55,75 kg (muy bien), 7 copas, 8 cigarrillos, 6.245 calorías (malditos Una Alconbury, Mark Darcy, Daniel, mamá, todos).
2 p.m. No puedo creer lo que ha ocurrido. A la 1 p.m. Daniel todavía no se ha despertado y yo estaba empezando a preocuparme, porque la fiesta empezaba a las 2.30. Al final le desperté con una taza de café y le dije:
—Te he despertado porque se supone que tenemos que estar allí a las dos y media.
—¿Dónde?
—A la fiesta de Fulanas y Vicarios.
—Oh Dios, amor mío. Escucha, acabo de darme cuenta de que este fin de semana tengo un montón de trabajo. Voy a tener que quedarme en casa y ponerme a ello.
No me lo podía creer. Él había prometido asistir. Todo el mundo sabe que cuando sales con alguien tienes que darle apoyo en las horribles fiestas familiares. Y él cree, en cambio, que por haber mencionado la palabra «trabajo» se puede librar de cualquier cosa. Ahora todos los amigos de los Alconbury se pasarán la tarde preguntándome por qué no tengo novio, y nadie me creerá cuando les diga la verdad.
10 p.m. No puedo creer por lo que he pasado. Conduje durante dos horas, aparqué enfrente de la casa de los Alconbury y, esperando tener buen aspecto con mi traje de conejito, caminé hasta el jardín, donde se oían voces alegres. En cuanto empecé a cruzar el césped, todos se quedaron en silencio, y advertí horrorizada que las señoras, en lugar de ir vestidas de Fulanas y Vicarios, llevaban conjuntos floreados de dos piezas, que les llegaban a media pierna, y los hombres pantalones deportivos y suéteres en pico. Me quedé allí, paralizada como: bueno, como un conejo. Entonces, mientras todo el mundo me miraba, acudió Una Alconbury, vestida con una falda fucsia plisada, dando saltitos por el césped, sosteniendo un vaso de plástico lleno de trocitos de manzana y de hojas.
—¡Bridget! Estoy contentísima de verte. Toma un Pimms —me dijo.
—Creía que esto iba a ser una fiesta de Fulanas y Vicarios —dije furiosa.
—Oh, querida, ¿no te llamó Geoff? —me dijo. Yo no lo podía creer. Veamos, ¿creía ella que yo tenía por costumbre vestirme habitualmente como una conejita?—. Geoff, ¿no llamaste a Bridge por teléfono? Todos tenemos ganas de conocer a tu nuevo novio —dijo, mirando alrededor—. ¿Dónde está?
—Tenía que trabajar —murmuré.
—¿Cómo-está-mi-pequeña-Bridget? —dijo el tío Geoffrey, tambaleándose, medio borracho.
—Geoffrey —dijo Una con frialdad.
—Yup, yup. Todo en orden y bajo control, a sus órdenes, teniente —dijo, saludando, y entonces se desplomó sobre el hombro de ella, riendo—. Choqué con uno de esos condenados chismes que contestan al teléfono.
—Geoffrey —dijo Una glacial—. Ve-y-vigila-la-barbacoa. Lo siento, querida, es que, después de todos los escándalos que ha habido por aquí con los vicarios, decidimos que no tenía sentido celebrar una fiesta de Fulanas y Vicarios porque… —empezó a reír—… porque todo el mundo piensa que los vicarios son fulanas. Oh querida —dijo, frotándose los ojos—. Bueno, ¿y cómo es tu nuevo novio? ¿Qué hace trabajando un sábado? ¡Durrr! No es una excusa demasiado buena, ¿verdad? A este paso, ¿cómo vamos a casarte?
—A este paso voy a acabar como una call-girl —murmuré mientras intentaba despegar la cola de conejo de mi trasero.
Noté que alguien me miraba y levanté la mirada para ver a Mark Darcy, mirando fijamente la cola de conejo. Junto a él estaba la alta, delgada y elegante abogada, especializada en derecho familiar, con un vestido y una chaqueta lilas, muy decoroso, como Jackie O., con gafas de sol en la cabeza.
La petulante bruja dirigió una sonrisa burlona a Mark, y me miró descaradamente de arriba abajo.
—¿Vienes de otra fiesta? —soltó.
—No, de hecho, estoy de camino del trabajo —dije.
Y Mark Darcy esbozó una sonrisa y apartó la mirada.
—Hola, cariño, estoy atareadísima. Estamos filmando —gorjeó mi madre, corriendo hacia nosotros con un camisero turquesa plisado y zarandeando una chaqueta—. ¿Qué demonios crees que llevas puesto, cariño? Pareces una vulgar prostituta. Silencio absoluto, por favor, todos, yyyyyy… —gritó en dirección a Julio, que blandía una cámara de vídeo—, ¡acción!
Alarmada, miré por todas partes en busca de mi padre, pero no le vi por ningún lado. Vi a Mark Darcy hablando con Una, haciendo gestos en mi dirección, y entonces Una, resuelta, corrió hacia mí.
—Bridget, siento mucho el malentendido sobre lo de la ropa —me dijo—. Mark dice que debes de sentirte terriblemente incómoda, con tantos hombres maduros a tu alrededor. ¿Quieres que te preste algo?
Me pasé el resto de la fiesta llevando encima de mis ligas un vestido de Laura Ashley de dama de honor, de mangas abullonadas y un estampado floral, que era de Janine, con la Natasha de Mark Darcy riendo, mientras mi madre, pasando de vez en cuando por mi lado, decía:
—Ése sí es un vestido precioso, cariño. ¡Corten!
—No tengo demasiada buena opinión de la novia, ¿y tú? —dijo Una Alconbury en voz alta, en cuanto estuvimos solas, haciendo un gesto hacia Natasha—. Demasiado señoritinga. Elaine dice que ésa está desesperada por llevarlo a la vicaría. Oh, ¡hola, Mark! ¿Otro vaso de Pimms? Qué pena que Bridget no pudiese traer a su novio. Es un tipo con suerte, ¿verdad? —todo dicho con mucha agresividad, como si Una se estuviese tomando como un insulto personal el hecho de que Mark hubiese escogido una novia que a) no fuese yo y b) no se la hubiese presentado Una en el Bufé de Pavo al Curry—. ¿Cómo se llama, Bridget? Daniel, ¿no? Pam dice que es uno de esos jóvenes editores con mucho ímpetu.
—¿Daniel Cleaver? —dijo Mark Darcy.
—Sí, así es —dije, con gesto desafiante.
—¿Es amigo tuyo, Mark? —preguntó Una.
—En absoluto —contestó con brusquedad.
—Oooh. Espero que sea lo bastante bueno para nuestra pequeña Bridget —prosiguió Una, guiñándome un ojo, como si aquella conversación fuese divertidísima, en lugar de ser horripilante.
—Creo que puedo volver a decir, con total confianza, que en absoluto —dijo Mark.
—Oh, espera un segundito, ahí está Audrey. ¡Audrey! —dijo Una, sin escuchar, y alejándose, gracias a Dios, de allí.
—Supongo que debes creer que eso tiene gracia —dije furiosa, cuando ella se hubo ido.
—¿Qué? —dijo Mark, con cara de sorpresa.
—A mí no me vengas con «qués», Mark Darcy —refunfuñé.
—Hablas como mi madre —dijo él.
—Supongo que tú piensas que es muy divertido insultar al novio de alguien delante de los amigos de sus padres, cuando él no está aquí para poder defenderse, y sólo porque estás celoso —dije gesticulando.
Se me quedó mirando, como si lo hubiese distraído de otra cosa.
—Perdona —dijo—. Estaba intentando comprender lo que quieres decir. ¿Acaso yo…? ¿Estás sugiriendo que tengo celos de Daniel Cleaver? ¿Por ti?
—No, no por mí —dije furiosa, al darme cuenta de que así era como había sonado—. Digo que estás celoso porque imagino que debes de tener otro motivo, aparte de por pura malevolencia, para decir estas cosas horribles de mi novio.
—Mark, cariño —susurró Natasha, caminando coqueta por el césped hasta llegar a nosotros. Era tan alta y delgada que no había sentido la necesidad de ponerse tacones y podía andar por el césped sin hundirse como si hubiese sido diseñada para esto, como un camello en el desierto—. Ven y explícale a tu madre cómo era aquel comedor que vimos en Conran.
—Sólo quiero decirte que andes con cuidado, eso es todo —dijo en voz baja—, y también se lo diría a tu madre —dijo, señalando hacia Julio, mientras Natasha se lo llevaba.
Después de 45 minutos más de horror, pensé que me podía ir y le dije a Una que tenía trabajo.
—¡Ah, las chicas con carrera! Hay cosas que no pueden aplazarse para siempre. Ya sabes: tic-tac-tic-tac.
Tuvieron que pasar cinco minutos y tuve que fumarme un cigarrillo para estar lo bastante calmada para conducir. Entonces, justo cuando me metí en la carretera principal, pasó el coche de mi padre en dirección contraria. Sentada a su lado, estaba Penny Husbands-Bosworth, vestida con un corpiño rojo de encaje, y con dos orejas de conejito.
Cuando llegué a Londres y salí de la autopista me sentía muy angustiada y volvía mucho más temprano de lo previsto, y pensé que, en lugar de ir directamente a casa, pasaría a ver a Daniel, para que me tranquilizase un poco.
Aparqué cara a cara con el coche de Daniel. No contestó cuando llamé, así que esperé un poco y volví a llamar, por si estaba en mitad de una jugada realmente magnífica. Nadie contestó. Yo sabía que tenía que estar, porque allí estaba su coche y él me había dicho que estaría en casa trabajando y mirando el criquet. Levanté la mirada hacia su ventana y allí estaba Daniel. Le sonreí, le saludé y señalé hacia la puerta. Desapareció, supuse que para apretar el botón del portero automático, así que volví a llamar. Tardó un poco en contestar.
—Hola, Bridge. Estoy al teléfono con los Estados Unidos. ¿Nos encontramos en el pub dentro de diez minutos?
—Vale —dije alegremente, sin pensar, y me fui hacia la esquina. Pero al darme la vuelta, ahí estaba otra vez, no al teléfono, sino mirándome por la ventana.
Astuta como un zorro, hice ver que no le había visto y seguí caminando, pero por dentro estaba totalmente desconcertada. ¿Por qué me vigilaba de esta manera? ¿Por qué no había contestado al timbre la primera vez? ¿Por qué no había apretado el botón del interfono y me había dejado subir enseguida? De repente la verdad cayó como una bomba sobre mí. Daniel estaba con una mujer.
Con el corazón a punto de estallar, doblé la esquina y, pegada a la pared, asomé la nariz para saber si se había apartado de la ventana. Ni rastro de él. Volví corriendo y me quedé agazapada en el portal contiguo al de su casa, vigilando su puerta entre las columnas para ver si salía una mujer. Esperé, allí encogida, durante un buen rato. Y entonces empecé a pensar: si sale una mujer, ¿cómo sabré que sale del piso de Daniel y no de otro piso del edificio? ¿Qué haría yo? ¿Desafiarla? ¿Llevar a cabo una detención ciudadana? Y además, ¿qué le impedía a él dejar a la mujer en el piso, con instrucciones de que se quedase ahí hasta que él hubiese tenido tiempo para llegar al pub?
Miré mi reloj. 6.30. ¡Ja! El pub todavía no estaba abierto. Excusa perfecta. Envalentonada, me apresuré hasta la puerta y volví a tocar el timbre.
—Bridget, ¿eres tú otra vez? —dijo él con brusquedad.
—El pub todavía no está abierto.
Hubo un silencio. ¿Oí una voz a lo lejos? En plena fase de optimismo, me dije que sólo estaba blanqueando dinero o traficando en drogas. Probablemente estaba intentando esconder bolsas de plástico llenas de cocaína debajo de las tablas del suelo, ayudado por unos sudamericanos bien vestidos con coleta.
—Déjame entrar.
—Ya te he dicho que estoy al teléfono.
—Déjame entrar.
—¿Qué?
Era obvio que él estaba intentando ganar tiempo.
—Aprieta el botón, Daniel —le dije.
¿No es curioso cómo se puede detectar la presencia de alguien, aunque no puedas verle, ni oírle, ni percibirlo de ninguna manera? Oh, claro que comprobé los armarios de las escaleras, y no había nadie. Pero yo sabía que había una mujer en la casa de Daniel. Quizás era debido a un leve olor… o quizás era la forma en que Daniel se estaba comportando. Sea lo que fuere, simplemente lo sabía.
Con cautela, nos quedamos de pie en los extremos opuestos del salón. Yo moría de desesperada y de ganas de empezar a correr por todas partes, abriendo y cerrando armarios, como si fuera mi madre, y llamando al 1471 para ver si había algún número de Estados Unidos registrado.
—¿Qué llevas puesto? —me dijo.
Con el alboroto, me había olvidado del traje de Janine.
—Un vestido de dama de honor —contesté con altivez.
—¿Te apetece beber algo? —me preguntó.
Pensé deprisa. Si lo enviaba a la cocina, podría revisar todos los armarios.
—Una taza de té, por favor.
—¿Te encuentras bien?
—¡Sí! ¡Bien! —gorjeé—. Lo he pasado genial en la fiesta. Era la única que iba vestida de fulana, por eso me he tenido que poner un vestido de dama de honor, Mark Darcy estaba allí con Natasha, llevas una camisa muy bonita…
Me detuve, sin aliento, dándome cuenta de que me había convertido (ya no era «me estaba convirtiendo») en mi madre.
Me miró un momento y se dirigió a la cocina, y entonces yo crucé la habitación de un salto para mirar detrás del sofá y de las cortinas.
—¿Qué estás haciendo?
Daniel estaba de pie en la puerta.
—Nada, nada. Pensaba que igual me había olvidado una minifalda detrás del sofá —dije, sacudiendo como una loca los cojines, como si estuviese en un vodevil francés.
Me miró desconfiado y volvió a meterse en la cocina.
Decidí que no había tiempo de marcar el 1471, miré pues en el armario donde él guarda el edredón para el sofá cama —ninguna presencia humana—, y entonces fui a la cocina, abriendo al pasar el armario del recibidor, de donde cayó la tabla de planchar, seguida por una caja de cartón llena de viejos discos de 45 revoluciones, que se desparramaron por el suelo.
—¿Qué estás haciendo? —volvió a decir Daniel suavemente, saliendo de la cocina.
—Perdona, se me ha enganchado la manga con la puerta. Voy al lavabo.
Daniel me miraba como si estuviese loca, así que no pude ir a registrar el dormitorio. En lugar de eso, me encerré en el lavabo y empecé a buscar pistas desesperadamente. No estaba segura de lo que buscaba… largos pelos rubios, un kleenex con marcas de pintalabios, cepillos foráneos, cualquiera de estas cosas hubiese sido una señal. Nada. Entonces abrí la puerta, miré en las dos direcciones, me deslicé por el pasillo, abrí de un empujón la puerta del dormitorio de Daniel y casi me muero del susto. Había alguien en la habitación.
—Bridget —era Daniel, que se escondía a la defensiva detrás de unos téjanos—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Te oí entrar aquí así que… pensé… que era una cita secreta —dije, acercándome a él de una forma que hubiese sido provocativa de no ser por el vestido con los ramilletes.
Apoyé la cabeza en su pecho y le rodeé con los brazos, intentando oler su camisa en busca de restos de perfume y echar un buen vistazo a la cama que, como de costumbre, estaba sin hacer.
—Mmmm, ¿verdad que todavía llevas el disfraz de conejita debajo? —me dijo, empezando a bajar la cremallera del vestido de dama de honor y apretándose contra mí de una manera que dejaba muy claras sus intenciones.
De repente pensé que quizás aquello era una estratagema y que él me iba a seducir mientras la mujer se escabullía sin ser vista.
—Oooh, el agua debe de estar hirviendo —dijo Daniel de repente.
Me volvió a subir la cremallera de mi vestido y me dio unas palmaditas tranquilizadoras, de una manera extraña en él. Normalmente, cuando empieza una cosa la lleva hasta el final, no importa que haya un terremoto, un maremoto o aparezca Virginia Bottomley desnuda en la televisión.
—Oh sí, me apetece mucho una taza de té —dije, pensando que eso me daría la oportunidad para mirar bien por el dormitorio y explorar el estudio.
—Detrás de ti —dijo Daniel, empujándome fuera y cerrando la puerta, para que tuviese que andar hasta la cocina delante de él. Entonces vi la puerta que lleva a la terraza.
—¿Nos sentamos? —dijo Daniel.
Allí era donde estaba ella, en la maldita terraza.
—¿Qué es lo que te pasa? —me dijo, mientras yo miraba fijamente la puerta.
—Na-da —canturreé alegremente, dirigiéndome a la sala—. Sólo estoy un poco cansada por la fiesta.
Me dejé caer despreocupadamente en el sofá y me pregunté si era mejor ir a la velocidad de la luz hasta el estudio, como último lugar donde ella pudiese esconderse, o precipitarme en la azotea, mandándolo todo a la mierda. Calculé que si no estaba en la azotea, tenía que estar en el estudio, en el armario del dormitorio o debajo de la cama. Entonces, si yo subía a la azotea, ella tendría oportunidad de escapar. Pero si éste era el caso, seguro que Daniel ya habría propuesto que subiésemos a la azotea.
Me trajo una taza de té y se sentó junto a su ordenador, que estaba abierto y encendido. Sólo entonces empecé a pensar que quizá no había ninguna mujer. Había un documento en la pantalla, quizás era verdad que él había estado trabajando y llamando a Estados Unidos. Y yo, con aquel comportamiento delirante, estaba actuando como una completa imbécil.
—¿Estás segura de que todo va bien, Bridget?
—Bien, sí. ¿Por qué?
—Porque has venido aquí sin avisar, vestida como un conejo disfrazado de dama de honor y has empezado a husmear en todas las habitaciones. No quisiera ser indiscreto, sólo me preguntaba si había algún tipo de explicación.
Me sentí una idiota integral. La culpa era del maldito Mark Darcy, que había intentado echar por tierra mi relación, al sembrar la duda en mi mente. Pobre Daniel, era muy injusto dudar de él de esta manera, por culpa de las palabras de un arrogante y malhumorado abogado de derechos humanos.
Entonces oí un chirrido procedente de la azotea.
—Creo que quizás es que estoy un poco acalorada —dije, mirando detenidamente a Daniel—. Creo que iré a sentarme un ratito en la azotea.
—Dios santo, ¡quieres estarte quieta dos minutos! —gritó, intentando cerrarme el paso, pero fui más rápida que él. Le esquivé, abrí la puerta, corrí escaleras arriba, abrí la trampilla y salí a la luz del sol.
Ahí, despatarrada en una tumbona, había una mujer bronceada, de largas piernas y pelo rubio, completamente desnuda. Me quedé allí, paralizada, con la sensación de convertirme en un pastel de boda, dentro del vestido de dama de honor. La mujer levantó la cabeza, subió a la frente sus gafas de sol y me miró con un ojo cerrado. Oí a Daniel subiendo las escaleras.
—Cariño —dijo la mujer, con un acento americano, mirando a Daniel por encima de mi cabeza—, creía que habías dicho que ella estaba delgada.