57,15 kg, 4 copas, 6 cigarrillos, 2.746 calorías, 2 números correctos de la lotería (muy bien).
Por fin he llegado al fondo de la cuestión de lo de mamá y papá. Estaba empezando a imaginar una historia de posvacaciones en Portugal a lo Shirley Valentine y que un día abriría el Sunday People para ver a mi madre teñida de rubio y con un top de leopardo, sentada en un sofá junto a un tipo llamado Gonzales, con téjanos lavados a la piedra, y explicando que, si realmente amas a alguien, una diferencia de cuarenta y seis años carece realmente de importancia.
Hoy ella me ha pedido que nos encontrásemos para comer en la cafetería de Dickens y Jones, y le he preguntado directamente si estaba saliendo con alguien.
—No, no hay nadie más —me ha contestado, mirando al infinito, con un aspecto de coraje melancólico que podría jurar copiado de la princesa Diana.
—Entonces, ¿por qué estás siendo tan mala con papá?
—Querida, simplemente me di cuenta, cuando tu padre se retiró, de que me había pasado treinta y cinco años sin descanso llevando su casa y criando a sus hijos…
—Jamie y yo también somos hijos tuyos —interrumpí, herida.
—… y que, por lo que a él respectaba, el trabajo de toda su vida se había acabado, y en cambio el mío seguía, que es exactamente lo que solía sentir yo cuando erais pequeños y llegaba el fin de semana. Sólo tienes una vida. He tomado únicamente la decisión de cambiar un poco las cosas y de vivir lo que me queda pensando un poquito en mí para variar.
Al ir a la caja para pagar, estaba pensando en todo eso e intentando, como feminista, ver el punto de vista de mamá, cuando mi mirada ha quedado atrapada en un hombre alto y de porte distinguido, con el pelo gris, una chaqueta de piel y uno de esos maletines de caballero. Él estaba mirando al interior del local, dando golpecitos a su reloj y arqueando las cejas. Di media vuelta y pesqué a mi madre articulando: «Tardaré un segundo», y señalando con la cabeza en mi dirección, como disculpándose.
En aquel momento no le dije nada. Me despedí de ella, di la vuelta a la esquina y la seguí, para asegurarme de que no estaba imaginándome cosas. Efectivamente, la encontré en la sección de perfumería, paseando con el bien plantado caballero, rociándose las muñecas con todo lo que veía, levantándolas hasta la altura de la nariz y riendo con coquetería.
Llegué a casa y encontré un mensaje de mi hermano Jamie. Le llamé inmediatamente y se lo conté todo.
—Oh, por Dios, Bridget —dijo con una sonora carcajada—. Estás tan obsesionada con el sexo que, si vieses a mamá comulgando, pensarías que le estaba haciendo una mamada al vicario. No has recibido nada para San Valentín este año, ¿verdad?
—De hecho, sí —dije enfadada.
Tras lo cual volvió a echarse a reír, y dijo que tenía que colgar, porque tenía que ir a hacer Tai Chi con Becca en el parque.