Ugh. Esta mañana me he levantado contenta (todavía borracha de anoche), hasta que, de pronto, he recordado el horror en que acabó la noche de ayer con las chicas. Después de la primera botella de Chardonnay, estaba a punto de sacar el tema de mi constante frustración por las escapaditas cuando Rebecca dijo de repente:
—¿Cómo está Magda?
—Bien —contesté.
—Es muy atractiva, ¿verdad?
—Mmm.
—Y parece tan joven… Quiero decir, que podría pasar perfectamente por una chica de veinticuatro o veinticinco. Ibais juntas al colegio, ¿verdad, Bridget? ¿Estaba tres o cuatro cursos por debajo del tuyo?
—Tiene seis meses más que yo —dije, sintiendo las primeras punzadas de terror.
—¿De verdad? —dijo Rebecca y, tras una pausa larga y embarazosa—. Magda es afortunada. Tiene una piel preciosa.
Sentí que dejaba de llegarme sangre al cerebro cuando la terrible verdad de lo que acababa de decir Rebecca me sobresaltó.
—Quiero decir que ella no ríe tanto como tú. Ésa es la probable razón de que ella no tenga tantas arrugas como tú.
Me agarré a la mesa para sostenerme, mientras intentaba recobrar el aliento. Estoy envejeciendo prematuramente, entendí. Como si se tratase de una de aquellas filmaciones a cámara rápida en las cuales una ciruela se convierte rápidamente en una pasa.
—¿Qué tal tu régimen, Rebecca? —dijo Shazzer.
Aargh. En lugar de negarlo, Jude y Shazzer, al intentar cambiar de tema para no herir mis sentimientos, estaban aceptando mi vejez prematura.
Me sentí, en una espiral de terror, agarrándome con las manos la cara desencajada.
—Voy al lavabo —dije entre dientes como un ventrílocuo, con el rostro tenso para reducir al máximo la aparición de arrugas.
—¿Estás bien, Bridge? —dijo Jude.
—Bien —contesté con frialdad.
Una vez frente al espejo, me tambaleé porque la cruel luz que estaba encima de éste reveló mi piel áspera, curtida por la edad, hundida. Me imaginé a las otras en la mesa, reprendiendo a Rebecca por alertarme sobre algo que la gente decía sobre mí desde hacía tiempo, pero que yo no hubiera debido saber nunca.
De repente me abrumó la necesidad de salir corriendo y preguntar a todas las personas que estaban cenando en el restaurante cuántos años creían que tenía yo: como una vez en el colegio, cuando estaba convencida de que yo era mentalmente subnormal, y fui de un lado al otro del patio preguntándoles a todos: «¿Soy subnormal?», y veintiocho de ellos dijeron: «Sí».
Una vez empiezas a pensar que estás envejeciendo, ya no hay marcha atrás. De repente ves la vida como unas vacaciones, en que cuando ya ha pasado la mitad, todo empieza a acelerarse hacia el final. Siento que tengo que hacer algo para detener mi proceso de envejecimiento, pero ¿qué? No puedo pagar un lifting. Estoy inmersa en un dilema, ya que tanto engordar como hacer régimen contribuyen al envejecimiento. ¿Por qué parezco vieja? ¿Por qué? Miro a las ancianas en la calle para intentar distinguir los minúsculos procesos, por nimios que sean, que hacen que sus caras se vuelvan viejas y no jóvenes. Recorro los periódicos de arriba abajo, en busca de la edad de todos, intentando decidir si parecen viejos para su edad.
11 a.m. Acaba de sonar el teléfono. Era Simon, para hablarme de la última chica a la que le ha echado el ojo.
—¿Cuántos años tiene? —le pregunté con desconfianza.
—Veinticuatro.
Aargh, aargh. He llegado a la edad en que los hombres ya no encuentran atractivas a las mujeres de su misma edad.
4 p.m. Voy a salir a tomar el té con Tom. He decidido que tengo que invertir más tiempo en cuidar mi aspecto como las estrellas de Hollywood, y me he pasado una eternidad poniéndome una gruesa capa de base debajo de los ojos, poniéndome colorete en las mejillas y destacando rasgos ya diluidos.
—Por Dios santo —dijo Tom al verme llegar.
—¿Qué? ¿Qué?
—Tu cara. Pareces Barbara Cartland.
Empecé a pestañear muy aprisa, intentando aceptar que, de repente y de manera irrevocable, una espantosa bomba de relojería colocada bajo mi piel la había dejado arrugada.
—Se me ve muy vieja para la edad que tengo, ¿verdad? —dije con abatimiento.
—No, pareces una niña de cinco años que se ha puesto el maquillaje de su madre. Mira.
Eché una ojeada al espejo de imitación victoriana que había en el pub. Parecía un payaso chillón, con mejillas de un rosa intenso, dos cuervos muertos como ojos y, debajo, una capa de maquillaje que recordaba los blancos acantilados de Dover.
De repente comprendí por qué las mujeres viejas acaban saliendo a la calle tan maquilladas, todo el mundo se ríe de ellas, y he decidido no volver a burlarme de ellas.
—¿Qué pasa? —me ha preguntado Tom.
—Estoy envejeciendo prematuramente.
—Oh, por Dios. Es culpa de esa maldita Rebecca, ¿verdad? Shazzer me ha contado la conversación sobre Magda. Es ridículo. Pero si parece que tengas dieciséis años…
Adoro a Tom. Aunque sospecho que puede haberme dicho una mentira, me siento mucho más animada, ya que ni siquiera Tom diría que aparento dieciséis si aparentase cuarenta y cinco.