JUEVES 3 DE AGOSTO

55,75 kg, 45,7 de circunferencia de muslos (en serio, qué más da), 0 copas, 25 cigarrillos (excelente, teniendo en cuenta las circunstancias), aprox. 445 pensamientos negativos por hora, 0 pensamientos positivos.

Estado mental otra vez malo. No puedo soportar la idea de que Daniel está con otra. Tengo la cabeza llena de horribles fantasías de ellos dos haciendo cosas juntos. Los planes para perder peso y cambiar de personalidad me han sostenido dos días, pero ahora el suelo se ha hundido bajo mis pies. Ahora me doy cuenta de que sólo era una fase complicada de la negación. Creía que podía reinventarme a mí misma en espacio de pocos días, con lo cual anularía el doloroso y humillante impacto de la infidelidad de Daniel, ya que me habría sucedido en una encarnación previa, y nunca habría sido posible con la nueva y mejorada yo. Desgraciadamente, ahora me doy cuenta de que el verdadero objetivo de la distante reina de hielo, excesivamente compuesta y obsesionada por la dieta anticelulítica, era que Daniel se diese cuenta de que iba por mal camino. Tom me había advertido de esto, y dijo que el noventa por ciento de operaciones de cirugía estética se practicaban en mujeres cuyos maridos se habían largado con una mujer más joven. Yo había dicho que la gigante de la azotea no era quizá más joven que yo, sino sólo más alta. Tom había dicho que ésa no era la cuestión. Uf.

En el trabajo, Daniel siguió enviándome mensajes por ordenador: «Tendríamos que hablar», etc., que pasé por alto deliberadamente. Pero cuantos más enviaba, más entusiasmada estaba yo, convencida de que mi autoinvención funcionaba, de que él se daba cuenta de que había cometido un terrible, terrible error, y de que sólo ahora comprendía lo mucho que me amaba, y de que la giganta de la azotea era ya historia.

Esa noche me alcanzó fuera de la oficina cuando yo me marchaba.

—Cariño, por favor, tenemos que hablar de verdad.

Como una idiota fui a tomar una copa con él en el bar americano del Savoy, dejé que me ablandara con champán y «me siento fatal, te añoro tanto, bla, bla, bla». En cuanto consiguió que yo admitiese «Oh, Daniel, yo también te añoro», adoptó un tono condescendiente y fue directo al grano.

—La cosa es que Suki y yo…

—¿Suki? ¿Cómo puede andar por el mundo con ese nombre? —dije, convencida de que él estaba a punto de decir «somos hermanos», «primos», «enemigos a muerte» o «historia».

En cambio, pareció enfadarse.

—Oh, no puedo explicarlo —dijo de mal humor—. Es muy especial.

Me lo quedé mirando, alucinada ante la audacia de su pirueta.

—Lo siento, cariño —me dijo, sacando su tarjeta de crédito e intentando atraer la atención del camarero—, pero vamos a casarnos.