-tren (¿Cómo funciona? ¿Cómo? Sin cables. Muy extraño. Quizás esté conectado de alguna manera entre las ruedas y los raíles) para quejarme por la crisis-de-no-tener-una-cita-con-un-veinteañero.

—¿Y qué hay de Gav? —me preguntó.

—¿Gav?

—Ya sabes. El chico que conociste en la Galería Saatchi.

—¿Crees que le importaría?

—No. Le gustabas de verdad.

—Nooooo. Cállate.

—De verdad. Deja de obsesionarte. Déjamelo a mí.

A veces creo que sin Tom me hundiría y desaparecería sin dejar rastro.