11 a.m. Oficina. Completamente agotada. Anoche estaba tomando un buen baño caliente con aceite de esencia de geranio y un vodka con tónica, cuando sonó el timbre. Era mi madre, deshecha en llanto, en el umbral. Tardé un poco en establecer cuál era el problema, mientras ella se arrastraba por la cocina, llorando a lágrima viva y con más fuerza que antes, y diciendo que no quería hablar de ello, hasta que empecé a preguntarme si su ola de perpetuo poder sexual se había desmoronado como un castillo de naipes: papá, Julio y el tipo de los impuestos perdiendo interés por ella de forma simultánea. Pero no. Sólo se había visto infectada por el síndrome de «Tenerlo Todo».
—Me siento como la cigarra que cantó todo el verano —reveló (en cuanto sintió que yo estaba perdiendo interés por su crisis)—. Y ahora es el invierno de mi vida y no he almacenado nada mío.
Yo iba a señalar que tres potenciales compañeros que se morían de ganas de estar con ella, más la mitad de la casa y el plan de pensiones no era exactamente nada, pero me mordí la lengua.
—Quiero una carrera —dijo.
Y una parte terrible y malvada de mí se sintió feliz y petulante, porque yo sí tenía una carrera. Bueno, en cualquier caso un trabajo. Yo era una cigarra lista, que recogía un montón de hierba, grano, o lo que coman las cigarras, incluso no teniendo novio.
Acabé por animar a mamá al permitirle revisar mi armario, criticar toda mi ropa y explicarme por qué debía yo empezar a comprarlo todo en Sport Jaeger & Country. Salió a la perfección y acabó estando tan en forma como para llamar a Julio y concertar una cita para tomar una «copita antes de acostarse».
Se fue pasadas las diez, y entonces llamé a Tom, para explicarle la espantosa novedad de que Daniel no había llamado en todo el fin de semana, y preguntarle qué debía pensar de los contradictorios consejos de Jude y de Sharon. Tom dijo que yo no debería escucharlas a ninguna de las dos, ni flirtear, ni sermonear, sino ser simplemente una reina de hielo, distante y profesional.
Los hombres, dice, se ven a sí mismos en una especie de escalera sexual, con todas las mujeres debajo de ellos, o encima de ellos. Si la mujer está «debajo» (esto es, deseando acostarse con él, sintiéndose muy atraída), entonces, como si de Groucho Marx se tratase, él no quiere ser un miembro de su «club». Esta idea me deprimió muchísimo, pero Tom me dijo que no fuese ingenua y que, si realmente quería a Daniel y quería ganarme su corazón, tenía que desdeñarle y ser tan fría y distante con él como me fuese posible.
Al final me fui a la cama a medianoche, muy confundida, pero me tuve que levantar tres veces en medio de la noche para contestar las llamadas de papá.
—Cuando alguien te ama es como tener una manta rodeándote el corazón —me dijo—, y entonces, cuando te la quitan… —y se echó a llorar.
Me llamaba desde el apartamento independiente situado al fondo del jardín de los Alconbury, donde está viviendo «sólo hasta que se arreglen las cosas», dice lleno de esperanza.
De repente me doy cuenta de que todo ha cambiado, y ahora yo me estoy ocupando de mis padres en lugar de ser ellos quienes se ocupan de mí, y eso parece antinatural y erróneo. ¿Seguro que no soy tan vieja?